Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 283 pp. 15 €
Marta Sanz
Confieso de entrada que no me resultan simpáticos los libros sobre escritores que hablan de otros escritores. No me interesa demasiado la soledad del poeta frente a la página en blanco ni la frustración romántica ni el abandono de las musas ni los últimos coletazos de la deconstrucción aplicados al arte de narrar. La metaliteratura o la introliteratura o la endoliteratura me recuerdan a veces la definición de círculo vicioso que daba Ionesco: aquello de métase usted el dedo en el ombligo, dele vueltas y obtendrá un círculo vicioso. A menudo los libros explícitamente metaliterarios son una herramienta de mitificación de un oficio que, aunque tal vez preñada de honestidad, carece de pudor. Y una redundancia porque todo texto literario, por el mero hecho de serlo, es ya metaliteratura e implica una opción ética y estética que se inserta en el repertorio de posibilidades de eso que llaman el campo literario. Comparto con Jenaro Talens –lo he dicho cientos de veces- la idea de que abordar la literatura como tema de la literatura es una “coartada metapoética” tal vez para no tener que proyectar la vista hacia otros territorios –menos complacientes, menos complacidos- de la realidad. Sin embargo, siento debilidad por La lección del maestro de Henry James porque, al presentar la historia de un par de artistas -el uno consagrado, el otro en ascensión- me está hablando de la diferencia entre lo vivo y lo pintado y de cómo a veces lo pintado es una forma de lo vivo y lo vivo una forma de lo pintado, una impostura, una pose...
Hay libros que hablan de agrimensores, de abogados, de paleontólogos, de profesores universitarios, de mineros y albañiles –cada vez menos-, de cantantes de ópera, de forenses, de ladrones o de curas y, no por ello, son libros “gremiales” y/o endogámicos. Las profesiones son metáforas para expresar ideas generales sobre el miedo, la competitividad, la nostalgia, el cambio de valores... Eso sucede con los escritores, editores, correctores, traductores y lectores de los relatos de Pasión de papel. Son metáforas, a menudo jocosas, a través de las que, hablando del mundo del libro, éste queda trascendido. La atmósfera resultante es muy parecida a la melancolía. En algunos de estos cuentos aparecen trenes, quioscos de estación, librerías al borde de la quiebra, casi fantasmas, muertos vivientes... Imaginamos los cuentos de Javier García Sánchez o de Isidoro Blanstein rodados en blanco y negro; también el de Cristina Fernández Cubas, “En el hemisferio Sur”, donde en clave de literatura fantástica se evoca quizás esa pesadilla en la que el soñador ha de presentarse a un examen de matemáticas para el que no ha estudiado: el miedo a la repetición, la competencia con uno mismo y con los demás, la duplicación, la obsesión por la originalidad, por tener algo que decir, la muerte... son emociones y conceptos construidos en este relato sobre una escritora y su editor.
Las cuatro partes del volumen –los inventan, los fabrican, los difunden y los leen- están encabezadas por reflexiones de un escritor (Volpi), de un editor (Muchnik), de una librera (Lola Larumbe) y de un crítico (García Jambrina.) Es especialmente hermoso y revelador el recorrido que lleva a cabo Mario Muchnik: la figura del “editor ciclista” de unos tiempos no tan lejanos se ha metamofoseado (¿monstruosamente?) en la del contable: “para pasar las horas leyendo, un buen contable sale más barato que un editor (...) ¿Pruebas? Están en todas las librerías.” Hay verdades como puños que no requieren glosa. También Lola Larumbe pone el dedo en una llaga de perogrullo que a menudo olvidamos: no es nada fácil vender un libro.
Muchos de los cuentos asumen un tono de distancia irónica respecto al oficio que viene a atenuar, tal vez, aquello de la falta de pudor: así sucede con la obsesión por las repeticiones, coincidencias y rastreos del intertextual y borgiano cuento de Vila-Matas, con el de Leonardo Valencia, con el de Pere Calders, con el de Neus Aguado – económico y muy divertido-, con el de Volpi, con el de Carme Riera, con la patética tragedia del de Iván Oñate o con los resortes y encrucijadas, la combinatoria, la aleatoriedad o la imprevisibilidad lúdica que Zarraluqui descubre en el proceso de creación de un relato. Monterroso es siempre Monterroso. Monterroso, con sus fábulas, siempre da en el clavo. También Mario Benedetti quien en “Autobiografía” reflexiona cómicamente sobre la importancia de la mítica primera frase en los textos literarios: escribe varias y todas ellas son susceptibles de hurto por alguien que ande en busca de una primera frase capaz de seducir al lector y llevarle a firmar un pacto, un compromiso de fidelidad con quien escribe, que le lleve a leer una página detrás otra.
Me gustaría aludir a tres relatos que me han gustado de forma especial: uno de escritores, uno de traductores y uno de libreros. El primero es “Falta de vocación” de Antonio di Benedetto; las pequeñas piezas literarias de Don Pascual, un escritor principiante en la cincuentena, son un regalo, y la moraleja del cuento -hago notar a los detractores de las moralejas y de la literatura de tesis en general que a lo largo de la Historia de la Literatura los cuentos las han tenido casi siempre- iluminadora y real como la vida misma: el esfuerzo de escribir no es poca cosa y a veces ni siquiera compensa; no es un goce, puede amargar una vida que de pronto se llena de imaginaciones sin que las imaginaciones se nutran de la vida. El segundo cuento es “Nota al pie” del escritor asesinado en la época de la dictadura en Argentina, Rodolfo Walsh; el recurso de la nota a pie de página y el juego de las tipografías nos permiten contrastar dos discursos antagónicos: el del poder o semipoder –semiatento, irresponsable, olvidadizo, compasivo...- y el del asalariado. El asalariado es un traductor que antes era “gomero”: pese a su creencia de cambio de estatus –de la empresa de las ruedas de goma a la empresa cultural-, el asalariado siempre es asalariado y tiene motivos para la frustración y para todas las formas del resentimiento. Por último, en “Calle Maipú” de Angelina Lamelas asistimos, en un tono de casticismo bonaerense, a un homenaje cariñoso a los que no leen: Hernán, el esposo de la librera-narradora que cierra por ella su boyante carnicería para invertir en el ruinoso e incomprensible negocio de los libros. No hay que ser sectarios: no leer no es un estigma. Existe gente cariñosa y buena, incluso gente inteligente, que no lee. Quizás estamos muy enfermos y todo esto debería darnos qué pensar. Al fondo del cuento de Lamelas late la vida: la violencia, la carestía, la solidaridad, el amor... al fondo del relato de una librera hay muchas otras cosas además de libros.
Marta Sanz
Confieso de entrada que no me resultan simpáticos los libros sobre escritores que hablan de otros escritores. No me interesa demasiado la soledad del poeta frente a la página en blanco ni la frustración romántica ni el abandono de las musas ni los últimos coletazos de la deconstrucción aplicados al arte de narrar. La metaliteratura o la introliteratura o la endoliteratura me recuerdan a veces la definición de círculo vicioso que daba Ionesco: aquello de métase usted el dedo en el ombligo, dele vueltas y obtendrá un círculo vicioso. A menudo los libros explícitamente metaliterarios son una herramienta de mitificación de un oficio que, aunque tal vez preñada de honestidad, carece de pudor. Y una redundancia porque todo texto literario, por el mero hecho de serlo, es ya metaliteratura e implica una opción ética y estética que se inserta en el repertorio de posibilidades de eso que llaman el campo literario. Comparto con Jenaro Talens –lo he dicho cientos de veces- la idea de que abordar la literatura como tema de la literatura es una “coartada metapoética” tal vez para no tener que proyectar la vista hacia otros territorios –menos complacientes, menos complacidos- de la realidad. Sin embargo, siento debilidad por La lección del maestro de Henry James porque, al presentar la historia de un par de artistas -el uno consagrado, el otro en ascensión- me está hablando de la diferencia entre lo vivo y lo pintado y de cómo a veces lo pintado es una forma de lo vivo y lo vivo una forma de lo pintado, una impostura, una pose...
Hay libros que hablan de agrimensores, de abogados, de paleontólogos, de profesores universitarios, de mineros y albañiles –cada vez menos-, de cantantes de ópera, de forenses, de ladrones o de curas y, no por ello, son libros “gremiales” y/o endogámicos. Las profesiones son metáforas para expresar ideas generales sobre el miedo, la competitividad, la nostalgia, el cambio de valores... Eso sucede con los escritores, editores, correctores, traductores y lectores de los relatos de Pasión de papel. Son metáforas, a menudo jocosas, a través de las que, hablando del mundo del libro, éste queda trascendido. La atmósfera resultante es muy parecida a la melancolía. En algunos de estos cuentos aparecen trenes, quioscos de estación, librerías al borde de la quiebra, casi fantasmas, muertos vivientes... Imaginamos los cuentos de Javier García Sánchez o de Isidoro Blanstein rodados en blanco y negro; también el de Cristina Fernández Cubas, “En el hemisferio Sur”, donde en clave de literatura fantástica se evoca quizás esa pesadilla en la que el soñador ha de presentarse a un examen de matemáticas para el que no ha estudiado: el miedo a la repetición, la competencia con uno mismo y con los demás, la duplicación, la obsesión por la originalidad, por tener algo que decir, la muerte... son emociones y conceptos construidos en este relato sobre una escritora y su editor.
Las cuatro partes del volumen –los inventan, los fabrican, los difunden y los leen- están encabezadas por reflexiones de un escritor (Volpi), de un editor (Muchnik), de una librera (Lola Larumbe) y de un crítico (García Jambrina.) Es especialmente hermoso y revelador el recorrido que lleva a cabo Mario Muchnik: la figura del “editor ciclista” de unos tiempos no tan lejanos se ha metamofoseado (¿monstruosamente?) en la del contable: “para pasar las horas leyendo, un buen contable sale más barato que un editor (...) ¿Pruebas? Están en todas las librerías.” Hay verdades como puños que no requieren glosa. También Lola Larumbe pone el dedo en una llaga de perogrullo que a menudo olvidamos: no es nada fácil vender un libro.
Muchos de los cuentos asumen un tono de distancia irónica respecto al oficio que viene a atenuar, tal vez, aquello de la falta de pudor: así sucede con la obsesión por las repeticiones, coincidencias y rastreos del intertextual y borgiano cuento de Vila-Matas, con el de Leonardo Valencia, con el de Pere Calders, con el de Neus Aguado – económico y muy divertido-, con el de Volpi, con el de Carme Riera, con la patética tragedia del de Iván Oñate o con los resortes y encrucijadas, la combinatoria, la aleatoriedad o la imprevisibilidad lúdica que Zarraluqui descubre en el proceso de creación de un relato. Monterroso es siempre Monterroso. Monterroso, con sus fábulas, siempre da en el clavo. También Mario Benedetti quien en “Autobiografía” reflexiona cómicamente sobre la importancia de la mítica primera frase en los textos literarios: escribe varias y todas ellas son susceptibles de hurto por alguien que ande en busca de una primera frase capaz de seducir al lector y llevarle a firmar un pacto, un compromiso de fidelidad con quien escribe, que le lleve a leer una página detrás otra.
Me gustaría aludir a tres relatos que me han gustado de forma especial: uno de escritores, uno de traductores y uno de libreros. El primero es “Falta de vocación” de Antonio di Benedetto; las pequeñas piezas literarias de Don Pascual, un escritor principiante en la cincuentena, son un regalo, y la moraleja del cuento -hago notar a los detractores de las moralejas y de la literatura de tesis en general que a lo largo de la Historia de la Literatura los cuentos las han tenido casi siempre- iluminadora y real como la vida misma: el esfuerzo de escribir no es poca cosa y a veces ni siquiera compensa; no es un goce, puede amargar una vida que de pronto se llena de imaginaciones sin que las imaginaciones se nutran de la vida. El segundo cuento es “Nota al pie” del escritor asesinado en la época de la dictadura en Argentina, Rodolfo Walsh; el recurso de la nota a pie de página y el juego de las tipografías nos permiten contrastar dos discursos antagónicos: el del poder o semipoder –semiatento, irresponsable, olvidadizo, compasivo...- y el del asalariado. El asalariado es un traductor que antes era “gomero”: pese a su creencia de cambio de estatus –de la empresa de las ruedas de goma a la empresa cultural-, el asalariado siempre es asalariado y tiene motivos para la frustración y para todas las formas del resentimiento. Por último, en “Calle Maipú” de Angelina Lamelas asistimos, en un tono de casticismo bonaerense, a un homenaje cariñoso a los que no leen: Hernán, el esposo de la librera-narradora que cierra por ella su boyante carnicería para invertir en el ruinoso e incomprensible negocio de los libros. No hay que ser sectarios: no leer no es un estigma. Existe gente cariñosa y buena, incluso gente inteligente, que no lee. Quizás estamos muy enfermos y todo esto debería darnos qué pensar. Al fondo del cuento de Lamelas late la vida: la violencia, la carestía, la solidaridad, el amor... al fondo del relato de una librera hay muchas otras cosas además de libros.
Hola de nuevo. Estoy gratamente sorprendida con "La tormenta..." a la que he llegado tan de casualidad que ya no recuerdo ni cómo. Y aquí me encuentro con otra obra tan apetecible de leer, en especial porque me encuentro a alguno de mis autores preferidos, sí, a Vila-Matas y a Monterroso. Así que otro libro que apuntar para leer en cuanto pueda. Saludos, Sastre
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