Premio de Ensayo Casa de América. Península, Barcelona, 2007. 284 pp. 20 €
Juan Marqués
Jordi Amat ha escrito un libro sobre unas cuantas personas sensatas. Pero es también un libro de suspense, ya que transcurre en España a comienzos de los años 50, y aquellos no eran ni un lugar ni unos tiempos demasiado receptivos a la sensatez. Algo se fue haciendo, sin embargo, algo se intentó, algo se consiguió. «Si las cosas pasan, pasan gracias a personas» dice Amat al arrancar el segundo capítulo, y aquí se cuenta, simplificando mucho, cómo ciertos intelectuales españoles fueron llevando a cabo audaces iniciativas para devolver al idioma y a la cultura catalana la legalidad y la dignidad que naturalmente le correspondieron siempre. Rafael Santos Torroella, Dionisio Ridruejo, Joaquín Pérez Villanueva o Joaquín Ruiz-Giménez «conspiraron» con catalanes como Carles Riba, Marià Manent o J. V. Foix para organizar —casi siempre sin éxito— recitales, premios o revistas en catalán. Pequeños gestos que fueron agrietando desde dentro (a veces desde muy dentro) el grotesco y cruel sistema cultural de la dictadura. En ese sentido, y como hito fundamental y protagonista de este estudio, el congreso de poesía de Segovia en 1952, donde Riba acudió (tras muchos recelos, compromisos y malentendidos) para dar una conferencia sobre la poesía de su tierra y recitar versos en su lengua (algo que, tan dolorosamente, no podía hacer en Barcelona). «La mayoría de congresistas descubrieron en Segovia que la literatura catalana no era una manifestación provinciana ni mero folklore», afirma Amat (p. 165), y seguramente no hay exageración, ya que la parte más fanática y demencial del gobierno impuesto en 1939 (y esa era la parte mayoritaria y preponderante) se había propuesto en serio llevar a las lenguas periféricas a la extinción, y su estrategia era la del acoso, el desprestigio, la ridiculización.
A ese congreso se le presta mucha más atención que al de Salamanca del año siguiente (y muchísima más que al de Santiago de Compostela en 1954), porque fue el verdadero acontecimiento, el inicio de un intento de normalización que, por desgracia, apenas dio resultados, pero que sirvió para revelar definitivamente que las cosas, tarde o temprano, tendrían que cambiar. Tardarían demasiado, pero de aquel diálogo, de aquel sincero respeto mutuo, nació una esperanza y un ejemplo del que todavía tenemos cosas que aprender.
Las voces del diálogo es un libro estupendamente escrito, y en él se conjuga con acierto lo narrativo con lo analítico. Era de esperar, ya que el primer libro de Amat (Luis Cernuda. Fuerza de soledad, Madrid, Espasa, 2002) ha quedado como una de las mejores aportaciones al centenario del poeta sevillano. Se echa en falta, sin embargo, un índice onomástico (simplemente imprescindible en libros como éste) y una bibliografía algo más ordenada. Por desgracia (y tampoco por culpa de su autor) el libro ha salido con demasiadas erratas, pero apenas hay errores, y apenas de importancia (las memorias de César González-Ruano, por ejemplo, se titularon desde su primera edición Mi medio siglo se confiesa a medias, y no Mi medio siglo se cuenta a medias —p. 39—...).
Ahora Jordi Amat ha sido el responsable de la tan necesaria reedición de las Casi unas memorias de Ridruejo, cuya aparición, también en Península, parece inminente. Mientras esperamos, hay mucho que repasar y descubrir en Las voces del diálogo, un libro casi tan admirable como los hechos que en él se relatan.
Juan Marqués
Jordi Amat ha escrito un libro sobre unas cuantas personas sensatas. Pero es también un libro de suspense, ya que transcurre en España a comienzos de los años 50, y aquellos no eran ni un lugar ni unos tiempos demasiado receptivos a la sensatez. Algo se fue haciendo, sin embargo, algo se intentó, algo se consiguió. «Si las cosas pasan, pasan gracias a personas» dice Amat al arrancar el segundo capítulo, y aquí se cuenta, simplificando mucho, cómo ciertos intelectuales españoles fueron llevando a cabo audaces iniciativas para devolver al idioma y a la cultura catalana la legalidad y la dignidad que naturalmente le correspondieron siempre. Rafael Santos Torroella, Dionisio Ridruejo, Joaquín Pérez Villanueva o Joaquín Ruiz-Giménez «conspiraron» con catalanes como Carles Riba, Marià Manent o J. V. Foix para organizar —casi siempre sin éxito— recitales, premios o revistas en catalán. Pequeños gestos que fueron agrietando desde dentro (a veces desde muy dentro) el grotesco y cruel sistema cultural de la dictadura. En ese sentido, y como hito fundamental y protagonista de este estudio, el congreso de poesía de Segovia en 1952, donde Riba acudió (tras muchos recelos, compromisos y malentendidos) para dar una conferencia sobre la poesía de su tierra y recitar versos en su lengua (algo que, tan dolorosamente, no podía hacer en Barcelona). «La mayoría de congresistas descubrieron en Segovia que la literatura catalana no era una manifestación provinciana ni mero folklore», afirma Amat (p. 165), y seguramente no hay exageración, ya que la parte más fanática y demencial del gobierno impuesto en 1939 (y esa era la parte mayoritaria y preponderante) se había propuesto en serio llevar a las lenguas periféricas a la extinción, y su estrategia era la del acoso, el desprestigio, la ridiculización.
A ese congreso se le presta mucha más atención que al de Salamanca del año siguiente (y muchísima más que al de Santiago de Compostela en 1954), porque fue el verdadero acontecimiento, el inicio de un intento de normalización que, por desgracia, apenas dio resultados, pero que sirvió para revelar definitivamente que las cosas, tarde o temprano, tendrían que cambiar. Tardarían demasiado, pero de aquel diálogo, de aquel sincero respeto mutuo, nació una esperanza y un ejemplo del que todavía tenemos cosas que aprender.
Las voces del diálogo es un libro estupendamente escrito, y en él se conjuga con acierto lo narrativo con lo analítico. Era de esperar, ya que el primer libro de Amat (Luis Cernuda. Fuerza de soledad, Madrid, Espasa, 2002) ha quedado como una de las mejores aportaciones al centenario del poeta sevillano. Se echa en falta, sin embargo, un índice onomástico (simplemente imprescindible en libros como éste) y una bibliografía algo más ordenada. Por desgracia (y tampoco por culpa de su autor) el libro ha salido con demasiadas erratas, pero apenas hay errores, y apenas de importancia (las memorias de César González-Ruano, por ejemplo, se titularon desde su primera edición Mi medio siglo se confiesa a medias, y no Mi medio siglo se cuenta a medias —p. 39—...).
Ahora Jordi Amat ha sido el responsable de la tan necesaria reedición de las Casi unas memorias de Ridruejo, cuya aparición, también en Península, parece inminente. Mientras esperamos, hay mucho que repasar y descubrir en Las voces del diálogo, un libro casi tan admirable como los hechos que en él se relatan.
No sé si será mi nombre, pero me gustaría leer a Juan Marqués en algún gran suplemento. Gracias a La Tormenta por descubrirnos títulos, pero también por descubrirnos críticos...
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