Ediciones Destino, Barcelona, 2006. 168 pp. 14 €
Javier Fernández
La invención de Morel narra un extraño artificio de ciencia ficción: el de la coexistencia, en el tiempo del relato y el espacio de una isla, del protagonista y una suerte de humanos espectrales con los que misteriosamente se ve forzado a convivir —o, mejor dicho, a los que se ve forzado a observar— y cuya naturaleza se va desvelando con las páginas. En apariencia, Bioy Casares sumerge al lector en un enfrentamiento entre lo material y lo inmaterial o, dicho de otro modo, entre lo real y lo virtual. Veremos que esto no es exactamente cierto.
No es casualidad que La invención de Morel date de 1940 pues refleja fielmente la fascinación del escritor por la sustancia que se esconde detrás de una pantalla de cine, por los sonidos registrados en una grabación musical, por la voz que atraviesa medio mundo desde una estación de radio hasta un simple transistor y, siendo una onda apenas, transforma al receptor, al oyente, al espectador, al entrar a formar parte de su experiencia, de su vida.
Y no es casualidad, además, porque si como señala N. Katherine Hayles: «La virtualidad es la percepción de que todos los objetos materiales están interpenetrados por patrones de información» (La condición de lo virtual, en Sánchez-Mesa, Domingo, ed., Literatura y Cibercultura. Madrid, Arco/Libros, 2004), la bifurcación entre lo material y la información es una construcción histórica específica originada a partir de la Segunda Guerra Mundial y apoyada en análisis científicos y técnicos localizados durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, particularmente en el campo de la biología molecular.
Ahora bien, siendo —como se puede observar— moderno, el de Bioy Casares es un texto envejecido e innecesario desde el análisis posmoderno, pues obvia un concepto capital del desarrollo de las modernas telecomunicaciones: la interactividad, entendida ésta como la «capacidad que tiene el receptor de un mensaje para configurar o al menos prefigurar el contenido del mensaje que va a recibir» (Joyanes, Luis, Cibersociedad. Los retos sociales ante un nuevo mundo digital. Madrid, McGraw-Hill, 1997).
En el libro de Bioy Casares lo virtual afecta crucialmente a lo material, pero no viceversa, no hay —en palabras de Vicente Luis Mora—: «la posibilidad del usuario de convertirse en otro» (Mora, Vicente Luis, Pangea. Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2006). En otras palabras: la virtualidad de La invención de Morel no es distinta de la mera imaginación, de la simple y llana sentimentalidad. Si comparamos este libro con otras obras realmente imprescindibles y que comparten intenciones con la del argentino (como por ejemplo Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, y Solaris (1961) de Stanislaw Lem, por citar una anterior y otra posterior) podremos medir la capacidad —o falta de capacidad— de Bioy Casares, más allá del simple e ingenioso divertimento. Y aún en eso, un autor menos dotado como Ray Bradbury, alcanza niveles superiores en su célebre relato El marciano incluido en Crónicas marcianas (1950); por no hablar del siempre genial J. G. Ballard, quien despacha sobradamente el mismo tema, con maestría y en apenas un par de páginas, en uno de sus primeros cuentos de juventud: Banda 12 (1958).
Si como afirma Jesús Palacios: «La idea subyacente es que la misma realidad, aparentemente objetiva, que habitamos, puede no ser otra cosa que una ilusión, una grabación» (Palacios, Jesús, La caverna de cristal. Realidades virtuales del pasado, en Realidad Virtual. Visiones sobre el ciberespacio. Barcelona, Devir, 2004), entonces la cosa queda reducida a una fórmula tan arcaica como intelectualmente poco lúcida. La Realidad Virtual imaginada por Bioy Casares es desvaída y romántica.
El usuario (protagonista) puede comprender finalmente el artificio en que se halla inmerso porque no es sino una farsa mecánica, inducida. Y el discurso, apenas un residuo de la más clásica novela decimonónica de fantasmas.
Javier Fernández
La invención de Morel narra un extraño artificio de ciencia ficción: el de la coexistencia, en el tiempo del relato y el espacio de una isla, del protagonista y una suerte de humanos espectrales con los que misteriosamente se ve forzado a convivir —o, mejor dicho, a los que se ve forzado a observar— y cuya naturaleza se va desvelando con las páginas. En apariencia, Bioy Casares sumerge al lector en un enfrentamiento entre lo material y lo inmaterial o, dicho de otro modo, entre lo real y lo virtual. Veremos que esto no es exactamente cierto.
No es casualidad que La invención de Morel date de 1940 pues refleja fielmente la fascinación del escritor por la sustancia que se esconde detrás de una pantalla de cine, por los sonidos registrados en una grabación musical, por la voz que atraviesa medio mundo desde una estación de radio hasta un simple transistor y, siendo una onda apenas, transforma al receptor, al oyente, al espectador, al entrar a formar parte de su experiencia, de su vida.
Y no es casualidad, además, porque si como señala N. Katherine Hayles: «La virtualidad es la percepción de que todos los objetos materiales están interpenetrados por patrones de información» (La condición de lo virtual, en Sánchez-Mesa, Domingo, ed., Literatura y Cibercultura. Madrid, Arco/Libros, 2004), la bifurcación entre lo material y la información es una construcción histórica específica originada a partir de la Segunda Guerra Mundial y apoyada en análisis científicos y técnicos localizados durante los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo, particularmente en el campo de la biología molecular.
Ahora bien, siendo —como se puede observar— moderno, el de Bioy Casares es un texto envejecido e innecesario desde el análisis posmoderno, pues obvia un concepto capital del desarrollo de las modernas telecomunicaciones: la interactividad, entendida ésta como la «capacidad que tiene el receptor de un mensaje para configurar o al menos prefigurar el contenido del mensaje que va a recibir» (Joyanes, Luis, Cibersociedad. Los retos sociales ante un nuevo mundo digital. Madrid, McGraw-Hill, 1997).
En el libro de Bioy Casares lo virtual afecta crucialmente a lo material, pero no viceversa, no hay —en palabras de Vicente Luis Mora—: «la posibilidad del usuario de convertirse en otro» (Mora, Vicente Luis, Pangea. Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2006). En otras palabras: la virtualidad de La invención de Morel no es distinta de la mera imaginación, de la simple y llana sentimentalidad. Si comparamos este libro con otras obras realmente imprescindibles y que comparten intenciones con la del argentino (como por ejemplo Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, y Solaris (1961) de Stanislaw Lem, por citar una anterior y otra posterior) podremos medir la capacidad —o falta de capacidad— de Bioy Casares, más allá del simple e ingenioso divertimento. Y aún en eso, un autor menos dotado como Ray Bradbury, alcanza niveles superiores en su célebre relato El marciano incluido en Crónicas marcianas (1950); por no hablar del siempre genial J. G. Ballard, quien despacha sobradamente el mismo tema, con maestría y en apenas un par de páginas, en uno de sus primeros cuentos de juventud: Banda 12 (1958).
Si como afirma Jesús Palacios: «La idea subyacente es que la misma realidad, aparentemente objetiva, que habitamos, puede no ser otra cosa que una ilusión, una grabación» (Palacios, Jesús, La caverna de cristal. Realidades virtuales del pasado, en Realidad Virtual. Visiones sobre el ciberespacio. Barcelona, Devir, 2004), entonces la cosa queda reducida a una fórmula tan arcaica como intelectualmente poco lúcida. La Realidad Virtual imaginada por Bioy Casares es desvaída y romántica.
El usuario (protagonista) puede comprender finalmente el artificio en que se halla inmerso porque no es sino una farsa mecánica, inducida. Y el discurso, apenas un residuo de la más clásica novela decimonónica de fantasmas.
¿Esta crítica mezcla las churras con las meninas o me lo parece a mí?
ResponderEliminarEs como si ahora uno visiona King Kong, (la antigua), y alude que no le gusta porque los efectos especiales han mejorado. Todo ese afán por analizar las cosas muchos años después las destituye de su magia y por lo que fueron creadas.
Ballard no ha escrito nada tan bueno como este libro en su vida, ni seguramente lo escribirá nunca. No por nada el de Bioy Casares es un relato capital para la literatura de este siglo, y no sólo lo digo yo.
En efecto, no sólo lo dices tú; yo también opino lo mismo.
ResponderEliminarLa invención de Morel queda para la posteridad como sus mismos personajes.Bioy Casares inventa una realidad.Es una novela extraordinaria.
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