Premio Edebé de Literatura Juvenil. Edebé, Barcelona, 2007. 346 pp. 8,75 €
Sofía Rhei
Puede parecer poco apropiado comenzar una reseña señalando la capacidad del libro en cuestión para causar emociones. Sin embargo, dado que puede entenderse que el tema principal de Cordeluna es, precisamente, la pervivencia de una serie de fuertes emociones a través del tiempo, y que la historia de su protagonista es la de alguien que recorre un largo camino para conseguir domar las suyas, espero tener cierta justificación. Si tuviera que señalar una sola característica del libro, sería esa.
La voluntad de aceptar determinadas contraintes de la llamada literatura juvenil, como que los protagonistas sean estudiantes de bachillerato, con las consiguientes alusiones a sus preocupaciones, y cierta deferencia hacia los lectores más jóvenes en cuanto a la complejidad estructural (aunque una trama abarque un periodo de tiempo muy superior que la otra, las dos historias intercaladas avanzan en todo momento en sentido natural del tiempo, sin que encontremos digresiones o vueltas atrás en ningún momento) y de vocabulario, no pesa excesivamente en la novela, que tiene todo cuanto se le puede pedir a un libro: trama vívida y verosímil, cuidada caracterización de los personajes (protagonista memorable, excelentes secundarios), ambientación sugerente y documentada, etcétera. No terminaríamos de enumerar sus aciertos.
El talento de la autora para ir creando atmósferas inquietantes a partir de indicios que al principio son casi imperceptibles («Sergio se dio la vuelta y se forzó a caminar serenamente por el pasillo sabiendo que la mirada de odio de Bárbara lo seguía, pero cuando ya en el recodo giró la cabeza, ella se había metido en su cuarto»), pero que van adquiriendo gradualmente la textura de un sueño denso o de una pesadilla, queda otra vez patente. Para ello, Barceló se sirve con habilidad de una indeterminación intencionada acerca de las fuerzas sobrenaturales y sus manifestaciones, incorporando de este modo a la novela uno de los grandes hallazgos de la literatura de ficción científica.
Del mismo modo que sucede en El vuelo del hipogrifo, la autora no muestra la impaciencia habitual en ciertos escritores por incorporar los elementos de la trama fantástica a la realista, sino que desarrolla intensamente tanto la narración que sucede en el pasado como la que tiene lugar en el presente antes de que entren en contacto la una con la otra. Acaso porque no abusa de los recursos más espectaculares del género, estos cobran un peso y una intensidad casi cinematográfica. Por otra parte, los personajes de la trama medieval se van incorporando gradualmente a sus “actores” en el presente, mediante una táctica de detalles sutiles que requieren una lectura atenta. De hecho, la imbricación entre ambos mundos a menudo tiene lugar en un espacio puramente literario; no mediante lo que se cuenta, sino a través del cómo se cuenta, por ejemplo, en la manera de llevar a cabo algunas transiciones temporales, como las de las páginas 25, 157, 178 y 320. El trabajo con la adjetivación, y los apuntes desde la subjetividad de cada personaje, también apuntan a menudo en esta dirección.
Estos factores, junto con otros (relacionados con los objetos, los emblemas...), forman parte de un juego que se le propone al lector: el ir anticipando o adivinando lo que sucederá en una de las tramas a partir de los avances en la otra. En este sentido, el ritmo de la novela va creciendo en agilidad constantemente, de manera que llega un punto en el que resulta difícil interrumpir la lectura debido a la curiosidad respecto al destino de los personajes, las tramas inconclusas (que resultan ser más complejas de lo que parecía en un primer momento), y los misterios aún sin desvelar.
Por otra parte, encontramos en Cordeluna algunos de los temas recurrentes de su autora: la predestinación, las puertas entre una y otra realidad (y el arte como vehículo de comunicación entre ellas), los seres gemelos, el entrelazamiento entre una ficción (en este caso teatral) y una verdad que parece ficticia, etcétera. Es cierto que se echan de menos las habituales pinceladas de amargura y desengaño con las que la autora convierte en redondas las construcciones de sus personajes adultos contemporáneos, se echan de menos las incontables referencias al arte y a la cultura con las que Barceló nos propone jugar cuando escribe para nosotros, pero a cambio, Cordeluna posee una capacidad tal de provocar la empatía y la identificación del lector que la convierte en un catalizador de sensaciones, en un artefacto literario capaz de absorbernos como si se tratara de un objeto mágico.
Sofía Rhei
Puede parecer poco apropiado comenzar una reseña señalando la capacidad del libro en cuestión para causar emociones. Sin embargo, dado que puede entenderse que el tema principal de Cordeluna es, precisamente, la pervivencia de una serie de fuertes emociones a través del tiempo, y que la historia de su protagonista es la de alguien que recorre un largo camino para conseguir domar las suyas, espero tener cierta justificación. Si tuviera que señalar una sola característica del libro, sería esa.
La voluntad de aceptar determinadas contraintes de la llamada literatura juvenil, como que los protagonistas sean estudiantes de bachillerato, con las consiguientes alusiones a sus preocupaciones, y cierta deferencia hacia los lectores más jóvenes en cuanto a la complejidad estructural (aunque una trama abarque un periodo de tiempo muy superior que la otra, las dos historias intercaladas avanzan en todo momento en sentido natural del tiempo, sin que encontremos digresiones o vueltas atrás en ningún momento) y de vocabulario, no pesa excesivamente en la novela, que tiene todo cuanto se le puede pedir a un libro: trama vívida y verosímil, cuidada caracterización de los personajes (protagonista memorable, excelentes secundarios), ambientación sugerente y documentada, etcétera. No terminaríamos de enumerar sus aciertos.
El talento de la autora para ir creando atmósferas inquietantes a partir de indicios que al principio son casi imperceptibles («Sergio se dio la vuelta y se forzó a caminar serenamente por el pasillo sabiendo que la mirada de odio de Bárbara lo seguía, pero cuando ya en el recodo giró la cabeza, ella se había metido en su cuarto»), pero que van adquiriendo gradualmente la textura de un sueño denso o de una pesadilla, queda otra vez patente. Para ello, Barceló se sirve con habilidad de una indeterminación intencionada acerca de las fuerzas sobrenaturales y sus manifestaciones, incorporando de este modo a la novela uno de los grandes hallazgos de la literatura de ficción científica.
Del mismo modo que sucede en El vuelo del hipogrifo, la autora no muestra la impaciencia habitual en ciertos escritores por incorporar los elementos de la trama fantástica a la realista, sino que desarrolla intensamente tanto la narración que sucede en el pasado como la que tiene lugar en el presente antes de que entren en contacto la una con la otra. Acaso porque no abusa de los recursos más espectaculares del género, estos cobran un peso y una intensidad casi cinematográfica. Por otra parte, los personajes de la trama medieval se van incorporando gradualmente a sus “actores” en el presente, mediante una táctica de detalles sutiles que requieren una lectura atenta. De hecho, la imbricación entre ambos mundos a menudo tiene lugar en un espacio puramente literario; no mediante lo que se cuenta, sino a través del cómo se cuenta, por ejemplo, en la manera de llevar a cabo algunas transiciones temporales, como las de las páginas 25, 157, 178 y 320. El trabajo con la adjetivación, y los apuntes desde la subjetividad de cada personaje, también apuntan a menudo en esta dirección.
Estos factores, junto con otros (relacionados con los objetos, los emblemas...), forman parte de un juego que se le propone al lector: el ir anticipando o adivinando lo que sucederá en una de las tramas a partir de los avances en la otra. En este sentido, el ritmo de la novela va creciendo en agilidad constantemente, de manera que llega un punto en el que resulta difícil interrumpir la lectura debido a la curiosidad respecto al destino de los personajes, las tramas inconclusas (que resultan ser más complejas de lo que parecía en un primer momento), y los misterios aún sin desvelar.
Por otra parte, encontramos en Cordeluna algunos de los temas recurrentes de su autora: la predestinación, las puertas entre una y otra realidad (y el arte como vehículo de comunicación entre ellas), los seres gemelos, el entrelazamiento entre una ficción (en este caso teatral) y una verdad que parece ficticia, etcétera. Es cierto que se echan de menos las habituales pinceladas de amargura y desengaño con las que la autora convierte en redondas las construcciones de sus personajes adultos contemporáneos, se echan de menos las incontables referencias al arte y a la cultura con las que Barceló nos propone jugar cuando escribe para nosotros, pero a cambio, Cordeluna posee una capacidad tal de provocar la empatía y la identificación del lector que la convierte en un catalizador de sensaciones, en un artefacto literario capaz de absorbernos como si se tratara de un objeto mágico.
Elia Barceló: «La literatura interviene en la realidad y la cambia y la conforma»
Dado que has frecuentado tantos, ¿el género en el que escribes condiciona tus estrategias narrativas? Como lectora, ¿crees en la construcción de géneros literarios?
—A mí los géneros literarios me parecen apasionantes por varias razones, a pesar de que no siempre me divierte el que en librerías, revistas y diarios se etiqueten las novelas. Como lectora, el género tiene la ventaja de que cuando buscas algo de ciertas características que te apetece en ese momento, lo encuentras con mucha rapidez y, en general, no defrauda tus expectativas.
Como escritora, el trabajar en un género concreto me proporciona dos de las cosas que más aprecio en la vida: desafío y libertad. Sé que puede parecer contradictorio, pero intentaré explicarme. Al elegir un género concreto para narrar una historia, una sabe cuál es la tradición, lo que ya se ha hecho y lo que nunca se ha intentado; lo que ha funcionado bien hasta la fecha y lo que no. Conoce las fronteras, las leyes y, aunque sea sólo aproximadamente, también las trampas y las limitaciones de ese género. Eso te plantea un desafío: ¿puedo hacerlo tan bien como lo han hecho los escritores a los que admiro?, ¿puedo, incluso, intentar ir un poco más allá?, ¿seré capaz de transgredir las leyes del género, pero de modo que el lector aún lo reconozca como perteneciente a él? Y ahí entra la libertad: una vez reconocido y asumido el campo en el que vas a moverte, empiezas a hacer lo que mejor te parece dentro de él. Es lo que hacen los poetas cuando escriben un soneto y lo que hacen los cocineros cuando reinventan una paella. En una novela negra tiene que haber un asesinato, en una paella tiene que haber arroz. El resto es libertad y riesgo.
En tus ficciones situadas en el pasado hay una revisión del papel tradicional de la mujer. Entre los escritores que hacen lo mismo, ¿cuales te interesan más?
—Me interesan en principio todos los escritores (uso el masculino genérico, pero por supuesto me refiero también a escritoras) que tienen una historia interesante que contar y la cuentan bien. Igual que soy versátil al escribir, soy omnívora al leer, pero en relación a papeles femeninos me gustan mucho autoras como Ursula K. LeGuin, Joanna Russ y James Tiptree Jr. que me alimentaron desde la adolescencia, igual que luego Carmen Martín Gaite y Gonzalo Torrente Ballester. También me encantan las novelas históricas de Bernard Cornwell, sobre todo la trilogía de El señor de la guerra.
Cuando trabajas con varios niveles temporales, como en Cordeluna, ¿cuales son tus principales preocupaciones estilísticas para diferenciarlos?
—Intento que la prosa se adapte un poco a la época sobre la que estoy escribiendo, sin llegar a ser lengua de entonces, trato de evitar meteduras de pata y anacronismos como usar medidas actuales, por ejemplo (kilómetros, segundos, etcétera) y hago lo posible por no caer en explicaciones innecesarias que entorpezcan la lectura —como describir cada arma que empuñan o cada prenda que se ponen—. En las partes contemporáneas me preocupo de que la lengua sea normal pero sin demasiadas expresiones pasajeras, de las que están de moda durante unos años y luego caen en el olvido, pero en principio no me planteo demasiados problemas: intento meterme en el mundo que estoy describiendo —para lo cual suelo leer unos cuantos libros escritos en la época sobre la que trabajo— y no pensar que estoy escribiendo novela histórica. Simplemente cuento una historia que pasa en otro tiempo, igual que sucede en otro lugar.
Por supuesto, antes de empezar a trabajar sobre un periodo histórico, me documento todo lo posible —no sólo historia política y grandes sucesos de la época, sino también muchísimo sobre vida cotidiana (cómo vestían, qué comían, qué horarios llevaban...) y mentalidad—; luego me voy haciendo una idea de cómo era la vida entonces, elijo sólo algunas de las cosas que sé —detesto agobiar al lector con mis conocimientos recién adquiridos—, digamos las más típicas o las que mejor describen la época o las más impactantes, y trabajo con ellas, dejándolas caer discretamente, sin darles un protagonismo que en su tiempo nunca tuvieron. Es como si ahora, en una novela contemporánea, un personaje oye sonar su móvil, ve que es la llamada que ha estado esperando y de la que depende su futuro y el narrador interrumpe la acción para contarnos qué es un móvil, quién lo inventó y cuándo empezó a usarse.
La posibilidad de lo imposible es uno de los temas que has tocado numerosas veces. ¿Crees que esto puede estar relacionado con una manera optimista de estar en el mundo? ¿La literatura puede intervenir en la realidad?
—Sí, tienes razón, es algo a lo que le doy vueltas constantemente sin poder evitarlo. Supongo que sí tiene que ver con una visión del mundo fundamentalmente optimista y también inconformista: me fastidia que me digan que hay cosas imposibles. Hace años, un personaje de una novela mía que nunca llegué a acabar decía: «Si puedes imaginar algo, existe. Y si existe y lo deseas, lo encontrarás en el tiempo». Eso es algo que yo también creo, aunque sepa que en esta vida no conseguiré encontrar muchas de las cosas que he imaginado y por tanto existen. Pero, como soy optimista, pienso que esta vida es sólo el principio (o la mitad o lo que sea) de algo mucho más grande.
Y claro que la literatura interviene en la realidad y la cambia y la conforma. La semana pasada estuve en Roma y me llevaron a ver un puente que hasta hace poco era un lugar desolado para enseñarme que, desde la publicación de una novela juvenil el año pasado en la que unos jóvenes enamorados sellan su amor cerrando un candado en una farola y tirando las dos llaves al río, las farolas de aquel puente se han llenado de candados, auténticos racimos de candados de todos los tipos y tamaños que han causado un escándalo en las sesiones del ayuntamiento porque el peso rompe las farolas y el río se está llenando de llaves de amor. ¡Si eso no es una muestra del poder de la literatura sobre la realidad!
—A mí los géneros literarios me parecen apasionantes por varias razones, a pesar de que no siempre me divierte el que en librerías, revistas y diarios se etiqueten las novelas. Como lectora, el género tiene la ventaja de que cuando buscas algo de ciertas características que te apetece en ese momento, lo encuentras con mucha rapidez y, en general, no defrauda tus expectativas.
Como escritora, el trabajar en un género concreto me proporciona dos de las cosas que más aprecio en la vida: desafío y libertad. Sé que puede parecer contradictorio, pero intentaré explicarme. Al elegir un género concreto para narrar una historia, una sabe cuál es la tradición, lo que ya se ha hecho y lo que nunca se ha intentado; lo que ha funcionado bien hasta la fecha y lo que no. Conoce las fronteras, las leyes y, aunque sea sólo aproximadamente, también las trampas y las limitaciones de ese género. Eso te plantea un desafío: ¿puedo hacerlo tan bien como lo han hecho los escritores a los que admiro?, ¿puedo, incluso, intentar ir un poco más allá?, ¿seré capaz de transgredir las leyes del género, pero de modo que el lector aún lo reconozca como perteneciente a él? Y ahí entra la libertad: una vez reconocido y asumido el campo en el que vas a moverte, empiezas a hacer lo que mejor te parece dentro de él. Es lo que hacen los poetas cuando escriben un soneto y lo que hacen los cocineros cuando reinventan una paella. En una novela negra tiene que haber un asesinato, en una paella tiene que haber arroz. El resto es libertad y riesgo.
En tus ficciones situadas en el pasado hay una revisión del papel tradicional de la mujer. Entre los escritores que hacen lo mismo, ¿cuales te interesan más?
—Me interesan en principio todos los escritores (uso el masculino genérico, pero por supuesto me refiero también a escritoras) que tienen una historia interesante que contar y la cuentan bien. Igual que soy versátil al escribir, soy omnívora al leer, pero en relación a papeles femeninos me gustan mucho autoras como Ursula K. LeGuin, Joanna Russ y James Tiptree Jr. que me alimentaron desde la adolescencia, igual que luego Carmen Martín Gaite y Gonzalo Torrente Ballester. También me encantan las novelas históricas de Bernard Cornwell, sobre todo la trilogía de El señor de la guerra.
Cuando trabajas con varios niveles temporales, como en Cordeluna, ¿cuales son tus principales preocupaciones estilísticas para diferenciarlos?
—Intento que la prosa se adapte un poco a la época sobre la que estoy escribiendo, sin llegar a ser lengua de entonces, trato de evitar meteduras de pata y anacronismos como usar medidas actuales, por ejemplo (kilómetros, segundos, etcétera) y hago lo posible por no caer en explicaciones innecesarias que entorpezcan la lectura —como describir cada arma que empuñan o cada prenda que se ponen—. En las partes contemporáneas me preocupo de que la lengua sea normal pero sin demasiadas expresiones pasajeras, de las que están de moda durante unos años y luego caen en el olvido, pero en principio no me planteo demasiados problemas: intento meterme en el mundo que estoy describiendo —para lo cual suelo leer unos cuantos libros escritos en la época sobre la que trabajo— y no pensar que estoy escribiendo novela histórica. Simplemente cuento una historia que pasa en otro tiempo, igual que sucede en otro lugar.
Por supuesto, antes de empezar a trabajar sobre un periodo histórico, me documento todo lo posible —no sólo historia política y grandes sucesos de la época, sino también muchísimo sobre vida cotidiana (cómo vestían, qué comían, qué horarios llevaban...) y mentalidad—; luego me voy haciendo una idea de cómo era la vida entonces, elijo sólo algunas de las cosas que sé —detesto agobiar al lector con mis conocimientos recién adquiridos—, digamos las más típicas o las que mejor describen la época o las más impactantes, y trabajo con ellas, dejándolas caer discretamente, sin darles un protagonismo que en su tiempo nunca tuvieron. Es como si ahora, en una novela contemporánea, un personaje oye sonar su móvil, ve que es la llamada que ha estado esperando y de la que depende su futuro y el narrador interrumpe la acción para contarnos qué es un móvil, quién lo inventó y cuándo empezó a usarse.
La posibilidad de lo imposible es uno de los temas que has tocado numerosas veces. ¿Crees que esto puede estar relacionado con una manera optimista de estar en el mundo? ¿La literatura puede intervenir en la realidad?
—Sí, tienes razón, es algo a lo que le doy vueltas constantemente sin poder evitarlo. Supongo que sí tiene que ver con una visión del mundo fundamentalmente optimista y también inconformista: me fastidia que me digan que hay cosas imposibles. Hace años, un personaje de una novela mía que nunca llegué a acabar decía: «Si puedes imaginar algo, existe. Y si existe y lo deseas, lo encontrarás en el tiempo». Eso es algo que yo también creo, aunque sepa que en esta vida no conseguiré encontrar muchas de las cosas que he imaginado y por tanto existen. Pero, como soy optimista, pienso que esta vida es sólo el principio (o la mitad o lo que sea) de algo mucho más grande.
Y claro que la literatura interviene en la realidad y la cambia y la conforma. La semana pasada estuve en Roma y me llevaron a ver un puente que hasta hace poco era un lugar desolado para enseñarme que, desde la publicación de una novela juvenil el año pasado en la que unos jóvenes enamorados sellan su amor cerrando un candado en una farola y tirando las dos llaves al río, las farolas de aquel puente se han llenado de candados, auténticos racimos de candados de todos los tipos y tamaños que han causado un escándalo en las sesiones del ayuntamiento porque el peso rompe las farolas y el río se está llenando de llaves de amor. ¡Si eso no es una muestra del poder de la literatura sobre la realidad!
Cuando Elia dice que esta vida es la mitad de algo mucho más grande... me quedo -no puedo remediarlo- pensando qué mitad.
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