Luis Manuel Ruiz
En la pequeña población de Rinjsburg, a cuarenta kilómetros de Amsterdam, hay una casita de grandes adoquines con tejado a dos aguas y ventanas emplomadas que contiene un museo. Las dos salas de que consta ofrecen al visitante detalles nimios de la vida tal y como tenía lugar cuatrocientos años atrás: una cama con dosel y sábanas de Holanda, jofaina, espejo, escabel; un conjunto de útiles de aspecto desconcertante que, si el profano no lee el prospecto que recibe a la entrada, jamás llegará a reconocer como herramientas para la manufactura de lentes; un escritorio con candil y un armario donde se acumulan centenar y medio de libros gruesos como sacos, todos ediciones originales del siglo XVII y anteriores, en seis lenguas, holandés, portugués, español, hebreo, latín y griego. Es la biblioteca de Spinoza: una radiografía, como si dijéramos, del interior de su cerebro, una imagen al trasluz de la mente que alumbró el sistema metafísico más detallado y sorprendente de la historia de las ideas. Poseer la biblioteca de Spinoza significaría algo así como apropiarse de su alma, de los prodigios y vislumbres que llegó a contener: sería el correlato más acabado de ese viejo ritual mediante el cual las tribus del pasado pretendían asumir el valor o la fuerza del rival devorando su corazón. Un hombre quiso devorar el corazón de Spinoza, es decir, robar su biblioteca. Fue Alfred Rosenberg, ideólogo nazi, miembro de la plana mayor del NSDAP y uno de los responsables directos de la masacre de seis millones de judíos en la Segunda Guerra Mundial. Rosenberg detestaba a los judíos, pero admiraba a Spinoza. Eso le ponía en un aprieto: en un dilema insoluble entre cuyas aguas se mueve la novela de Irvin Yalom que reseño aquí.
El nudo gordiano que Yalom ha elegido tiene su enjundia. Un filosofastro mediocre deslumbrado por la claridad de un pensamiento como no se ha visto jamás; un huérfano necesitado de aceptación social siguiendo los pasos de un hombre que renunció a la sociedad para poder entregarse a la búsqueda de una certeza; un fabricante de prejuicios, abatido él mismo por un montón de ideas heredadas sobre un pueblo que no tiene derecho a la vida, enfrentado a alguien que dedicó toda su vida, o gran parte de ella, a la destrucción de los prejuicios. Yalom sabe explotar esta veta de contradicciones con tino profesional: no en vano ejerce la psiquiatría en Stanford y sabe lo suyo de explorar los recovecos más laberínticos de la duda y el vértigo. El método que el autor elige para aproximarnos a este choque entre dos mentalidades imposibles de reconciliar es uno que también empleó en títulos anteriores dedicados a otros ancestros filosóficos de la Modernidad. Si en Un año con Schopenhauer (The Schopenhauer Cure, 2005) revelaba las posibilidades salutíferas del gran pensador alemán y calvo, y en El día en que Nietzsche lloró (When Nietzsche wept, 1992) retrocedía al historial sentimental del autor del Zaratustra para explicar su rebelión contra el universo, nos propone ahora un sesgo psicoanalítico que explique, a la par, la huida de Spinoza del medio en que creció y se educó y el odio y la adoración alternativos de Rosenberg frente a ese medio, que pretende aniquilar.
La fascinación literaria por la figura de Spinoza, ese santo laico, no es nueva. De 1837 data el texto pionero de Berthold Auerbach Spinoza: Ein Historischer Roman, continuado a finales del siglo XIX por la pieza teatral de Israel Zangwill The Lens Grinder, y, ya en 1913, por Amor Dei: Ein Spinoza Roman, del propagandista del racismo biológico y futuro nazi Erwin Kobenheyer. Entre las aproximaciones más recientes se cuentan las de Isaac Bashevis Singer (Spinoza of Market Street, 1963) y Goce Smilevski (Conversation with Spinoza, 2006), o, por citar un par de ejemplos de aquí cerca, Ricardo Menéndez Salmón (La filosofía en invierno, 1999) y Juan Arnau (El cristal Spinoza, 2012). Escritores del más diverso pelaje han dedicado poemas, obras de teatro y novelas, sobre todo novelas, a este hombre sin sustancia, de biografía inequívocamente tediosa, que revolucionó el panorama de la filosofía moderna con sus premisas, a saber: que Dios no mora en las alturas, sino en la casa de al lado; que no tiene sentido rezar porque no nos oye; que nuestra alma y nuestro cuerpo son lo mismo y que un picor en el talón también tiene reflejo en una idea, una sospecha, un miedo; que cambiar el mundo significa cambiarte a ti mismo; que la alegría es el sentimiento obligatorio de cualquiera que se encuentre responsablemente en el mundo y pretenda medrar en él. Yalom rastrea algunos de los hitos de este ideario a través de los sucesos más reseñables de la existencia de quien lo engendró, que son pocos: el hérem o excomunión que lo alejó de la comunidad judía de Amsterdam en 1656; la puñalada trapera con que un integrista portugués intentó poner fin a sus herejías dos años después; el paciente, infinito pulido de lentes en una trastienda; las discusiones con Van den Enden y los colegiantes; la exuberancia de la vida interior, secreta, invisible, por debajo del rostro de un hombre acusado de frialdad y a menudo incomprendido. Alternando capítulos pares e impares, Yalom combina la vida de Spinoza con la de su némesis: así, en escenas que ganan sabor con el contraste, asistimos también a la incompetencia de Rosenberg en el instituto de bachillerato en que estudia, a sus primeros escarceos con el partido nacionalsocialista, su amistad con Eckart y Hitler, la depresión final en que le hunde el fracaso de su indigesto El mito del siglo XX, obra de lectura obligatoria en las escuelas arias donde se revela que la causa de la degeneración mundial radica en el judaísmo. El problema de Spinoza al que hace referencia el título se plantea, así, del siguiente modo: cómo es posible que una raza degenerada y nociva produjera la mayor mente que ha conocido la humanidad. Pero, aplicando las herramientas psicoanalíticas de las que el autor se sirve tan a gusto, el problema puede llegar más lejos e interrogar directamente al lector: ¿cómo es posible despreciar a quien no se conoce? A menos, claro es, que el desprecio no sea sino otra versión u otro nombre de la propia ignorancia.
El enigma Yalom :
ResponderEliminarPorqué ser psiquiatra si prefieres la filosofía?
Es la terepia existencial una manera mejor de ganarse la vida que pulir lentes y meditar?
Porqué los psiquiatras son pedantes como Frasier' e igual de soberbios?
La paradoja de si un se humano puede ser lo suficientemente generoso como para ayudar a otro a ser mas fuerte y arriesgarse a que le cuestione.
Psiquiat3as versus madres.