Trad. Ana María de la Fuente. Salamandra, Barcelona, 2006. 476 pp. 18,50 €
Guillermo Ruiz Villagordo
La tercera novela de la gran esperanza negra británica Zadie Smith es un homenaje a Regreso a Howards End de E. M. Forster. Eso era lo único que sabía con certeza antes de emprender su lectura. Por eso me pareció que lo mejor sería leer la obra homenajeada y rellenar en parte mis lagunas en cuanto a literatura inglesa de corte victoriano.
Y he aquí que lo que me encuentro desde las primeras páginas es un calculado remake en el que hay de todo: capítulos que se estructuran de manera idéntica, como el intercambio epistolar del primero sustituido aquí por uno emailístisco; frases perfectamente reconocibles que se mantienen tal cual, como la que abre sendos capítulos segundos; escenas replanteadas sobre una misma base, como aquélla en la que asistimos junto con los Belsey a un concierto y compartimos las reflexiones de Zora sobre la obra que suena, recreadas con la misma delicia que en el original, con el juego añadido de cambiar la composición musical de la que se habla. Esta sensación de simple “puesta al día”, muy fuerte al comienzo, se va diluyendo a medida que avanza la trama, reconociéndose a partir de entonces sólo algunos momentos claves (lo que por otra parte también tendría explicación en mi caso porque era al comienzo cuando tenía la lectura forstiana más fresca y podía establecer con mayor claridad las comparaciones). Pero no deja de ser una sensación, porque de simple nada de nada.
Pero, ¿para qué enredarse en hablar de las semejanzas con la obra de Forster si no es en absoluto necesario conocerla para acercarse a esta otra? Pasemos entonces a la historia, que transcurre en el ambiente académico de Wellington, exclusiva universidad americana donde se encontrarán los archienemigos Howard (¿les recuerda algo?) Belsey y Monty Kipps, enfrentados por sus personales visiones sobre Rembrandt y por sus concepciones políticas, liberal la de uno y conservadora la del otro. Junto con este territorio concreto —el mundillo universitario, con sus peleas internas, su superficialidad, su orgullo—, privilegiado hasta el punto de gozar de un tratamiento propio de un personaje más, encontramos otro más íntimo, el abstracto mundo de las relaciones sentimentales y sociales en todo tipo de ámbitos —blancos y negros, profesores y alumnos, marido y mujer, padres e hijos de una generación y de otra—, de una complejidad considerable y sin embargo expuesto con una sencillez y naturalidad portentosas. Sus protagonistas principales son la familia de Howard, compuesta por sus tres hijos —Jerome, recientemente convertido a la fe cristiana; Levi, apasionado por la causa haitiana y en general cualquiera que tenga que ver con su raza; y Zora, estudiante aplicada y ambiciosa— y su esposa Kiki, una antigua activista en tiempos delgada y hermosa y ahora sólo hermosa, a la que le es infiel con una profesora amiga de ambos. Del resto de personajes, no hay que dejar de mencionar a Carl Thomas, el “chico de la calle”, hip-hopero genial, al que Zora quiere salvar de su condición incorporándolo al ambiente universitario “rebosante de oportunidades” y conseguir de paso algo de él.
Destacar que los personajes de mayor entidad son de raza negra, a excepción del cincuentón Howard, oveja “blanca” de su familia. Esto permite a la autora revisar y profundizar una amplia gama de roles sociales mediante los que romper (o no) con tópicos manidos: el poeta urbano, el vendedor de top manta, el inmigrante pobre caribeño junto al inmigrante rico caribeño, el explotado dependiente de una tienda de discos, el académico triunfante, la obesa feminista... Es evidente que la “cuestión negra” abarca una parte considerable de la novela, pero lo cierto es que hay mil y una cuestiones que son debatidas aquí y allá. Su gran riqueza consiste en analizar diversas posiciones en cierto sentido radicales y las consecuencias tanto de mantenerlas como de vulnerarlas —puesto que cada personaje se posiciona respecto a algo frente a otro— y hacerlo mediante un narrador omnisciente que nos permite conocer su punto de vista sin intermediarios patentes.
Ahora que lo pienso, yendo más allá, el homenaje de la autora al exquisito inglés no se encuentra sólo en esta obra sino en el tono satírico, la potente introspección de sus personajes, la condensación de órdenes sociales en un microcosmos narrativo, de sus otras dos novelas. Pero si hubiera que destacar algo verdaderamente profundo que una de manera singular Sobre la belleza con Regreso a Howards End es la creación de unas personalidades fuertes, unas actitudes y unas ideologías enfrentadas con tragicómica convicción en una farsa realista de perfecta credibilidad, una de las tareas más complicadas a las que puede hacer frente un escritor.
Guillermo Ruiz Villagordo
La tercera novela de la gran esperanza negra británica Zadie Smith es un homenaje a Regreso a Howards End de E. M. Forster. Eso era lo único que sabía con certeza antes de emprender su lectura. Por eso me pareció que lo mejor sería leer la obra homenajeada y rellenar en parte mis lagunas en cuanto a literatura inglesa de corte victoriano.
Y he aquí que lo que me encuentro desde las primeras páginas es un calculado remake en el que hay de todo: capítulos que se estructuran de manera idéntica, como el intercambio epistolar del primero sustituido aquí por uno emailístisco; frases perfectamente reconocibles que se mantienen tal cual, como la que abre sendos capítulos segundos; escenas replanteadas sobre una misma base, como aquélla en la que asistimos junto con los Belsey a un concierto y compartimos las reflexiones de Zora sobre la obra que suena, recreadas con la misma delicia que en el original, con el juego añadido de cambiar la composición musical de la que se habla. Esta sensación de simple “puesta al día”, muy fuerte al comienzo, se va diluyendo a medida que avanza la trama, reconociéndose a partir de entonces sólo algunos momentos claves (lo que por otra parte también tendría explicación en mi caso porque era al comienzo cuando tenía la lectura forstiana más fresca y podía establecer con mayor claridad las comparaciones). Pero no deja de ser una sensación, porque de simple nada de nada.
Pero, ¿para qué enredarse en hablar de las semejanzas con la obra de Forster si no es en absoluto necesario conocerla para acercarse a esta otra? Pasemos entonces a la historia, que transcurre en el ambiente académico de Wellington, exclusiva universidad americana donde se encontrarán los archienemigos Howard (¿les recuerda algo?) Belsey y Monty Kipps, enfrentados por sus personales visiones sobre Rembrandt y por sus concepciones políticas, liberal la de uno y conservadora la del otro. Junto con este territorio concreto —el mundillo universitario, con sus peleas internas, su superficialidad, su orgullo—, privilegiado hasta el punto de gozar de un tratamiento propio de un personaje más, encontramos otro más íntimo, el abstracto mundo de las relaciones sentimentales y sociales en todo tipo de ámbitos —blancos y negros, profesores y alumnos, marido y mujer, padres e hijos de una generación y de otra—, de una complejidad considerable y sin embargo expuesto con una sencillez y naturalidad portentosas. Sus protagonistas principales son la familia de Howard, compuesta por sus tres hijos —Jerome, recientemente convertido a la fe cristiana; Levi, apasionado por la causa haitiana y en general cualquiera que tenga que ver con su raza; y Zora, estudiante aplicada y ambiciosa— y su esposa Kiki, una antigua activista en tiempos delgada y hermosa y ahora sólo hermosa, a la que le es infiel con una profesora amiga de ambos. Del resto de personajes, no hay que dejar de mencionar a Carl Thomas, el “chico de la calle”, hip-hopero genial, al que Zora quiere salvar de su condición incorporándolo al ambiente universitario “rebosante de oportunidades” y conseguir de paso algo de él.
Destacar que los personajes de mayor entidad son de raza negra, a excepción del cincuentón Howard, oveja “blanca” de su familia. Esto permite a la autora revisar y profundizar una amplia gama de roles sociales mediante los que romper (o no) con tópicos manidos: el poeta urbano, el vendedor de top manta, el inmigrante pobre caribeño junto al inmigrante rico caribeño, el explotado dependiente de una tienda de discos, el académico triunfante, la obesa feminista... Es evidente que la “cuestión negra” abarca una parte considerable de la novela, pero lo cierto es que hay mil y una cuestiones que son debatidas aquí y allá. Su gran riqueza consiste en analizar diversas posiciones en cierto sentido radicales y las consecuencias tanto de mantenerlas como de vulnerarlas —puesto que cada personaje se posiciona respecto a algo frente a otro— y hacerlo mediante un narrador omnisciente que nos permite conocer su punto de vista sin intermediarios patentes.
Ahora que lo pienso, yendo más allá, el homenaje de la autora al exquisito inglés no se encuentra sólo en esta obra sino en el tono satírico, la potente introspección de sus personajes, la condensación de órdenes sociales en un microcosmos narrativo, de sus otras dos novelas. Pero si hubiera que destacar algo verdaderamente profundo que una de manera singular Sobre la belleza con Regreso a Howards End es la creación de unas personalidades fuertes, unas actitudes y unas ideologías enfrentadas con tragicómica convicción en una farsa realista de perfecta credibilidad, una de las tareas más complicadas a las que puede hacer frente un escritor.
excelente tu blog. y el rigor con el que analizás textos.
ResponderEliminarEn su día leí 'Dientes Blancos' (White Teeth) de forma apasionada y casi convulsiva. Con 'Sobre la Belleza' (On Beauty) me ha ocurrido algo parecido. Una novela ambiciosa, de personajes, qué, como señalas, pretende al mismo tiempo retratar el mundo académico y sus envidias, las relaciones de pareja, la obsesión por sentirse joven, la necesidad de ser aceptado... Todo ello enmarcado (como en sus anteriores novelas) en una comunidad multirracial, y multicultural y en torno a las tensiones (o sinergias) que de ello se derivan. En mi opinión el (o los) objetivos, las pretensiones, no son completamente satisfechos. Pero sí en parte. Y esa parte merece la pena.
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