Ignacio Sanz
Landero hipnotiza. Su prosa empuja al lector por una pendiente abajo de manera que le resulta difícil parar. Cuando este libro llegó a mis manos y lo abrí con la intención de echarlo una ojeada somera, me vi de un tirón arrastrado hasta la página 50 y llegando tarde a una cita. El lector que se echa a andar por sus páginas no se entera. Tengo un amigo muy leído que sostiene que Landero es el mejor prosista español vivo. Ya se sabe que este tipo de afirmaciones son relativas. ¿El mejor? ¿Cómo se calibra eso? Pero sí, algo poderoso esconde Landero para que su libro apenas haya durado un día entre mis manos. Es tan mágico lo que escribe, se desnuda con tanta naturalidad, muestra con tanta solvencia los desgarros y contradicciones de una sociedad, en este caso a través del afán de superación de una familia humilde, que el lector, a poco sensible que sea, se va a sentir involucrado en lo que cuenta.
A Landero se le frustró la novela que pretendía escribir. No sabemos si es una de sus añagazas. Qué más da. Apenas nos muestra las páginas iniciales en las que retrata a su padre como personaje de ficción, un tipo curioso y extraño. Bah, para qué seguir con la ficción, se dice, si le tengo vivo en la memoria. No tengo por qué impostar la mirada, sino sacarle vivo, como si yo fuera Velázquez. Y a fe que lo consigue. No sólo saca vivo a su padre, sino a toda la familia, una familia que, pasada por el tamiz de su mirada, llega hasta nosotros envuelta en una aureola épica.
Apenas hay alusiones políticas. Qué finura en un país con tantos redentores. Cuando habla de los poderosos, ya sean en Madrid o en Alburquerque, se refiere a ellos como la gente gorda. Eso quería su padre, que él llegara a ser uno de los gordos, que estudiara para abogado y regresara al pueblo como un triunfador. Acaso eso quisimos todos los que nacimos en aquellos años de posguerra: salir de la miseria dejando atrás las penurias. Hay una descripción magnífica que dura una página entera en la que Landero, como si fuera Cunqueiro, va enumerando los delicados y exóticos productos de las mantequerías del barrio de Salamanca en las que trabajó como repartidor. Parece Lazarillo. Y su madre, asombrada por la descripción de aquellas gollerías, les comenta a sus hermanas: ya de niño era muy mentiroso.
Los lectores de Landero van a descubrir en estas memorias, algunas de las fuentes de donde salen los personajes que han iluminado su obra de ficción como su padre o su primo Paco que, piruetas del tiempo, acabaría siendo su cuñado.
Qué delicadeza y cuantas emociones arranca esta obra que, aunque centra su mirada en una familia extremeña emigrada a Madrid, es una obra que habla también de nosotros, los castellanos, los vascos, los aragoneses, los andaluces que hemos vivido un evolución paralela. Y habla también de la forja del escritor que no tuvo ni un solo libro en su casa. De cómo la literatura lo liberó de la orfandad e hizo de él un ciudadano de amplia mirada sobre el mundo. Todo eso nos lo cuenta Landero con esa elegancia exclusiva de los poetas con duende: «El mundo campesino de entonces era a menudo bruto y zafio, y era mucho el trabajo, mucha la miseria, mucha la servidumbre, pero también tenía los refinamientos propios de una cultura milenaria. Entre unos y otros sabían hacer primores con el barro, con el cáñamo, con el esparto, con el mimbre, con el corcho, con las cañas, con las juncias y juncos, con la madera, la piedra y la pizarra. Con mimbres finos hacían garlitos que tenían el empaque de una catedral y parecían pensados para pescar salmones y merluzas y no los humildes peces de la rivera o del regato, que así y todo tenían también sus nombres bonitos y exactos: jaramugos, burdallos, cachos, colmillejas».
Pues ahí queda esa pequeña muestra de una obra magnífica, breve para lo que el autor acostumbra, cuya lectura recomiendo viva, vivísimamente.
Sr. Landero, ante usted me quito el sombrero.
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