miércoles, mayo 31, 2017

El invisible, Ge Fei


Trad. Miguel Ángel Petrecca
Adriana Hidalgo Editora, Alcalá de Henares, 2017. 168 pp. 16,50 €

José Morella

El protagonista de esta novela, un hombre de 48 años llamado Cui, está a punto de caer en desgracia. No es un paria o un sin techo, pero todo eso empieza a parecerle posible. Su hermana le da un ultimátum para que deje el piso en el que hace unos años le deja vivir. Su mujer lo abandonó cuando encontró a alguien económicamente más estable. Cui no ha superado ese abandono ni de broma. Por otro lado, no se trata de un desgraciado cualquiera. Tiene acceso a otro mundo distinto del suyo: es uno de los pocos artesanos del sonido que quedan en Pekín. Tiene un talento especial para la electrónica. Se gana la vida -mal- reparando y montando aparatos de alta fidelidad a audiófilos o a esnobs millonarios que aspiran a ser audiófilos. Gente acostumbrada al lujo y a quienes les gusta presumir de sus fruslerías con otros aficionados al lujo. Cui conoce a gente de ese tipo. Chinos ricos de la nueva China. Altos funcionarios, empresarios, mafiosos.
Ge Fei ha explicado en una entrevista que le interesa mucho el contraste entre la China de los años ochenta y la actual. Según él, en aquella época primaba cierto sentido de la espiritualidad, que en la entrevista no necesariamente se traduce en religiosidad. Antes se despreciaba lo material. No era importante tener cosas caras, ni conocer gente rica, ni ser visto en tal o cual lugar. Ahora, según Ge Fei, el consumismo ha arrasado con todo. Se adora lo material. En cierto modo me recuerda a Junichiro Tanizaki, que veía la llegada de la luz eléctrica a Japón como la mayor de las desgracias porque estaba acabando de golpe con la totalidad de la estética tradicional japonesa, de la relación sagrada entre la luz y la sombra. Los dos suenan un pelín a reaccionarios, a cascarrabias antiprogreso, pero los dos lo tienen todo bastante clarito, me parece a mí. O andan bien encaminados o yo soy otro cascarrabias.
Cui está atrapado entre esas dos Chinas. No se ve capaz de vivir como se vive ahora. Es un cabezota. La novela, entre otras muchas cosas, va sobre lo excéntrico. Habla de los que siguen en sus trece, los que no se bajan del burro a pesar de que el camino de piedras ahora sea una autopista de peaje. Cui ni siquiera se lo plantea. Es un enamorado absoluto de la música clásica. De los amplificadores con válvulas, los vinilos, los altavoces Autograph -que ahora sé que son lo máximo- y de, entre otros muchos músicos, Erik Satie y Claude Debussy. Va a casas de millonarios que le pagan por que les repare equipos de audio valiosísimos, que para él son objetos de culto a los que trata casi con reverencia, y tiene que soportar -¡ultraje!- que sus dueños los usen para poner música pop. La obra es un homenaje por momentos delicioso a la música. Pero también es un réquiem por ella. China, y Asia en general, están invadidas por el pop. La gente -o eso parece deducirse de las palabras de Cui- ya sólo consume pop.
A cuentagotas y en medio de todo esto, Cui nos habla de su madre, de su mejor amigo, de su ex, de su hermana, y va dejando desperdigadas por el texto evidencias de una vulnerabilidad y una humanidad desgarradoras. A pesar de sus corazas emocionales, Cui es un diapasón del mundo. Un perdedor de manual.
Se considera un artesano: «...los artesanos de hoy en día están, más o menos, en el mismo peldaño de la escala social que los mendigos», dice. Es consciente de su estatus y de su pobreza. El tema de la pobreza, y en general todo aquello que tenga que ver con el dinero, suele amenazar nuestra identidad personal y política. Gran cantidad de lectores lo rehúyen cual enfermedad venérea, y otra gran cantidad -perdonadme la imprecisión- se ponen a vociferar opiniones políticas sobre Venezuela o sobre el el estado norteamericano de Arkansas, según el plumero político de cada cual. El país de Cui, curiosamente, es un engendro mixto al que algunos llaman (ehem) «economía socialista de mercado con rasgos chinos». Para un solitario resistente como él, la salida del laberinto es indisoluble de la vocación: si no haces lo que amas, no hagas nada, parece pensar. Quédate en la calle, muérete. Pero el mundo globalizado no admite excepciones. Cui no consigue, a pesar de su terquedad, dejar de formar parte de eso que el filósofo Byung-Chul Han llama sociedad del cansancio. Estamos todos quemados, y los que adoran lo que hacen también lo están. A Cui no le queda otra que compartir mundo con todos esos materialistas enloquecidos y de sensibilidad artística entumecida. Entra en un arriesgado y oscuro negocio con un terrorífico mafioso al que planea venderle su posesión más preciada -los altavoces Autograph que consiguió en una subasta- para poder seguir viviendo a su modo, fuera del sistema que tanto odia. Es difícil evitar el infierno sin negociar con el demonio.
Está todo el texto saturado de oposiciones: lo analógico contra lo digital, amor genuino contra amor interesado, consumismo contra espiritualidad. Esos contrarios no son cajones estancos: se pasa de uno a otro sin solución de continuidad. Llama la atención que, desde el punto de vista de muchos expertos en sonido, sea un mito que la música en analógico suene mejor que en digital. Cui vive en el territorio del mito, que es el único lugar underground que la China comunista-capitalista permite: tu propio onanismo mental, tu propia película. Eso se relaciona también con el aroma constante a nostalgia. No es una nostalgia reñida con la verdad: es convincente. Sobre la sociedad china actual corren historias para no dormir sobre contaminación, comida adulterada, racismo, censura, abusos policiales, condiciones laborales deplorables, alojamientos insalubres y ritmo de vida insoportable. Incluso la visión de Cui es más suave que todo eso.
Aparte de todo lo ya dicho, la novela es una gozada. Está llena de ideas sutiles e irreverentes y de personajes inolvidables. El talento de Ge Fei para la descripción de personajes es abrumador: el párrafo breve con el que despacha al padre del protagonista es magistral. Pero lo más valioso, en mi opinión, es la capacidad de hilar elementos. Va contando la historia -la bajada a los infiernos de Cui y su posterior y realista salida a la superficie para coger oxígeno- con una soltura que hace que las transiciones parezcan invisibles, como si los distintos pedazos del cuento se llamaran forzosamente los unos a los otros y la cosa no se pudiera explicar de otro modo. Qué más se le puede pedir a alguien que cuenta historias.

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