viernes, enero 20, 2017

Varados en Río, Javier Montes


Anagrama, Barcelona, 2016. 312 pp. 19,90 €

Guillermo Ruiz Villagordo

Es bien conocida la diferencia, un punto elitista, entre el turista y el viajero: si el primero busca reproducir la postal que ha visto repetida en una revista, el segundo necesita penetrar en las esencias del lugar que ocupa temporalmente como si realmente comprase allí el pan cada mañana. Pero, ¿qué ocurre cuando alguien que no ha elegido con suficiente lucidez su espacio vital se ve de repente sumido en una cotidianidad sin vínculos ni con el pasado que le ha formado como persona ni con el futuro que esperaba protagonizar? ¿Y cuando ese destino es el abierto y carnal Río de Janeiro y ese alguien es un artista al que se le supone una capacidad innata para penetrar en el lenguaje oculto de las cosas que se da de bruces con la imposibilidad de aprehender el exótico entorno que le envuelve?
En este sentido, antes de seguir no está de más recordar que Río ha albergado a uno de los escritores más inclasificables, exquisitos y personales del siglo XX: Clarice Lispector, en cuya escritura (insisto: su escritura, que es más que decir sus obras) se verbaliza un minimalismo reflexivo y voluptuoso, en un permanente ejercicio de mostrar escondiéndose que uno intuye que desvela el corazón del enigma. No está de más recordar tampoco que en realidad Clarice ni siquiera nació en Brasil, sino en la remota Ucrania, y que pertenecía a una cultura tradicionalmente tendente a la cerrazón como la judía.
Javier Montes, sin embargo, no se fija en ella, aunque bien podría hacerlo como extranjera que era en su propia tierra, en la que es una rara avis incluso ahora que es universalmente valorada, sino que toma como base su propia experiencia como habitante discontinuo de la ciudad y su sensación de agudo contraste entre la imagen superficial que ésta pretende comunicarle y la terrenal, más profunda y real, con la que se impregna, y reconoce el pálpito de esta sensación de extrañamiento en otros escritores de distinta procedencia que por una u otra razón (exilio, salud, placer), por casualidad, por desgana o por autoengaño, terminan atrapados allí donde el puro sentido común jamás les habría llevado. Y es que el paraíso, diseñado ex profeso para aquellos que apenas lo rozan, es obscenamente cruel para quien debe residir en él.
Montes rebusca en las biografías, los poemas, los diarios, la correspondencia, en los relatos y recuerdos de otros observadores, para contar el choque y los conflictos que experimentan cuatro escritores muy diferentes entre sí y reconstruir demorada mente el ambiente que les oprimió, aunque en honor a la verdad no se circunscribe exclusivamente a Río, sino que salta a otros parajes en los que circunstancialmente se producen hechos de una relevancia considerable para ellos, de manera que más bien hay que entender que se quiere dar implícitamente el nombre de Río a un paisaje brasileño que representa en su globalidad un ideal de libertad, belleza, erotismo y alegría sin límites. Y así se centra en Rosa Chacel, escritora bastante olvidada hoy día, con la que no puede evitar empatizar gracias a sus diarios, que descubren a una mujer con una marcada tendencia a la autoexclusión no sólo del lugar sino del tiempo en el que vive, mientras a su alrededor se va desvaneciendo tanto para una gente que nunca llegó, no ya a comprenderla, sino a ser simplemente consciente de su existencia, como para los suyos, contaminados por los tejemanejes de los lugareños. En Elizabeth Bishop, que gozará de una gran historia de amor con la arquitecta Lota de Macedo Soares y sacará brillo a la cultura más sofisticada y exclusiva que puede ofrecerle la capital en plena explosión de la samba como si fuese una turista, como si sólo estuviese de paso porque efectivamente así podría ser por lo que a ella y su nomadismo concernía, hasta que todo se derrumbe con la mayor brutalidad, dejando como poso una obra poética breve e intensa que es claramente el auténtico objeto de Montes, aquí en su versión más pura de crítico literario. En Manuel Puig, que lo tomará como refugio infantil donde dar rienda suelta a su difícil personalidad, a veces hosca, a veces juguetona, de la que nos proporciona jugosas anécdotas, así como de su borgiana vinculación con una madre ante la que hace de actor ocultando quien sabe si inútilmente su condición homosexual, y su adoración incondicional por el cine, convertido en efímera tabla de salvación. En Stefan Zweig, apenas entrevisto, tan acorralado y sin esperanza en su exilio extremo de una época que agoniza, que decide emprender la huida final mediante un suicidio transfigurado en símbolo.
Pero sin duda uno de los mayores logros de este ensayo narrativo (género híbrido tan en boga últimamente) es que su autor, a excepción de cuando deja que sus investigados hablen con sus propias palabras, al no ocultar su condición de sujeto que emprende esta pesquisa detectivesca mediante la que va componiendo este mosaico de existencias paralelas, al reconocerse en actitudes y modos leídos e imaginados, acaba narrando su particular transcurrir por el mismo territorio que recrea. La consecuencia es que, consciente de su actitud bipolar, al encontrarse y encontrarnos con estas almas desterradas, logra hallarse a sí mismo y exorcizar la maldición que murió con ellos, y darnos la verdadera visión de Río, y en esencia de cualquier ciudad: la poliédrica que reúne múltiples perspectivas individuales al unísono, conformando un puzzle apasionante y vívido.

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