Miguel Baquero
Dos posturas vitales parecen enfrentarse en este Helio, quinto libro de poesía de Ariadna G. García. Casi desde el primer poema, el sentimiento que en la autora provoca el prodigio del amor, de la integración en el otro, parece dividirse en dos actitudes excluyentes, dos poéticas enfrentadas: por una parte, aquellos poemas, como “Nocturno”, en que la autora busca y celebra la manera en que el misterio se hace estable, en que el pasado de dos personas se convierte en uno solo y todo parece augurar la “plenitud doméstica y de alivio”, el poder llevar, junto a la persona que se ha encontrado (en “Paseo marítimo”) un recorrido conjunto hacia la vejez: «Tus pisadas / que laten con las mías, / y sé que no estoy sola»). Pero poco antes, entre medias, y un momento después de alcanzar esto que parece un final, una conclusión, el amor ha aparecido y aparecerá de nuevo, un amor arrebatado, de encuentros momentáneos («mientras duermes desnuda sobre mí / acaricio tu cuerpo de veinticuatro años, / ese cuerpo que ignoro», en la espléndida “Primera elegia”) y el amor vuelve a mostrarse como un desconcierto irresistible en el que “dedos de luz” sólo aciertan a rozar el alma, sin conseguir atrapar el misterio. Y es entonces (“El jardín protegido”) cuando la autora declara, con la contundencia pensada de la prosa, que «No me atrae una vida previsible».
En este vaivén entre el amor pacífico y perdurable, en el que desconcierta el ruido de la vida; y el deseo de rasgar la superficie de ese «océano pulido que tanto nos cautiva al contemplarlo») fluctúa la parte central de este Helio. En gran manera, como un reflejo de nuestro corazón, que ansía la calma e incluso la rutina del paso de los años cuando no existe; y al conquistarla mira hacia atrás, hacia el futuro, o contempla con nostalgia ese momento venidera en que amor será, otra vez, un suceso excepcional. Ariadna G. Garcia se muestra sin ambages en esta parte central de su poemario que gira sobre el amor; de algún modo, sabe reflejar este ir de la incertidumbre y venir de la plenitud, hasta llegar, en “Poema del aniversario”, a esos versos finales: «mientras me empuja al fondo / de la auténtica vida», donde parecen chocar con especial violencia esa alegría que siempre supone descubrir la “autenticidad” con la condena que conlleva ser arrastrada hacia un fondo.
Helio se completa con un cuadernillo final, “Historia de un derecho”, donde el eje de los poemas cambia por completo, para adquirir un tono social, en poemas como “Democracia” o “El constitucional” (este último, un soneto), donde, aunque se logran metáforas de extraordinaria factura («manos de fresa estallando en el aire”; o “en sus tendones crecen / caracolas sin alma») el conjunto se resiente, en mi opinión, de esta brusca factura, de este cambio de tema (no tanto de tono). Parecen, en un determinado momento, convivir en el libro dos mundos, dos poéticas diferentes, como diferentes fueron las posturas de la autora ante el amor… pero tal vez esta visión poliédrica se explique precisamente en la “Poética” final, a propósito del gas Helio, que da título al libro, y en la que nos cuenta cómo «por dentro / sus átomos ensayan / una coreografía apasionada. / Lo que fuimos y somos, / como le ocurre al helio, / nos conforma. / La realidad pervive en dos estados / que no son excluyentes».
Qué lindo.
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