Julián Díez
Había escuchado el tópico de que el ajedrez es boxeo mental, pero no me lo creí del todo hasta que tuve la oportunidad de asistir a una de las partidas del duelo de candidatos que disputaron en El Escorial, hace ya veinte años, el inglés Nigel Short y el holandés Jan Timman. Era una época de plenitud del ajedrez-espectáculo; el ganador tendría la oportunidad de medirse con Garri Kasparov y ser el primer occidental en jugar por el campeonato del mundo desde Bobby Fisher. La bolsa para esa final se adivinaba de millones de dólares, algo a lo que ninguno de los dos contendientes podrían volver a aspirar jamás. Timman, más maduro, había dominado en las primeras partidas; por la mañana, encontré a Short, de rodillas, rezando en la basílica del monasterio, en una pose decididamente poco ajedrecística. Justo la partida que yo presencié fue la vuelta de la tortilla, en medio de una tensión asfixiante; los síntomas del drama podían interpretarse en cada gesto de los duelistas, en la crispación de los espectadores, los movimientos bruscos de las piezas con el tiempo ya agotado...
Desde entonces, he consumido mucha cultura relacionada con el ajedrez, tanto libros como cine, aunque yo mismo no paso de ser un jugador casual. Sin embargo, he visto raramente reflejada en ellos esa atmósfera monomaníaca, obsesiva, apasionante, que viví por primera vez en El Escorial. Antes que el libro que vengo a comentar, únicamente en Novela de ajedrez de Stefan Zweig.
No en vano Walter Tevis escribió otra de las grandes novelas sobre deportes-juegos de toda la historia, El buscavidas. Gambito de reina, más reciente, no ha tenido la fortuna de una adaptación cinematográfica que la mantuviera viva, pese a que en ella se encuentran las cualidades necesarias. Tevis, un narrador estadounidense de la escuela más clásica de su país, narrativamente poderoso y estilísticamente eficaz, ofrece aquí todos los ingredientes: personajes cuidados, un ritmo que sin desbocarse consigue mantener el interés de forma permanente, y una trama en la que casi imploramos por el final feliz, por la consecución de los sueños de una protagonista memorable.
Beth Harmon, la chica que descubre el ajedrez a los ocho años y que como el Dr. B de Zweig se convierte en maestra jugando partidas en el tablero de su mente, es un personaje simplemente inolvidable. Huérfana de tendencias autodestructivas, limitada allí donde no es genial, Beth tiene el punto necesario de humanidad para convertir en creíble su historia de jugadora intuitiva, y para conseguir que el lector se implique emocionalmente con su desigual lucha contra todo.
Tevis dibuja con maestría el ascenso de la chica no hasta la cima absoluta, lo que seguramente hubiera restado verosimilitud al relato, pero sí al menos hasta el éxito. En su camino, nos mostrará el universo claustrofóbico y obsesivo del ajedrez, con todo su abanico de característicos: el jugador talentoso pero de atención errática, el monomaníaco falto de imaginación pero con miles de variantes memorizadas, la maquinaria de estudio soviético que convirtió el juego en una ciencia casi estadística... Un microcosmos representativo de nuestra sociedad en su conjunto y de las distintas actitudes ante dificultades de la vida que son, tantas veces, meras partidas de ajedrez. Al igual que, en otras ocasiones como las que presenta este libro, el juego puede ser más grande que la vida.
Me ha encantado tu blog
ResponderEliminarbrindo por vos