Victoria R. Gil
¿Qué sabemos hoy de Ricardo III? ¿Que fue un ambicioso rey, cruel e implacable? ¿Que su cuerpo era tan deforme como su alma? ¿Que se libró, sin importar lo sangriento del método, de todo competidor al trono de Inglaterra, incluidos sus propios sobrinos, dos niños encerrados en la Torre de Londres? Éstos son, sin duda, los rasgos que nos sugiere un personaje tan shakesperiano, a quien los libros de historia, el teatro y el cine han representado siempre como la maldad en estado puro, capaz de la mayor infamia y de la peor traición.
Pero, ¿y si ese tullido y siniestro Duque de Gloucester no fuera más que la imagen distorsionada de la auténtica figura histórica que se oculta detrás? ¿Es posible que, con la impunidad del vencedor, la dinastía Tudor que se instaló en el trono inglés tras la Guerra de las Dos Rosas reescribiera los hechos para ensalzar el nuevo orden por el efectivo procedimiento de difamar el anterior?
Con tan singular premisa, la escritora escocesa Josephine Tey, seudónimo de Elizabeth Mackintosh, escribió en 1951 una sorprendente narración policíaca, considerada un clásico por los amantes del género y elegida como la mejor novela de misterio de todos los tiempos por la Asociación de Escritores de Crímenes de Gran Bretaña. Pero no se dejen confundir por una senda argumental que desemboca en el año 1485 y en un tiempo en el que la Edad Media inglesa está a punto concluir. Ésta no es una novela histórica con un monje por investigador o cualquier otro personaje igualmente sagaz y pintoresco. Alan Grant, su protagonista, es un inspector de Scotland Yard que habita el siglo XX y que, inmovilizado a causa de un accidente y aburrido por la inactividad, decide investigar un crimen ocurrido casi cinco siglos atrás.
Todo comienza con un retrato de Ricardo III en el que, para su asombro, Grant cree observar a «una persona acostumbrada a una gran responsabilidad y responsable en su autoridad. Una persona demasiado concienzuda (…) Un hombre que se sentía a gusto en situaciones de gran relevancia, pero ansioso por los detalles». Tal vez un juez, acaso un príncipe, pero nunca «el jorobado, el monstruo de los juegos infantiles. El destructor de la inocencia. Un sinónimo de vileza». Sorprendido de que su instinto de sabueso olfatee orden y juicio donde siglos de historia sólo han visto deshonor y mezquindad, Grant inicia una investigación sobre Ricardo de Gloucester a partir de biografías, crónicas de la época y la ayuda entusiasta de un joven historiador que suple con labor de campo su obligada inmovilidad en el hospital donde se recupera.
Los más de 400 años transcurridos desde que Ricardo muriera en la batalla de Bosworth (aquélla en la que Shakespeare le hizo clamar, sin éxito, por un caballo) no son un obstáculo para que Grant se afane en descubrir al verdadero asesino de los príncipes de la Torre. Ni tampoco restan efectividad a los métodos policiales que acostumbra a usar diariamente en su trabajo: una lista de sospechosos, un móvil que justifique el crimen, la oportunidad para cometerlo, buscar reacciones extravagantes, confirmar las coartadas, demostrar quién se beneficia del delito… Con ellos y con la tenacidad del policía que sigue un rastro de muerte, el inspector se sumerge en archivos y legajos que lo conducen a revelaciones inesperadas.
¿Mató Ricardo III, último rey de la casa de York, a sus sobrinos, o, por el contrario, lo hizo Enrique VII, primer monarca Tudor? ¿Había más personas interesadas en la desaparición de los herederos? ¿Pudieron cometer otros el crimen? ¿Se produjo, en realidad, tal crimen? Es posible que los hechos, tal y como los conocemos, no sean más que una extraordinaria fabulación y Grant recela cada vez más de las conclusiones históricas, tan faltas de la necesaria lógica deductiva, que lo impulsan a seguir con sus pesquisas: «Se atribuía a Ricardo III la muerte de sus dos sobrinos, y su nombre era sinónimo de maldad. Pero a Enrique VII, cuya “política afianzada y meditada” consistía en aniquilar a toda una familia, se lo tenía por un monarca astuto y previsor. Puede que no despertara mucho cariño, pero era constructivo y trabajador, además de un triunfador».
La verdad, como asegura el proverbio que da título al libro, es hija del tiempo. Y con este sugerente viaje al pasado por el que nos conduce Josephine Tey no sólo tendremos la oportunidad de descubrirla, sino que disfrutaremos de una investigación policial, insólita y apasionante, que nos dejará con la incómoda sensación de que el Ministerio de la Verdad empezó su vergonzosa labor mucho antes de 1984.
La reedición de esta magnífica novela de Tey en la Serie Negra de RBA pone de nuevo al alcance de los lectores españoles a una autora que sólo había sido publicada en nuestro país hace dieciocho años, con una edición de bolsillo de La hija del tiempo difícil de encontrar hoy, incluso en librerías de viejo. Aprovechen esta oportunidad de contemplar el pasado desde una nueva perspectiva y de averiguar si el último rey de la dinastía Plantagenet fue digno de desprecio o de admiración.
Una reseña muy interesante que invita a leer el libro. Muchas gracias
ResponderEliminarEl libro es increíble por la cantidad de datos que aporta. Muy interesante. Me quedan pocas páginas para acabar pero me pregunto si es todo cierto lo que dice, ¿por qué no se ha corregido la historia?
ResponderEliminarAnónimo (del 6 de marzo) imagino que es muy difícil cambiar una idea aceptada durante siglos, pero si has seguido el proceso de recuperación del cadáver de Ricardo III y su entierro con honores reales, habrás visto que ya ha empezado a resquebrajars la leyenda negra urdida contra él. Los 'ricardistas' estamos de enhorabuena.
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