Trad. Julieta Carmona. El Aleph, Barcelona, 2006. 285 pp. 18 €
Alberto Luque Cortina
Una enorme nube del tipo cúmulo-nimbo se desplaza mansamente por el cielo de París. El modisto japonés Akira Kumo disecciona el fenómeno: calcula que se halla entre seiscientos y novecientos metros de altura, y que su peso aproximado es de cien mil toneladas. La observación de las nubes parece destinada a los soñadores y a los científicos, pero Akira Kumo no responde a ninguna de estas dos tipologías. Akira es un hombre viejo, atormentado por otra nube, monstruosa, de la que fue testigo una mañana de 1945, en Hiroshima. La visión de la nube parisina, más benévola, no despierta ya ningún sentimiento en su viejo corazón: él sólo piensa en morir. Su tiempo ha acabado, y su existencia se diluye con la serenidad con que avanza la gran masa de agua por el cielo de París.
La teoría de las nubes llega ahora a nuestras librerías precedida de un notable éxito en Francia. El hilo conductor de la novela es la relación entre Akira Kumo, un famoso diseñador japonés propietario de una de las colecciones de libros sobre nubes más importantes del mundo, y una joven llamada Virginie Latour. Virginie ha sido contratada para inventariar la biblioteca de Akira, pero pronto, sin pretenderlo, se convierte en la receptora de una serie de historias que versan sobre nubes y sobre las personas que hicieron de ellas la gran obsesión de sus vidas.
Estos relatos, en los que se mezcla la realidad y la ficción, manifiestan una intensa vocación oral, muy ligada al plano temporal, similar de alguna manera a la que encontramos en los cuentos de El Decamerón o de Las mil y una noches, donde los cuentos sirven para pasar el tiempo o para evitar un desenlace sujeto a un plazo concreto. La temporalidad del relato oral se desenvuelve casi siempre en una escala mayor, que se concreta en la necesidad de prolongarse o de “sobrevivir” uno mismo en, y a través de, el relato. Akira, sin embargo, no pretende luchar contra el tiempo al contar sus historias: éstas no cumplen la función del cronómetro, sino que actúan como metrónomo de un tiempo que se extingue inevitablemente. De hecho, Akira morirá cuando haya finalizado la historia más importante: la suya.
A través de las páginas de La teoría de las nubes surgen numerosas historias entrecruzadas de muy distinta ambición. Todas ellas tienen en común el deseo nunca satisfecho de sus protagonistas de captar y fijar la magnitud evanescente de las nubes. Luke Howard, el hombre que a principios del siglo XIX estableció una clasificación nominal de las nubes, deja paso al oscuro pintor Carmichael, quien enloqueció en su deseo de pintarlas, o al filántropo Richard Abercrombie, cuya obsesión por fotografiar las nubes le arrastró a un viaje sorprendente alrededor del mundo.
La teoría de las nubes es un libro sin claves en el que Stéphane Audeguy, desde una visión contemporánea, aborda la existencia humana con la misma perplejidad con la que un observador sin prejuicios alza la vista para contemplar el paso manso de una nube, igual de etérea, enigmática, hermosa, e insignificante.
Alberto Luque Cortina
Una enorme nube del tipo cúmulo-nimbo se desplaza mansamente por el cielo de París. El modisto japonés Akira Kumo disecciona el fenómeno: calcula que se halla entre seiscientos y novecientos metros de altura, y que su peso aproximado es de cien mil toneladas. La observación de las nubes parece destinada a los soñadores y a los científicos, pero Akira Kumo no responde a ninguna de estas dos tipologías. Akira es un hombre viejo, atormentado por otra nube, monstruosa, de la que fue testigo una mañana de 1945, en Hiroshima. La visión de la nube parisina, más benévola, no despierta ya ningún sentimiento en su viejo corazón: él sólo piensa en morir. Su tiempo ha acabado, y su existencia se diluye con la serenidad con que avanza la gran masa de agua por el cielo de París.
La teoría de las nubes llega ahora a nuestras librerías precedida de un notable éxito en Francia. El hilo conductor de la novela es la relación entre Akira Kumo, un famoso diseñador japonés propietario de una de las colecciones de libros sobre nubes más importantes del mundo, y una joven llamada Virginie Latour. Virginie ha sido contratada para inventariar la biblioteca de Akira, pero pronto, sin pretenderlo, se convierte en la receptora de una serie de historias que versan sobre nubes y sobre las personas que hicieron de ellas la gran obsesión de sus vidas.
Estos relatos, en los que se mezcla la realidad y la ficción, manifiestan una intensa vocación oral, muy ligada al plano temporal, similar de alguna manera a la que encontramos en los cuentos de El Decamerón o de Las mil y una noches, donde los cuentos sirven para pasar el tiempo o para evitar un desenlace sujeto a un plazo concreto. La temporalidad del relato oral se desenvuelve casi siempre en una escala mayor, que se concreta en la necesidad de prolongarse o de “sobrevivir” uno mismo en, y a través de, el relato. Akira, sin embargo, no pretende luchar contra el tiempo al contar sus historias: éstas no cumplen la función del cronómetro, sino que actúan como metrónomo de un tiempo que se extingue inevitablemente. De hecho, Akira morirá cuando haya finalizado la historia más importante: la suya.
A través de las páginas de La teoría de las nubes surgen numerosas historias entrecruzadas de muy distinta ambición. Todas ellas tienen en común el deseo nunca satisfecho de sus protagonistas de captar y fijar la magnitud evanescente de las nubes. Luke Howard, el hombre que a principios del siglo XIX estableció una clasificación nominal de las nubes, deja paso al oscuro pintor Carmichael, quien enloqueció en su deseo de pintarlas, o al filántropo Richard Abercrombie, cuya obsesión por fotografiar las nubes le arrastró a un viaje sorprendente alrededor del mundo.
La teoría de las nubes es un libro sin claves en el que Stéphane Audeguy, desde una visión contemporánea, aborda la existencia humana con la misma perplejidad con la que un observador sin prejuicios alza la vista para contemplar el paso manso de una nube, igual de etérea, enigmática, hermosa, e insignificante.
sin más valoración por ahora, una sóla cosa: menos mal que no eres amigo mío, porque te torcería el cuello cada vez que me contaras el final de una película...¿has oído hablar de la sorpresa?..¿por qué no dejas que los lectores descubran quién muere o quién no muere por ellos mismos? saludos, sin acritud -ya me había leído el libro-
ResponderEliminar2)..por cierto: la traducción deja bastante que desear, no sólo en la traslación del francés, sino también en el uso del castellano y su sintaxis. -soy el mismo anónimo lector de hace unos segundos-
ResponderEliminarpara anónimo:
ResponderEliminarme gustaría saber si, para juzgar con tanta malicia, has tenido la oportunidad de cotejar la traducción con el original.