Tusquets, Barcelona, 2006, 217 págs, 15€
Marta Sanz
Empezaré con un tópico: Olvido García Valdés es una de las voces más inquietantes de la última poesía española. Desde El tercer jardín (1986) hasta Del ojo al hueso (2001), la autoexigencia y la indagación de su palabra nos han hecho echar de menos un poemario suyo. Por fin, está aquí. En la solapa del libro se habla de una perspectiva sonámbula; una escritura sonámbula que se refleja en una lectura también sonámbula que va buscando el sentido entre las habitaciones en penumbra —otras con un exceso de luz que ciega— de los poemas. El lector de poesía va buscando claves y rastros, que le ayuden a captar el significado movedizo; duda y teme equivocarse. Esta inseguridad, en los libros de García Valdés, no se asienta en la distancia sacramental que el poeta impone con un hermetismo prepotente, sino en la empatía del lector con quien a tientas escribe, desde los filos de las cosas, aprehendiendo la realidad de lo irreal y la inmaterialidad de los colores en el color de la materia. Se produce un desdibujamiento de los límites, cristalizado en imágenes de una sensualidad que tiene que ver con la calidad de los líquidos y con el grosor de la temperatura. Aquí está el latido de la vida («oye batir la sangre en el oído») que se identifica con la putrefacción, con los gusanos verdes, con la energía y la metamorfosis de los símbolos y de la materia, con el color amarillo de los sembrados: «amarillo sobrenatural/ (...) sobrenatural es la cebada/ que no hay y deja/ en el campo el color.» Lo natural y lo sobrenatural se concentran en un punto para cuestionar el valor de la frase hecha y profundizar en la vida, ordenada en realidad por palabras y asociaciones cuestionables, dejando al descubierto su envés, penetrándola hasta más allá del hueso. La palabra aspira a mitigar el dolor con la intensidad de una vida que, en su subrayado y en su esencia, duele; la palabra se hace fosforescente y líquida, para empapar y colarse por los resquicios; la palabra, lejos de contenerse en los límites de un vaso, persiguiendo la perfección de un concepto, de una abstracción encerrada en un nombre arbitrario e irrelevante, se filtra en la tierra y desaparece y rebrota en el proceso de lectura, como los ojos de un río escondido. La naturaleza es importante en el imaginario de García Valdés, porque es una mujer y, por esa misma razón, escribe desde un lugar que a veces es el de los interiores domésticos de los tomates y las cocinas: la segunda parte de este libro, «No para sí», propone la contemplación de un recogido mundo de mujeres que combaten la soledad y el desconcierto a través del alivio de una conversación: una joven y una vieja conversan y la poeta-observadora asiste a todo lo que no cambia, con una mirada que no es compasiva: la circularidad de «madres araña, las mujeres vamos» ejemplifica una angustia y un destino. García Valdés mira a las mujeres y se mira, con incomodidad, constatando una situación, pero sin señalar con el dedo de la culpa: «madres sordas y ciegas ofrecen música/ a hijas ciegas y sordas/ en sus regazos.» La memoria selectiva tampoco salva a las mujeres, protagonistas de historias y de Historias, donde pesa más lo opaco que los veranos y los árboles, tal como se infiere de «La vida se adhiere al intestino.» Con la distancia, tras la que la voz se parapeta, se produce el efecto contrario de la aproximación e incluso la autora se muestra culpable de la soberbia con que a veces se toma la palabra: la poesía de García Valdés es la de una mujer que viaja en coche y esa circunstancia le ayuda a «no encapsularse» y, al mismo tiempo, a mirar desde una ventanilla, que le permite no atender a la miseria, a los desarrapados, sobre todo, desarrapadas, frente a los que la voz se culpa, a la vez que finge ignorarlos y, en esa desatención, los deja solos y se deja sola a sí misma («El moño prieto, cabello tirante.») Pese al título y a un poema final que actúa como contrapeso, esta entrega de García Valdés huele a los cuerpos de los animales atropellados en las carreteras... Hay un vitalismo triste, un miedo más pesado que la eclosión destructiva y alegre de la existencia, más que las maquinaciones abstractas para apretar el dolor en una palabra y desgastarlo. El miedo a la muerte y a la vida también es líquido, como su disfrute. En esa lucha entre la felicidad y la amargura, entre la sensualidad confortable del no sentir y la búsqueda de respuestas, nos colocamos al lado de García Valdés y participamos de una voz y una mirada paradójicas que no nos excluyen, sino que nos abren puertas con esos brotes, primarios e inarticulados, ofrecidos por el latido de la vida batiente en la tripa y en las razones para entender. Esta poesía no es otra cosa que palabra, materia inteligente, conmovedora materia. Un poemario al que le estoy agradecida, aunque inflija dolor, y frente al que me siento permeable y empapada por la palabra-agua de su autora.
Marta Sanz
Empezaré con un tópico: Olvido García Valdés es una de las voces más inquietantes de la última poesía española. Desde El tercer jardín (1986) hasta Del ojo al hueso (2001), la autoexigencia y la indagación de su palabra nos han hecho echar de menos un poemario suyo. Por fin, está aquí. En la solapa del libro se habla de una perspectiva sonámbula; una escritura sonámbula que se refleja en una lectura también sonámbula que va buscando el sentido entre las habitaciones en penumbra —otras con un exceso de luz que ciega— de los poemas. El lector de poesía va buscando claves y rastros, que le ayuden a captar el significado movedizo; duda y teme equivocarse. Esta inseguridad, en los libros de García Valdés, no se asienta en la distancia sacramental que el poeta impone con un hermetismo prepotente, sino en la empatía del lector con quien a tientas escribe, desde los filos de las cosas, aprehendiendo la realidad de lo irreal y la inmaterialidad de los colores en el color de la materia. Se produce un desdibujamiento de los límites, cristalizado en imágenes de una sensualidad que tiene que ver con la calidad de los líquidos y con el grosor de la temperatura. Aquí está el latido de la vida («oye batir la sangre en el oído») que se identifica con la putrefacción, con los gusanos verdes, con la energía y la metamorfosis de los símbolos y de la materia, con el color amarillo de los sembrados: «amarillo sobrenatural/ (...) sobrenatural es la cebada/ que no hay y deja/ en el campo el color.» Lo natural y lo sobrenatural se concentran en un punto para cuestionar el valor de la frase hecha y profundizar en la vida, ordenada en realidad por palabras y asociaciones cuestionables, dejando al descubierto su envés, penetrándola hasta más allá del hueso. La palabra aspira a mitigar el dolor con la intensidad de una vida que, en su subrayado y en su esencia, duele; la palabra se hace fosforescente y líquida, para empapar y colarse por los resquicios; la palabra, lejos de contenerse en los límites de un vaso, persiguiendo la perfección de un concepto, de una abstracción encerrada en un nombre arbitrario e irrelevante, se filtra en la tierra y desaparece y rebrota en el proceso de lectura, como los ojos de un río escondido. La naturaleza es importante en el imaginario de García Valdés, porque es una mujer y, por esa misma razón, escribe desde un lugar que a veces es el de los interiores domésticos de los tomates y las cocinas: la segunda parte de este libro, «No para sí», propone la contemplación de un recogido mundo de mujeres que combaten la soledad y el desconcierto a través del alivio de una conversación: una joven y una vieja conversan y la poeta-observadora asiste a todo lo que no cambia, con una mirada que no es compasiva: la circularidad de «madres araña, las mujeres vamos» ejemplifica una angustia y un destino. García Valdés mira a las mujeres y se mira, con incomodidad, constatando una situación, pero sin señalar con el dedo de la culpa: «madres sordas y ciegas ofrecen música/ a hijas ciegas y sordas/ en sus regazos.» La memoria selectiva tampoco salva a las mujeres, protagonistas de historias y de Historias, donde pesa más lo opaco que los veranos y los árboles, tal como se infiere de «La vida se adhiere al intestino.» Con la distancia, tras la que la voz se parapeta, se produce el efecto contrario de la aproximación e incluso la autora se muestra culpable de la soberbia con que a veces se toma la palabra: la poesía de García Valdés es la de una mujer que viaja en coche y esa circunstancia le ayuda a «no encapsularse» y, al mismo tiempo, a mirar desde una ventanilla, que le permite no atender a la miseria, a los desarrapados, sobre todo, desarrapadas, frente a los que la voz se culpa, a la vez que finge ignorarlos y, en esa desatención, los deja solos y se deja sola a sí misma («El moño prieto, cabello tirante.») Pese al título y a un poema final que actúa como contrapeso, esta entrega de García Valdés huele a los cuerpos de los animales atropellados en las carreteras... Hay un vitalismo triste, un miedo más pesado que la eclosión destructiva y alegre de la existencia, más que las maquinaciones abstractas para apretar el dolor en una palabra y desgastarlo. El miedo a la muerte y a la vida también es líquido, como su disfrute. En esa lucha entre la felicidad y la amargura, entre la sensualidad confortable del no sentir y la búsqueda de respuestas, nos colocamos al lado de García Valdés y participamos de una voz y una mirada paradójicas que no nos excluyen, sino que nos abren puertas con esos brotes, primarios e inarticulados, ofrecidos por el latido de la vida batiente en la tripa y en las razones para entender. Esta poesía no es otra cosa que palabra, materia inteligente, conmovedora materia. Un poemario al que le estoy agradecida, aunque inflija dolor, y frente al que me siento permeable y empapada por la palabra-agua de su autora.
Si me facilita su e-mail le envío mi libro de poemas para saber qué le parece.
ResponderEliminarUn saludo.
Se me olvidaba. Mi e-mail es: carlosmarbio@yahoo.es
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