lunes, septiembre 03, 2007

Lugares comunes, Irene Jiménez

Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 154 pp. 14 €

Pilar Adón

Una infidelidad en el dormitorio, la observación espía de la vida de los demás en la calle, el inicio de una nueva rutina lejos o un despido inesperado en la oficina. Tras cada ventana anónima que se dibuja sobre los edificios de las ciudades se esconden pequeñas historias, tragedias íntimas. Curiosas pasiones y tristezas que, a pesar de su aparente insignificancia, configuran nuestra particular manera de ver el mundo, de interpretarlo. Pocas veces esas pequeñas historias van más allá de su propia realidad concreta, ya que lo auténticamente complejo es captar sus implicaciones verdaderas, sacarles el jugo y descubrir lo que tienen de universal. Pero es en esas diminutas estampas del proceder diario, en esos sucesos supuestamente triviales que acontecen a los habitantes de una ciudad que puede ser Madrid, en lo que se fija Irene Jiménez para componer estos relatos recogidos bajo el título de Lugares comunes, y editados por Páginas de Espuma.
El desengaño y la inercia, ciertos incidentes fortuitos tras los que los sentimientos se van apagando hasta parecer condenados a morir lentamente, imperan en estos “lugares comunes”, que enmarcan sus espacios de acción ya desde cada título: “En la universidad”, “En un pasillo”, “En casa de los señores…” Y lo hacen con una perseverante agilidad, evitando perderse en detalles que no coadyuven a confeccionar una estricta imagen argumental captada por una melancólica (y, a la vez, insobornable) cámara, capaz de penetrar hasta lo más profundo de la soledad, de las expectativas, de las frustraciones o las miserias de los protagonistas. La prosa de Irene Jiménez es precisa y proporcionada, contenida, muy ajustada, propia de una observadora que demuestra un tremendo buen oído para atrapar aquello que a los demás nos suele pasar desapercibido, lo que se oculta tras lo evidente. Solemos pensar que lo más indispensable de la Historia se va construyendo gracias a los grandes sucesos revestidos de trascendencia, cuando es en los mínimos hechos donde descubrimos la esencia del alma humana.
Irene Jiménez hace así magia de lo cotidiano. En sus fábulas lo extraordinario salta de repente ante nuestros ojos, se hace palpable, y ahí radica la principal excelencia de la narrativa de esta autora: que en ella siempre se nos muestra un valiosísimo tesoro que permanecía, hasta entonces, enterrado, imperceptible. Tras un parpadeo, súbitamente, todo lo que sabíamos acerca de la situación de los personajes (normalmente prisioneros de sus propias vidas grises, intercambiables, destinadas a la incomunicación) ha cambiado, y entonces su posible devenir se nos revela en todo su esplendor o en todo su dramatismo. Ese momentáneo atisbo, esa iluminación, dura poco porque la percepción de la verdad es resbaladiza y, tras otro fugaz parpadeo, el ambiente previo y convencional, lo obvio, se regenera y volvemos a lo aparente, a lo que parece ser que son las cosas. No obstante, los personajes, de algún modo, se habrán transformado, pues ahora son ya conscientes de que lo real es lo otro, lo que subyace a la imagen.
Esas pequeñas realidades componen la sinfonía de lo que somos, de nuestra supervivencia como animales urbanos. En definitiva, y como concluye el último de los relatos del volumen, “la vida en las grandes ciudades sigue bullendo”.

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