miércoles, marzo 11, 2015

Augusto. De revolucionario a emperador, Adrian Goldsworthy.

Trad. José Miguel Parra. La Esfera de los Libros, Madrid, 2014. 627 pp. 34,90 € (electrónico: 8,99 €)

Angeles Prieto Barba

Acercarnos a la figura de Augusto en estos tiempos no es sólo llevar a cabo una actividad más o menos erudita, también supone comprender y asumir, en buena parte, el difícil y complicado equilibrio que sostiene al mundo que nos rodea, qué altos precios alcanza la paz pero cuán deseable resulta y a qué estamos dispuestos para mantenerla. El caso es que, a diferencia de otras grandes figuras de la Antigüedad romana, como Pompeyo el Grande, Mario, Sila, Marco Antonio o el mismo Julio César, el personaje de Augusto se nos escapa en buena parte pues alcanzó la senilidad tras cubrir todas las etapas de la existencia y, lejos de tener una estampa definida como todos los demás, su carácter cambió con los años, volviéndose mucho más complejo. Por no hablar de que en España partimos de la visión distorsionada y novelesca de hombre débil y manejable que nos proporcionó Robert Graves (tras el magnífico Yo, Claudio), quien elucubró notablemente empleando los textos de Suetonio, sin atender a otras fuentes mucho más ponderadas.
Por el contrario, una obra rigurosa como esta recoge todos los testimonios, tanto contemporáneos (Res Gestae, Veleyo Patérculo, Nicolás de Damasco) como posteriores (Tácito, Dión Casio, Suetonio), y alcanza un volumen considerable porque no es una biografía al uso que relate vida y hazañas del personaje, sino todo un estudio social, económico, religioso y cultural de la época. De hecho, por estas 627 páginas nos enteraremos del funcionamiento del ejército, de la moneda, de la religión, de los juegos, de la vida en la urbe romana pero también en las colonias, y sobre todo del curioso sistema político y administrativo que le permitió acaparar en sí todos los poderes de un dictador, sin serlo nominalmente. Todo un arte al cual asistiremos tras ese significativo cambio de nombre en el año 27 a.C., cuando dejó de ser Octaviano para llamarse Augusto, marcando así la frontera que separa al joven ambicioso, implacable y hasta cruel, ese que expuso en Roma la cabeza y las manos cercenadas de Cicerón, del maduro administrador y gran gobernante que fue después, y que no sólo puso fin a las hambrunas, confiscaciones y al servicio militar constante, sino que tampoco llevó a cabo esos despliegues de vanidad, avaricia y crueldad propia de los supremos dictadores. Baste comparar su gobierno con el de su sucesor Tiberio. La verdad es que Augusto tuvo bien acendrada la idea del servicio público, comportándose con generosidad nada común en el ejercicio de sus funciones.
Muchos méritos reunidos para quien inaugura un sistema político que luego correrá muy desigual fortuna, dependiendo únicamente del carácter del emperador, pero que impuso un modelo a seguir perfecto para los demás, dando lustre y prosperidad a los territorios del Imperio Romano con su práctica división administrativa en provincias, la reforma de la justicia, la construcción de innumerables vías y caminos, la creación de colonias para los veteranos del ejército, el seguro abastecimiento de Roma y la reorganización del censo, que daría fama a su reinado por un hecho fundamental para la historia, pero al que fue por completo ajeno: el nacimiento de Cristo. E incluso para la historia de la literatura, ya que fue él personalmente quien salvó a La Eneida de los deseos póstumos de Virgilio. Cuarenta años de buen gobierno, comandante supremo de sesenta legiones y aclamado por triunfos militares de expansión en veintiuna ocasiones que no siempre celebró, conforman una imagen triunfalista que contrasta con las tragedias sucesivas que ocurrieron en el seno de su familia y que nos proporcionan una imagen mucho más controvertida.
Pues moralista implacable para todos menos para él mismo, más que un hombre manipulado fue más bien un auténtico calvario para los suyos. Así, desterró a su hija y a su nieta (las dos Julias) por sus vidas disipadas, como también, dado su delicado estado de salud, en peligro constante por algún tipo de enfermedad hepática recurrente, envió a sus nietos (Cayo y Lucio), sobrino (Marcelo), e hijos adoptados (Tiberio y Druso) a campañas militares sucesivas para asegurar las fronteras del Imperio, pereciendo por estas circunstancias bélicas la mayor parte de ellos. Es por ello que, una vez asimilado este libro, descartaremos por completo la imagen diabólica de esa Livia envenenadora transmitida por Graves, autor que sin cortarse convirtió demasiadas muertes naturales en oscuros crímenes. Mucho más ponderada y ajustada a la realidad pero no menos exigente desde la perspectiva literaria, sea quizá El hijo de César, la genial novela epistolar de John Williams (Butcher's crossing, Stoner), una segura obra maestra que me permito recomendar aquí por asimilar muy bien al personaje.
Volviendo a la historia y a este estudio con intención de convertirse en obra de referencia, permanentemente consultable y definitiva, podemos asegurar que satisface de lleno tanto a los especialistas en historia de Roma como a todos aquellos que simplemente quieran acercarse al personaje y a la época. El estilo ameno, pero pleno de datos, así lo garantiza. Pues con este libro se conmemoran los 2.000 años de su muerte así como se compensa, un poquito más, que Augusto como gran personaje de Roma, no mereciera obra propia de Shakespeare. Pero tras leer este monumental libro sabremos que no pudo darle tratamiento de tragedia a su existencia porque cumplió con su ciclo vital y culminó la tarea que emprendió, con creces.

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