Salvador Gutiérrez Solís
Ojo, atentos, que ha llegado el sheriff. Desde que le colocaron la estrella en el pecho, nadie se ha atrevido a quitársela. Richard Ford es uno de los sheriff de la narrativa actual, tal vez sea el gran sheriff, el jefe, y por eso, cada cierto tiempo, para sus fieles siempre más tiempo del que hubiéramos deseado, cuando contempla que la cosa se desmanda, que comienzan las turbulencias y los agoreros alzan la voz, pega un puñetazo sobre la mesa y exhibe su fortaleza. En cada nueva entrega de Ford, tras cada línea, yo creo escuchar: Leed, esto es una novela, así se escribe una novela.
Richard Ford es un escritor fiable, una apuesta segura. Es como una de esas marcas de automóvil o de motocicleta, de solvencia contrastada a lo largo de los años, que nunca te deja tirado en mitad de la carretera. Sabes, antes de comenzar, que el viaje alcanzará su objetivo. Puede que con algún bache, tal vez una curva mal señalizada, nada problemático en cualquier caso, no pasará de un leve susto, siempre será un buen viaje. Un gran viaje, excepcional, maravilloso, a ratos.
Hay lija y seda, arrugas y algodón, en Canadá, la nueva novela de Richard Ford. Una novela dura y sensible al mismo tiempo, terciopelo y acero. Porque así lo requiere esta historia, Ford recupera ese lado tosco, seco, en el que tan bien se desenvuelve. La dureza de Montana, la incomodidad de ese Canadá permanentemente invernal, las despedidas de la adolescencia, la noria de la vida.
Algunos críticos han intuido referencias de Carver en la obra de Ford, aunque también cabe la posibilidad de que suceda justamente lo contrario: Carver era muy Ford. En cualquier caso, hablamos de narradores que han establecido el realismo —y, por favor, no adjetivemos ese realismo— como espacio, marco, ámbito, sobre el que desarrollar una narrativa con aspiración de totalidad, de diagnóstico exacto y exhaustivo de los hombres, sus días y sus cosas.
En Canadá, como en buena parte de sus títulos, se percibe, se huele, se palpa, la artesanía de la narrativa de Ford. La paciencia del arquitecto de las palabras, no permite que no ocupen su hueco correspondiente y que cumplan, adecuadamente, con la función que les fue asignada. Richard Ford camufla el artificio narrativo con una naturalidad que parece fácil, por su ritmo, por su familiaridad, porque nos embauca, en una constante demostración por transformar la laboriosidad en agilidad y el artificio en sencillez. La sabiduría del arquitecto.
Canadá es una novela de personajes y de localizaciones, de sueños rotos, piruetas del destino y de íntima introspección. Ford juega con los extremos con una deslumbrante naturalidad, no pretende que nos sobrecojan, que los rechacemos o que los asumamos. Sólo nos los muestra, sin juicio, sin contaminar por la conciencia del escritor. Esta es la historia y así sucedió y así la cuento. Una novela con un arranque extraordinario, explosivo, que podría haber pesado como una losa en el desarrollo posterior, pero que Ford sabe mantener página a página sin ofrecer ni un solo atisbo de cansancio. Modula ritmos y frecuencias, su respiración no se resiente en las distancias largas.
Por ponerle un reparo a Canadá, que es un reparo que le hago a toda la obra de Ford, es un reparo muy personal, prefiero el Ford “narración” al Ford “reflexión”, y eso que en esta novela la historia, el contar, la narración, en definitiva, está por encima de la reflexión. Ese bache que no resta valor al viaje, nada grave.
Nos tiene muy mal acostumbrados Ford, Canadá es otro título formidable, soberbio, una incontestable exhibición narrativa: esto es una novela, y así se escribe. Ya sólo nos queda esperar una próxima entrega. Una tranquila impaciencia, en cualquier caso, no nos defraudará.
Pues sí. Una muy buena novela, desde luego. Cosa rara en época de vacas flacas.
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