José Manuel Hernández
Existe un relato de la Transición, construido casi en paralelo a los acontecimientos y
que se quiere oficial, según el cual el proceso de democratización vivido en España
entre 1975 y 1982 fue posible gracias al pacto alcanzado, sin apenas conflicto, por
todos los agentes sociales y políticos del país. Aún así, aunque al principio de
manera subterránea, no tardaran en surgir voces alternativas que impugnarán,
poniéndola en tela de juicio, la trama oficial de los hechos. La mayoría de esas
narrativas heterodoxas, ansiosas a menudo por reivindicar el punto de vista propio
de una España diversa, van a legitimar su mirada sirviéndose de un instrumento
poderosísimo: el que ofrece la lógica del testimonio.
La última novela de Javier Cercas, Las leyes de la frontera, acude también a la
dinámica testimonial para recuperar una de las caras b del relato del la Transición
española: la del recorrido melancólico por el nacimiento, la eclosión y el ocaso de la
potente y trágica cultura quinqui. Los rasgos definitorios de su argumento son
lineales y claros: a petición de un escritor que pretende hacer un libro sobre el
delincuente común más famoso del postfranquismo, el Zarco, (proyección ficticia del
real Vaquilla), el abogado Ignacio Cañas reconstruye una particular historia de
seducción y desencanto propiciados por un giro vital: el que produjo, durante su
adolescencia de charnego de clase media en Girona el descubrimiento de un
universo suburbial poblado por quinquis, y donde reinan soberanas la osadía impune
del Zarco y la trasgresión erótica de la Tere. Para habitar ese mundo, Cañas habrá
de impugnar una serie de leyes; una de ellas, la más profundamente recubierta de
valor simbólico, es la que se desprende de la división férrea de la cartografía urbana:
la ley de la frontera entre barrios, clases y mundos que, aún estando tan
físicamente cercanos, en realidad se contraponen entre sí.
La economía narrativa de la novela, construida a partir del testimonio de Cañas (y
de su álter ego Gafitas, apodo que el Zanco le pondrá nada más conocerlo), se
encuentra completamente al servicio de la portentosa labor de reconstruir un mundo
que ya no existe. Es así como Cañas-Cercas guían al lector por los recovecos de los
bares y plazas de una Girona fantasmagórica, entre el peso de la memoria que la
reconoce y las ansias de una melancolía nacional que no consigue evitar el olor a
fracaso que todo relato de una pérdida provoca. En esa evocación, el lector
consigue también tocar con sus manos la adrenalina que permite al Gafitas, al final
del verano del 78 y completamente ajeno a la oficialidad constituyente, dinamizar la
barrera de la propia condición y convertirse en adulto.
Si en Anatomía de un instante la prosa de Javier Cercas, gracias a su vínculo
referencial con la historia, consigue movilizar la energía poética escondida en los
gestos y voces del destello político del final de la Transición, en Las leyes de la
frontera la solidez de la ficción conduce al lector por una de las contrahistorias de
aquel período. Su hilo conductor está compuesto por las luces que proyecta, como
si de una máquina del millón se tratara, la cultura quinqui de periferia, pero también
la miseria, la desidia y el abandono que sus chispas reflejan y que la atención
mediática destapa. Esa otra frontera, entre ficción y realidad, entre el tiempo del
relato y el de la enunciación, constituye la apuesta estructural más sólida del autor,
gracias a la cual consigue hacer emerger la inexorable vinculación entre vida y
escritura que se desprende del resto de sus obras.
Los lectores asiduos de Cercas descubrirán aquí, además, otro logro: el cultivo
cada vez más perfeccionado de una poética de la memoria. Sobre ella se edifica la
ambivalencia que se desprende del ejercicio literario de ficcionalizar parte de la
realidad; de allí emergerá también el perímetro poroso de la última frontera contra
la que el libro parece luchar: la línea siempre problemática que separa el pasado del
presente, los ayeres colectivos del hoy cada vez más incierto.
Gracias por ponerlo aquí... J.M. Hernández
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