Miguel Baquero
No conocía a Samuel Benchetrit y reconozco que mi primera impresión fue de desconfianza. Su colección de cuentos se llama Crónicas del asfalto, título manido y pretencioso donde los haya. Además, según se cuenta en la solapa, este Benchetrit abandonó la escuela a los quince años y empezó a ganarse la vida en oficios modestos, como fontanero o acomodador de cine, hasta que con veinte años publicó Recit d'un branleur (Relato de un inútil) que quería ser, o decía ser, «a la literatura lo que los Sex Pistols al rock». Horreur!, pensé, porque el de Benchetrit era el retrato típico del niñato que va por la vida de interesante, haciéndose el duro y el bohemio y perpetrando atentados contra la lógica y la gramática bajo la excusa de ser un marginal. Mon Dieu!, me dije, porque los cuentos de Benchetrit, conforme al envoltorio, tenían todo el aspecto de ser ese desparrame incontrolado y oligofrénico de noches del alcohol, sexo y bajos fondos que sólo interesa a los estúpidos como él que quieren darse pisto de modernos y rebeldes.
Pocas cosas hay, en fin, más repulsivas sobre la faz de la Tierra que un escritor que va de maldito.
Comenzada la lectura, pronto entendí que Benchetrit no era uno de estos “salvajes urbanos” al uso, sino que, pese a estar su obra ambientada en la periferia de una gran ciudad, en el horizonte de bloques urbanos y trabajo no especializado, en la guarida de las clases medias-bajas, no por ello se regodeaba en la exclusión, la mediocridad y la falta de oportunidades. En Crónicas del asfalto, al modo de una nueva 13 Rue del Percebe, se nos narra la vida en un bloque de viviendas; cada capítulo está dedicado a un piso determinado, cuando no al ascensor, al portal, al cuarto de basuras, a la explanada de tierra frente al edificio... Se trata de capítulos independientes por donde van asomando los diferentes vecinos de la comunidad, capítulos que al fin acaban por componer un todo, que no es otro que la recreación de la adolescencia del protagonista, el retrato de los tiempos en que vivía en aquella colmena y contemplaba todavía admirado las inútiles y pequeñas cosas de que se forma nuestra existencia.
La principal virtud de Benchetrit es, sin duda, su contención, el no dejarse ganar por el lado oscuro de lo tremendo y lo sórdido, pero tampoco dejarse deslizar hacia el bucolismo, hacia la falsa poesía de añoranza de los tiempos de juventud. En la novela de Benchetrit la vida en el bloque no es gris, pero tampoco es rosa por el mero hecho de ser la vida de la infancia y la adolescencia. Es, simplemente, una vida que ocurre y de la que Benchetrit quiere extraer los aspectos cómicos, divertidos, bienhumorados; una vida que empieza y que el protagonista quiere vivir en su máxima expresión, aunque en torno de él sobrevuelen el desempleo, las drogas, la violencia y tantas otras lacras de la vida en el extrarradio. Benchetrit tan sólo cede ante el sentimentalismo cuando penetra en el sexto piso, en la que fue su casa, que describe de manera tan sigilosa como si estuviera a oscuras, las luces recién apagadas, o cuando entra en el cuarto en penumbras donde transcurrió su adolescencia y en cuyas paredes parecen aguardarle los viejos posters de sus ídolos juveniles. Un capítulo magnífico por la emoción que alcanza a transmitirnos y el largo número de elipsis y silencios, la mínima cantidad de palabras que utiliza para ello.
No conocía a Samuel Benchetrit y reconozco que mi primera impresión fue de desconfianza. Su colección de cuentos se llama Crónicas del asfalto, título manido y pretencioso donde los haya. Además, según se cuenta en la solapa, este Benchetrit abandonó la escuela a los quince años y empezó a ganarse la vida en oficios modestos, como fontanero o acomodador de cine, hasta que con veinte años publicó Recit d'un branleur (Relato de un inútil) que quería ser, o decía ser, «a la literatura lo que los Sex Pistols al rock». Horreur!, pensé, porque el de Benchetrit era el retrato típico del niñato que va por la vida de interesante, haciéndose el duro y el bohemio y perpetrando atentados contra la lógica y la gramática bajo la excusa de ser un marginal. Mon Dieu!, me dije, porque los cuentos de Benchetrit, conforme al envoltorio, tenían todo el aspecto de ser ese desparrame incontrolado y oligofrénico de noches del alcohol, sexo y bajos fondos que sólo interesa a los estúpidos como él que quieren darse pisto de modernos y rebeldes.
Pocas cosas hay, en fin, más repulsivas sobre la faz de la Tierra que un escritor que va de maldito.
Comenzada la lectura, pronto entendí que Benchetrit no era uno de estos “salvajes urbanos” al uso, sino que, pese a estar su obra ambientada en la periferia de una gran ciudad, en el horizonte de bloques urbanos y trabajo no especializado, en la guarida de las clases medias-bajas, no por ello se regodeaba en la exclusión, la mediocridad y la falta de oportunidades. En Crónicas del asfalto, al modo de una nueva 13 Rue del Percebe, se nos narra la vida en un bloque de viviendas; cada capítulo está dedicado a un piso determinado, cuando no al ascensor, al portal, al cuarto de basuras, a la explanada de tierra frente al edificio... Se trata de capítulos independientes por donde van asomando los diferentes vecinos de la comunidad, capítulos que al fin acaban por componer un todo, que no es otro que la recreación de la adolescencia del protagonista, el retrato de los tiempos en que vivía en aquella colmena y contemplaba todavía admirado las inútiles y pequeñas cosas de que se forma nuestra existencia.
La principal virtud de Benchetrit es, sin duda, su contención, el no dejarse ganar por el lado oscuro de lo tremendo y lo sórdido, pero tampoco dejarse deslizar hacia el bucolismo, hacia la falsa poesía de añoranza de los tiempos de juventud. En la novela de Benchetrit la vida en el bloque no es gris, pero tampoco es rosa por el mero hecho de ser la vida de la infancia y la adolescencia. Es, simplemente, una vida que ocurre y de la que Benchetrit quiere extraer los aspectos cómicos, divertidos, bienhumorados; una vida que empieza y que el protagonista quiere vivir en su máxima expresión, aunque en torno de él sobrevuelen el desempleo, las drogas, la violencia y tantas otras lacras de la vida en el extrarradio. Benchetrit tan sólo cede ante el sentimentalismo cuando penetra en el sexto piso, en la que fue su casa, que describe de manera tan sigilosa como si estuviera a oscuras, las luces recién apagadas, o cuando entra en el cuarto en penumbras donde transcurrió su adolescencia y en cuyas paredes parecen aguardarle los viejos posters de sus ídolos juveniles. Un capítulo magnífico por la emoción que alcanza a transmitirnos y el largo número de elipsis y silencios, la mínima cantidad de palabras que utiliza para ello.
El estilo de Benchetrit, por lo demás, es un estilo ágil, moderno, un tanto crudo en el sentido de que muchas veces se nos presenta casi sin elaborar. Un estilo que huye de cualquier adorno superfluo y a veces, también es malo pasarse, de cualquier adorno necesario, pero que en último caso busca compartir su visión de la vida, llamando a la solidaridad de tantos lectores que se criaron donde él y cuyos sueños, como dice Benchetrit, siempre serán de asfalto. Una novela, en resumen, magnífica, amena, y un escritor sincero a seguir.
Parece interesante, pero la contención de los suburbios, el ritmo sincopado del rap están un poco vistos. Enhorabuena por el blog.
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