jueves, febrero 08, 2007

Trilby, George du Maurier

Traducción y postfacio de Max Lacruz. Funambulista, Madrid, 2006. 460 pp. 25,50 €

Marta Sanz

Trilby
de Georges du Maurier es, según reza en su faja promocional, el primer best seller en la historia de la literatura. El apellido du Maurier nos remite a Daphne, la maravillosa escritora de Rebeca y nieta de Georges. Unos dibujos de los personajes y situaciones de la novela, firmados por el propio du Maurier, ilustran el volumen de la edición de Funambulista y ayudan a poner cara a Trilby, a Taffy, a Svengali... Enseguida, me atrapan el clima alegre de la prosa, la potencia de los personajes, su encantadora ingenuidad. Me siento hipnotizada —igual que cuando de niña llegaba el domingo y me daban dinero para que me comprara un tebeo, igual que Trilby— por las aventuras de tres pintores británicos, Little Billee, Laird y Taffy en el Barrio Latino de París. Los tres se enamoran de la bella, aunque no canónicamente bella, Trilby O'Farrell: ella se dedica al planchado fino, tiene una voz potente que le brota como un vómito a causa de su falta de oído musical, lía cigarrillos que fuma en el estudio de los pintores, frecuentado entre otros por Svengali, y es modelo de desnudos. Trilby tiene unos pies bellísimos y un bellísimo corazón que se le puede ver a través de los pies, porque sus pies son el espejo de su alma. Trilby elige al sensible, moralista y bien dotado —para la pintura—, Little Billee, ante la mirada de Taffy, el buen gigante que vive su amor en silencio, y de Laird, el gracioso y confortable Laird que, por su condición aparentemente inofensiva, recibe las caricias de Trilby. El lector sabe que Laird estará subiéndose por las paredes, en cuanto a Svengali... Trilby le saca la cabeza a Little Billee y este detalle, junto al tabaquismo de la heroína, la hermosura de sus pies o la hipocondría de Billee, nos hablan de un escritor —de un dibujante— que cumple el requisito básico para la creación artística: saber mirar y capturar lo que de diferente hay en las cosas “convencionales”. En Trilby se pone de manifiesto el contraste entre el arte y la vida, el ideal y el sentido práctico, el deber y la bohemia, la juventud y la madurez, el Dios misericordioso y el Dios represor, la fantasía y las rutinas, la magia y la ciencia...
La familia du Maurier tenía mano para lo siniestro y para lo visual: la cara de Joan Fontaine está en las páginas de Rebeca, igual que los recovecos de Manderlay, y quizás, por esas aptitudes para la exageración cómica y terrible de la existencia, y para la construcción de la sensorialidad a través del lenguaje, Georges fue un magnífico caricaturista. La versión cinematográfica de Trilby la firma en 1931 Archie L. Mayo, y el actor John Barrymore es un calco de los dibujos de Svengali que hizo du Maurier: la cara de Barrymore, con los ojos en blanco, mientras hipnotiza a Trilby, ha pasado a formar parte del imaginario universal del género fantástico. Pero esa cara, ya estaba dentro de la cabeza de du Maurier y el término “svengali” ha pasado a designar, en la lengua inglesa, a ese tipo de personas que quiere apropiarse de la voluntad del otro.
El cine subraya el lado siniestro y mágico —es memorable la imagen del espíritu de Svengaly que sobrevuela los tejados de París para entrar en la habitación de Trilby—, la morbosidad romántica de una historia que du Maurier ofreció a su amigo Henry James; con inteligencia, James la rechazó, probablemente porque se conocía a sí mismo: Trilby no podía ser una historia para Henry, quien hubiera hecho de ella o bien un relato fantasmagórico, o bien un retrato de la moral victoriana enfrentada a los espíritus libres que pueblan el mundo del arte: Trilby O'Farrel no llegaría a ser una de sus estupendas damas estadounidenses, activas y un pelín vividoras y/o experimentales, pseudodesprejuiciadas, en contraposición al estrecho mundo de su imposible familia política... Hizo bien Mr. James en dejar la historia en manos de du Maurier porque, si Trilby sienta un precedente respecto al significado del best seller, es por su facilidad para transmitir imágenes nítidas —nunca las brumas psicológicas jamesianas que convierten algunos personajes en demasiado grandes para un lector acostumbrado a las simplificaciones en el dibujo—, su capacidad funambulesca para mantener el equilibrio en el alambre de lo inverosímil y por su casi enloquecida combinación de muchos y distintos registros: el eclecticismo de esta novela es, en gran medida, lo que entretiene al lector. El elemento fantástico, avalado por la razón científica del mesmerismo y la hipnosis, que tantos frutos dio en la literatura y el cine —recuerdo Los hechos en el caso del Dr. Valdemar—, se conjuga con digresiones sobre el arte, la religión y sus morales derivadas; la descripción de enfermedades románticas —Trilby se apaga como se marchita una rosa— se combina con la borrachera, con el retrato costumbrista de la bohemia y con el chiste; el enamoramiento hasta la médula y las grandes promesas, es decir, los elementos folletinescos —Trilby renuncia al amor de Little Billee para no destrozarle la vida y eso la convierte en buena y generosa a ojos de la madre de Billee, de sus amigos, del narrador y del propio du Maurier; también a ojos de unos lectores que la redimen de la culpa, casi insoportable para Billee, de que su amada haya posado desnuda—, con la transcripción de canciones e incluso con el guiño metalingüístico —Taffy debería enamorarse de la hermana de Billee desde el mismo instante en que ella se presenta en París, pero el narrador advierte de que las cosas no siempre suceden, tampoco en las novelas, como sería previsible...—. Combinaciones de elementos que no están lejos de la sensibilidad actual de los lectores de best sellers... Los que no somos lectores asiduos de best sellers encontramos muchos y buenos argumentos para saber en qué reside nuestra fascinación por este delicadísimo, conservador y falsamente ingenuo pastiche, que encierra no una, sino varias grandes historias.
Mi padre descubre en su biblioteca otro libro, que ha resultado ser el mismo que yo estaba leyendo: Svengali, publicado por José Janés, en Barcelona, dentro de la colección El manantial que no cesa, en 1947. Mi padre recuerda que Svengali fue uno de esos libros que marcó su propia infancia: el mesmerismo, la hipnosis, las imágenes en las que Svengali, el sucio, innoble y, sin embargo, superdotado músico —se puede ser malo y bueno a la vez y esto narrativamente es importante, porque su antagonista, Little Billee, resulta neurótico, antipático, engreído y estrecho— atrapa y padece los dolores de esa ingenua Trilby a quien, bajo su influjo, acabará convirtiendo en la cantante de ópera más famosa de su época. Svengali es una novela que pasó a formar parte de la sentimentalidad indeleble del niño que fue mi padre; Trilby es una novela que los lectores adultos leemos con la misma emoción que los libros de la infancia.

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