V Premio Caja Madrid de Ensayo. Lengua de Trapo, Madrid, 2007. 352 pp. 20,80 €
Elvira Navarro
Elvira Navarro
¿Es la objetividad del conocimiento científico el mito por excelencia de las sociedades occidentales? Ya Nietzsche había señalado que la ciencia como increencia es ideología. La Escuela de Frankfurt puso el acento en el concepto de racionalidad instrumental para denunciar a qué dioses servían el positivismo, el empirismo y las ciencias nomológicas (dioses que siguen siendo los nuestros: capitalismo y burguesía), y teóricos del conocimiento como Kuhn, Toulmin, Lakatos o Polanyi afirmaron que los criterios de evaluación de la racionalidad de las teorías científicas no podrían ser nunca universales, sino que dependerían del contexto de la teoría a evaluar.
En La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad, Juanma Sánchez Arteaga (1974) da otra vuelta de tuerca a la cuestión de la ciencia como fórmula magistral para aprehender la naturaleza analizando un caso concreto: la aparición en el siglo XIX de la teoría de la evolución de las especies, en la cual se agazaparon no pocos prejuicios que sirvieron para justificar la expansión colonial que habría de alimentar a la economía de mercado. Partiendo de la euforia cientifista que se apoderó de la sociedad occidental durante la implantación de la industria y el avance de las ciencias naturales, Sánchez Arteaga analiza de qué manera el pensamiento precientífico se inoculó en la ortodoxia teórica sobre la evolución de la especie humana haciendo una comparativa entre el proceder del pensamiento mítico y el científico, ambos encargados de construir una verdad sobre el mundo. Sin perder de vista que todas las culturas establecen los parámetros de lo que se considera la objetividad, y de que ésta sirve a una estructura que ordena el tejido social y económico (o dicho de otro modo: que sirve al poder), en La razón salvaje se rastrea la relación entre la Verdad y el Poder en el darwinismo, y por extensión en la sociedad occidental del XIX y principios del XX. Así, en la moderna teoría de la evolución toma forma científica la guerra de todos contra todos de Hobbes a través del concepto de lucha por la supervivencia, que sirve como marco para justificar científicamente otra hipótesis precientífica, a saber: la del salvaje como el eslabón perdido entre el hombre y el simio. Para la corriente poligenista de la antropología, el salvaje era una especie distinta e inferior al Homo europaeus albacens (es decir, y por si no queda claro, al hombre blanco) y, grosso modo, las razas que no eran la blanca aún no habían alcanzado el estadio evolutivo al que se había llegado en Occidente. El propio Darwin, que no sostenía la idea de que las razas fueran especies distintas, afirmaba: «En un momento del futuro, sin duda no muy alejado si lo medimos por siglos, las razas civilizadas del hombre casi con toda certeza exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes a lo largo y ancho del mundo» [Darwin, 1871, 201].
¿Qué consecuencia se derivó de “demostrar científicamente” la supremacía del hombre blanco y de convertir una determinada praxis —léase imperialismo— en algo inherente a la especie? La respuesta es obvia: la puerta quedó abierta para la justificación ética, en virtud de la selección natural, del sometimiento, el expolio de las poblaciones colonizadas e incluso la aniquilación de pueblos enteros. Sirva como ejemplo de esto último la desaparición de los tasmanos en Oceanía a manos de los ingleses, quienes organizaban cacerías con perros y rifles. Dice Sánchez Arteaga al respecto: «El genocidio continuó de forma ininterrumpida hasta que se completó el exterminio absoluto de los últimos tasmanos, previamente llevados a Europa, donde fueron exhibidos como bestias —o como esqueletos, más tarde— en diversos congresos, museos y ferias antropológicas» (p. 50). Asimismo, gracias a la ciencia, en Virginia, Carolina del Norte, Maryland, Kentucky, Tenesse y Missouri los plantadores pudieron emplearse (con la conciencia bien tranquila, puesto que se dedicaban al progreso selectivo) en «la producción y en la exportación del ganado y de los hombres […]» sacados de criaderos de negros: «Y aquellos hombres, fuerza es decirlo, eran verdaderamente bellos, admirables muestras de ciencia práctica de los criadores» [Meyer, 1989, 103].
Sánchez Arteaga pone el acento en cómo la transformación «de las fuerzas sociales y los medios de producción hacia un capitalismo global de carácter imperialista» (p. 208) fue acompañada de un cambio en la ideología: se pasó de un paradigma religioso cristiano a otro científico para desvelar los misterios del mundo; paradigma en el que estamos aún inmersos y que debe su éxito a la superioridad tecnocientífica de las sociedades occidentales. En este sentido, La razón salvaje es un recomendable aviso de lo que esconde aquello que llamamos objetividad, que por cierto ha sido absorbida por la mano invisible del mercado con la que los neoliberales pretenden estar más allá de toda ideología.
En La razón salvaje. La lógica del dominio: tecnociencia, racismo y racionalidad, Juanma Sánchez Arteaga (1974) da otra vuelta de tuerca a la cuestión de la ciencia como fórmula magistral para aprehender la naturaleza analizando un caso concreto: la aparición en el siglo XIX de la teoría de la evolución de las especies, en la cual se agazaparon no pocos prejuicios que sirvieron para justificar la expansión colonial que habría de alimentar a la economía de mercado. Partiendo de la euforia cientifista que se apoderó de la sociedad occidental durante la implantación de la industria y el avance de las ciencias naturales, Sánchez Arteaga analiza de qué manera el pensamiento precientífico se inoculó en la ortodoxia teórica sobre la evolución de la especie humana haciendo una comparativa entre el proceder del pensamiento mítico y el científico, ambos encargados de construir una verdad sobre el mundo. Sin perder de vista que todas las culturas establecen los parámetros de lo que se considera la objetividad, y de que ésta sirve a una estructura que ordena el tejido social y económico (o dicho de otro modo: que sirve al poder), en La razón salvaje se rastrea la relación entre la Verdad y el Poder en el darwinismo, y por extensión en la sociedad occidental del XIX y principios del XX. Así, en la moderna teoría de la evolución toma forma científica la guerra de todos contra todos de Hobbes a través del concepto de lucha por la supervivencia, que sirve como marco para justificar científicamente otra hipótesis precientífica, a saber: la del salvaje como el eslabón perdido entre el hombre y el simio. Para la corriente poligenista de la antropología, el salvaje era una especie distinta e inferior al Homo europaeus albacens (es decir, y por si no queda claro, al hombre blanco) y, grosso modo, las razas que no eran la blanca aún no habían alcanzado el estadio evolutivo al que se había llegado en Occidente. El propio Darwin, que no sostenía la idea de que las razas fueran especies distintas, afirmaba: «En un momento del futuro, sin duda no muy alejado si lo medimos por siglos, las razas civilizadas del hombre casi con toda certeza exterminarán y reemplazarán a las razas salvajes a lo largo y ancho del mundo» [Darwin, 1871, 201].
¿Qué consecuencia se derivó de “demostrar científicamente” la supremacía del hombre blanco y de convertir una determinada praxis —léase imperialismo— en algo inherente a la especie? La respuesta es obvia: la puerta quedó abierta para la justificación ética, en virtud de la selección natural, del sometimiento, el expolio de las poblaciones colonizadas e incluso la aniquilación de pueblos enteros. Sirva como ejemplo de esto último la desaparición de los tasmanos en Oceanía a manos de los ingleses, quienes organizaban cacerías con perros y rifles. Dice Sánchez Arteaga al respecto: «El genocidio continuó de forma ininterrumpida hasta que se completó el exterminio absoluto de los últimos tasmanos, previamente llevados a Europa, donde fueron exhibidos como bestias —o como esqueletos, más tarde— en diversos congresos, museos y ferias antropológicas» (p. 50). Asimismo, gracias a la ciencia, en Virginia, Carolina del Norte, Maryland, Kentucky, Tenesse y Missouri los plantadores pudieron emplearse (con la conciencia bien tranquila, puesto que se dedicaban al progreso selectivo) en «la producción y en la exportación del ganado y de los hombres […]» sacados de criaderos de negros: «Y aquellos hombres, fuerza es decirlo, eran verdaderamente bellos, admirables muestras de ciencia práctica de los criadores» [Meyer, 1989, 103].
Sánchez Arteaga pone el acento en cómo la transformación «de las fuerzas sociales y los medios de producción hacia un capitalismo global de carácter imperialista» (p. 208) fue acompañada de un cambio en la ideología: se pasó de un paradigma religioso cristiano a otro científico para desvelar los misterios del mundo; paradigma en el que estamos aún inmersos y que debe su éxito a la superioridad tecnocientífica de las sociedades occidentales. En este sentido, La razón salvaje es un recomendable aviso de lo que esconde aquello que llamamos objetividad, que por cierto ha sido absorbida por la mano invisible del mercado con la que los neoliberales pretenden estar más allá de toda ideología.
Acabo de leerlo estas vacaciones de semana santa y es muy destacable la parte dedicada a la antropologia en el siglo XIX asi como el resumen que presenta sobre Filosofia de la ciencia.
ResponderEliminarLastima que las conclusiones parezcan extraidas de una tesis doctoral y son demasiado abstractas.