Ariadna G. García
Sylvain Tesson (1972), escritor y aventurero, se prometió a sí mismo “vivir como un ermitaño en el fondo de los bosques” antes de los cuarenta con el propósito de alejarse del mundo y conocerse. Este empeño le llevó a las inmediaciones del lago Baikal, situado en la taiga rusa. Durante seis meses, vivió en la cabaña de un geólogo provisto de comida, una surtida biblioteca de sesenta títulos, material de supervivencia, y una admirable fortaleza interior. A lo largo de ese tiempo, recogió en un diario todo tipo de reflexiones personales, citas y poemas, que constituyen el variado, hondo y entretenido ensayo: La vida simple; Premio Médicis (2011), y finalista de los Renaudot y Femina.
El libro se estructura en seis partes correspondientes, cada una, con los meses de su aislamiento. Comienza en un aeropuerto, símbolo del trajín existencial, de la improvisación y del desarraigo. La vorágine de los desplazamientos impide el desarrollo de la intimidad y la contemplación de la belleza. Todo es efímero. La cabaña rodeada de nieve, sin embargo, se ofrece como un puesto de observación interna y externa. Allí disfrutará con los matices de la luz sobre el hielo, se sentirá integrado en el paisaje, aprenderá a ser humilde, se recogerá y valorará las cosas de modo de diferente. Cuando deje la taiga, los bosques de tilos, las rutas que el deshielo dibuja en las montañas, no será el mismo hombre.
Este ensayo nos deja un sinfín de citas memorables, así como nos invita a un replanteamiento de nuestro estar en el mundo. Su elogio de la vida sencilla, alejada del capitalismo y del consumo, recuerda a los gustos discretos de Luis de León o del capitán Andrés Fernández de Andrada. Sylvain Tesson pone su descanso en los objetos imprescindibles, aquellos que garantizan la supervivencia: una vela, un lápiz, un cuchillo, un hacha, una tetera o una estufa de carbón. No necesita más. Sus necesidades están cubiertas. La taiga, además, le proporciona cuanto necesita. De este modo, no se siente frustrado –como lo está la gente en las ciudades–, sino en paz. La vida se reduce a los pequeños gestos, y el planeta lo agradece. No hay agresión a la naturaleza. La existencia es inicua.
Una de las lecciones del libro –se trata de un ensayo, no se olvide; contiene ideología–, es la posibilidad de implantación de este modelo existencial (respetuoso con el medio ambiente, con los recursos naturales y con la biosfera) en las poblaciones humanas. ¿Cómo? Huyendo hacia los “bosques interiores”, haciendo propio el lema del ermitaño, que consiste en reducir las “ambiciones a las proporciones de lo posible”.
A la mezcla de asuntos filosóficos, ecológicos, literarios y sociales, Sylvain Tesson añade capítulos donde narra sus aventuras y expediciones por la tundra. Estos fragmentos amenizan el libro y describen tanto la imponente naturaleza rusa, como las tribulaciones de sus huéspedes: pescadores, inspectores de instalaciones meteorológicas o guardias forestales; un elenco de hombres y mujeres humildes pero fuertes y hospitalarios.
Pocas concesiones hay en el libro, sin embargo, a la expresión de la intimidad. El alcohol remplaza al lápiz cuando Tesson da muestras de debilidad.
Quien lea La vida simple aprenderá a vivir como el par de perros siberianos que acompaña al autor: exprimiendo el instante, sintiendo la alegría del estar, sin horizontes ni expectativas que anulen el presente, amando lo diverso y lo contrario.
Un libro es peligroso cuando nos abre puertas y las cruzamos. Y este lo es. Disfruten de la obra, y sobre todo, implántenla.
Interesante...
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