martes, noviembre 19, 2013

Figuras de la historia, Jacques Rancière

Trad. Cecilia González. Eterna Cadencia, Madrid, 2013. 88 pp. 19,30 €

José Luis Gómez Toré

Ninguna aproximación al pensamiento estético contemporáneo estaría completo sin mencionar a Jacques Rancière, cuyas reflexiones políticas resultan asimismo difícilmente prescindibles. Es más, es en la confluencia de ambas preocupaciones donde tal vez pueda encontrarse su aportación más decisiva, especialmente para quienes no quieren renunciar al potencial crítico del arte y al mismo tiempo desean rehuir posiciones simplistas o falsamente reconciliadoras. El pensador francés se muestra así heredero, aunque un heredero ciertamente díscolo y bastante heterodoxo, de una larga tradición que arranca al menos del Romanticismo y de la reflexión kantiana (prolongada por Schiller) y que encontró una brillante prolongación en el siglo XX en filósofos como Adorno, Benjamin o Marcuse.
El presente volumen recoge dos breves ensayos, en los que Rancière explora, a través del cine y de las artes plásticas, los vínculos entre imagen, palabra e historia, lo que no es sino otro modo de seguir indagando entre la relación ya mencionada entre la mirada artística y el espacio de lo político. En este sentido Rancière se revela una vez más como un pensador incómodo (y por ello mismo necesario). Replantear el concepto de representación (de larga tradición en el pensamiento estético, ya desde la mimesis aristotélica) acaba llevando también a cambiar el ángulo de visión sobre lo histórico, lejos de las tesis posmodernas del fin de la historia pero también de la escatología secularizada al modo hegeliano.
El cine, documental y de ficción, así como la práctica y la poética de autores como Flaubert llevan a Rancière a preguntarse por el llamativo nexo que surge entre el arte y lo insignificante, lo que supone poner en primer plano el papel del arte como dador de sentido (al tiempo que como elemento perturbador, que pone en tela de juicio los significados heredados). De ahí que lo insignificante se plantee, en un brillante juego dialéctico, como una categoría central tanto estética como política. Lo irrelevante para los grandes relatos reclama su centralidad, cuestionando así el reparto tanto de lo material como de lo simbólico, la separación entre quienes tienen derecho a preguntar y quienes solo pueden responder, porque se les niega la voz en el ágora y la existencia como sujetos de la historia. El arte es también, pese a los reiterados intentos de levantar su acta de defunción, un ámbito privilegiado para releer las imágenes, para invertir las relaciones entre fondo y figura. De ahí que, dando la vuelta a la célebre y tan mal comprendida afirmación de Adorno, afirme: «después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz solo el arte es posible, porque siempre es lo presente de una ausencia, porque su trabajo mismo es el dar a ver algo invisible […], porque es, entonces, lo único capaz de volver sensible lo inhumano».

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