viernes, octubre 07, 2016

El amor del revés, Luisgé Martín


Anagrama, Barcelona, 2016. 272 pp. 18,90 €

Care Santos

Lo más increíble de todo es que nadie hubiera escrito aún este libro. Leerlo es darse cuenta, página tras página, de lo muy necesario que era: alguien tenía que contar el atraso en el que hemos vivido, la ranciedad de la moral que nos ha cimentado la vida, la nociva influencia de la educación religiosa. Su lectura provoca estupor pero también indignación. Por eso su lectura es imprescindible.
Luisgé Martín nació en 1962, en una España aún lastrada por sus males más antiguos —que sólo en los últimos tiempos han comenzado a erradicarse—, en el seno de una familia madrileña de clase media. Era homosexual. Lo era sin atreverse a serlo, avergonzado por su condición, sintiéndose, como él mismo dice varias veces en su relato, «un insecto». La cucaracha de Kafka (que en realidad no sabemos muy bien qué clase de bicho era). En su juventud Martín prometió no revelarle nunca a nadie su secreto. Hace diez años se casó con un hombre ante su familia y amigos. Este libro cuenta qué largo camino anduvo entre la promesa de 1977 y la boda de 2006. Un camino tortuoso, lleno de dolor, de culpa, de pasos del Rubicón y de autoconocimiento. De la negación y el secreto al último baluarte: el orgullo y la reivindicación. Es —no resulta difícil adivinarlo— un libro valiente, que actúa como un espejo terrible de nuestra sociedad. También es una reflexión profunda sobre la identidad —uno de los temas más importantes en la obra novelística del autor— y sobre cómo lo que somos no es sólo lo visible, lo que aflora a la superficie, sino (sobre todo) lo oculto, lo secreto. Del viaje a las catacumbas de uno mismo, del viaje a la oscuridad, a la carnalidad o la lujuria se retorna siempre mucho más sabio. Aunque a menudo la sabiduría tampoco sirva de mucho.
En ningún momento se esconde el autor tras la ficción. Se trata de un relato memorialístico tan desnudo como las emociones y las peripecias que en él se describen. Los lectores de Luisgé Martín disfrutarán, además, al reconocer los mimbres con los que ha tejido su obra. Sabido es que la ficción es el único lugar donde es posible decir toda la verdad. Parte de estas verdades ya las ha ido contando el autor en sus ficciones novelescas. Se nos aportan detalles muy precisos al respecto, y también sumamente interesantes para cualquiera que quiera conocer los intersticios de la creación. También sabemos qué rasgos de su temperamento, nacidos de qué fatalidades o de qué maniobras de defensa, han dado forma a sus personajes. Y de qué modo la literatura fue para el herido insecto que era Martín de jovencito, un modo de calmar sus tribulaciones. En ese sentido, estamos también ante sus memorias como escritor: desde el compulsivo escritor de cartas y diarios de todo comienzo al novelista preocupado por el desdoblamiento de la personalidad y los rincones oscuros del alma.
Es increíble que nadie hubiera escrito aún este libro, pero es fabuloso que lo haya escrito Luisgé Martín. En primer lugar, porque no soy capaz de imaginar en nadie esta valentía suya, que acaso tenga que ver con la edad, o con la felicidad, o con el arte de llamar a las cosas por su nombre sin manías. «Aprender a vivir es aprender a nombrar», nos dice. Y este libro es un ejemplo meridiano de que su aprendizaje ha llegado a cotas altísimas. Siguiendo las premisas del escritor francés Michel Leiris, el autor se comporta «como el torero ante el toro: arriesgando su vida, exponiéndose a la cornada, corriendo el riesgo de que el lector encuentre en él lo vergonzoso o lo infame». Su relato emociona, sobrecoge, a ratos avergüenza porque evidencia la cortedad moral y la estupidez de la época, como cuando, a instancia de un amigo de juventud, decidió someterse a un tratamiento de psicoanálisis para transformarse en heterosexual.
Por fortuna, muchos homosexuales jóvenes no se sentirán ya identificados con estas peripecias. Para los de más edad (digamos los nacidos antes de 1980) se convertirá con toda justicia en un libro de referencia. Debería serlo para todos los demás. Homófobos incluidos. Especialmente para estos últimos.

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