lunes, septiembre 12, 2016

Las cosas que perdimos en el fuego, Mariana Enriquez


Anagrama, Barcelona, 2016. 200 pp. 16,90 €

Pedro Pujante

Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) parece brindar un aire nuevo al relato de miedo. Escribe con naturalidad, sin excesos, casi imitando el estilo oral, con esa frescura que suele provenir de tierras bonaerenses, es decir, cortazarianas. A mitad de camino entre la ambigüedad de Cortázar y las atmósferas sobrecogedoras de Poe, la autora argentina construye cuentos sin demasiadas pretensiones, de aparente ligereza, a los que accedemos sin esfuerzo para luego constatar la imposibilidad de salir indemnes. En esta antología encontraremos una nueva forma de presentar el relato de terror. Porque ya no nos dan miedo los fantasmas con cadenas ni los castillos. Pero sí que puede aterrarte la aparición de un asesino ritual en tu propio barrio; o la presencia de un demente psicópata que vuelve del pasado para materializarse en un concurrido autobús a plena luz del día.
Y es que el procedimiento de Enriquez consiste en esa paradoja. No nos lleva, como los típicos ghosts stories, a lugares sombríos, sino que acerca los más tétricos miedos a nuestro hábitat. Y a veces ese terreno fértil para que el miedo agarre no es otro que nuestra propia mente.
En muchas ocasiones son niños los que a través de su inocente mirada tamizan la realidad y la digieren sin racionalizar. Así, nos enfrentan a la cara prístina del misterio.
El nuevo terror, como decíamos, ha evolucionado. A excepción de algún cuento de corte más clásico, con casa encantada incluida y misteriosa desaparición, la mayoría de las piezas buscan reactualizar lo insólito y terrorífico. La violencia de género puede devenir en rito mortal. El juego de unas niñas se puede eclipsar por unas visiones violentas y terribles de un pasado que no acaba de esfumarse. Un asesino de niños es capaz de poseerte. El abuso desmesurado de internet puede abismarte en un océano profundo y oscuro del que difícilmente podrás escapar. Obsesiones, compulsiones que rozan el delirio y dejan al lector sumido en ese límite borroso y frágil que estriba entre la locura y lo paranormal.
Enriquez bebe de los clásicos. Hay en sus cuentos texturas heredadas de Cortázar. Pero también hay una clara huída de manierismos que demuestra su emancipación. Recuerda en algunos momentos al mexicano Alberto Chimal, pero sin un rastro de ironía. Quizá esa impiedad, sin recaer en solemnidades ni afectación, hace que estos relatos funcionen, enganchen y en esa segunda relectura –mental y a largo plazo- se erijan en nuestro subconsciente como genuinos y originales episodios de terror.

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