viernes, mayo 27, 2016

Tres desconocidas, Patrick Modiano


Trad. María Teresa Gallego Urrutia.
Anagrama, Barcelona, 2016. 184 pp. 16,90 €

Miguel Carcasona


Hay quien nace con estrella y quien nace estrellado. De igual modo, hay quien vive ubicado, aunque cambie de parejas, amistades o residencias, y quien vive siempre desubicado, no importa dónde y con qué compañía asiente sus huesos. Las protagonistas de Tres desconocidas pertenecen al segundo grupo de ambas categorías. Al menos, pertenecieron durante una adolescencia que las marcará y cuyas vicisitudes nos narran desde un presente ignoto. Una época que, para todas, supuso la continuación de un páramo existencial heredado de la niñez o de un empleo alienante, no alterado por la modificación del hábitat: dos han crecido en ciudades de provincias francesas, más o menos populosas, y una viene de Londres; dos acabarán en París y otra en Ginebra.
«Nada cambiaba nunca. Todo se repetía a las mismas horas y en el mismo escenario» cuenta una de las chicas. En la mayoría de las vidas, casi todo acaba siendo tedio y rutina. Y con la expansión, a nivel mundial, de los modelos urbanos occidentales hasta los escenarios son intercambiables. Esto se acentúa si hablamos de ciudades apenas separadas por unos cientos de kilómetros. En las tres narraciones, los escenarios se asemejan y las constantes ambientales y personales se reiteran: sueños truncados, una cotidianidad gris, la ausencia de apoyo familiar o el desapego hacia ésta. «No sé qué puede ser la vida de familia», llega a confesar una de las adolescentes. La conjunción de esos factores desemboca en una indiferencia hacia los acontecimientos cotidianos semejante a la de Meursault, el protagonista de El extranjero, de Camus. Incluso los desenlaces poseen el mismo tono de frialdad, si bien cada uno se halla en el vértice de un triángulo equilátero.
Las tramas y las ubicaciones son las habituales en las novelas de Modiano: personajes jóvenes rescatados durante unas páginas del anonimato, que habitan entre sus coetáneos sumidos en una especie de bruma mental —«Pasé por ellos (los años de la adolescencia en un internado) envuelta en una niebla que borra todos los rostros y todos los detalles de mi vida. Hasta tal punto que me pregunto si no fue un sueño», relata una de las chicas—, indagación del pasado, París con una atmósfera que roza lo onírico —magnífica la escena de los caballos yendo hacia el matadero en la madrugada, invisibles a los ojos de la protagonista pero intuidos a través del sonido de los cascos sobre los adoquines, que terminarán convertidos en metáfora obsesiva de la muerte– y un modo de narrar escueto, con pinceladas a veces poéticas que nos trasladan más allá del simple nivel descriptivo. Un modo de narrar, diría, común a otros novelistas franceses contemporáneos –pienso en Echenoz y Carrere– y habitual en el cine reciente del país vecino, con preferencia en las comedias cuyos personajes son gente común, donde se diseccionan las relaciones humanas con la sutileza de un folio cuando saja la piel. Un humor fino, del que provoca un rictus de complicidad más que una sonrisa franca, también existente en esta obra. La Segunda Guerra Mundial tiene un papel secundario, pero fundamental, en una de las historias, a través de la mitificación del padre desaparecido y de una significativa herencia: la pistola que aquel usó durante el conflicto.
Tres relatos, en definitiva, que dejan un sabor agradable en lo literario y el suficiente poso para reflexionar sobre esos detalles, nimios en apariencia, que el autor ha ido colocando en los rincones de sus páginas, como las marcas sobre las piedras en una ruta senderista.

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