viernes, enero 25, 2013

El insólito peregrinaje de Harold Fry, Rachel Joyce

Trad. Ana Rita da Costa García. Salamandra, Barcelona, 2012. 336 pp. 17 €

José Morella

No creo que haya ninguna manera buena o mala de escribir novelas, pero a mí en particular me gustan (gustar no es la palabra, pero ya me entienden) las que me obligan de repente a dejar de leer. A revisar mi vida entera. Pedrada a la cabeza y ¡bum!, desorientación. Cómo me estoy relacionando con los otros y por qué demonios lo hago así —pedrada política—, o cómo me relaciono conmigo mismo —pedrada existencial o espiritual—, aunque al final las pedradas son pedradas y se parecen mucho entre sí. Ahí se queda uno, quieto en plena calle o en el metro o donde sea, inmóvil, con la mirada en un punto fijo y el libro abierto en la mano. La literatura como lo opuesto a la yuxtaposición de distracciones que a veces se confunde con la cultura. Es curioso que muy a menudo las novelas se glosan diciendo que se han leído de una sentada, sin parar: una lectura "ágil". Pero aquí —en el libro de Rachel Joyce, en la historia del (¿caballero?) andante Harold Fry— se da lo contrario. Paradas obligatorias. Te queda claro, como lector, que te estás leyendo a ti. Todo empieza el día que Harold Fry, un hombre mayor, de vida gris, que vive retirado con su mujer, recibe la carta de una antigua amiga que se está muriendo en la otra punta de Inglaterra. Fry escribe una respuesta y sale al buzón para echarla. Sin saber muy bien cómo ni por qué, no la echa. En lugar de eso, camina 1009 kilómetros para responder en persona. No lleva móvil, ni ropa adecuada, ni unos buenos zapatos para caminar, ni tiene la más ligera idea de lo que significa caminarse Inglaterra a pelo.
La escritura de Joyce tiene un valor radical: es la construcción de un texto a partir de la toma de conciencia por parte de los personajes de las experiencias que se saltaron durante sus vidas; las experiencias que prefirieron no tener para poder apartar la vista, de esa manera, a emociones con las que no se atrevían a lidiar. Se trata de una táctica pésima: hacerle la vista gorda a la propia vida. Vivir menos, desperdiciar el milagro de estar respirando sobre la Tierra. El peregrinaje, el camino mismo, ayuda a Fry a entenderlo. Por ejemplo cuando la dueña de una pensión, viéndole en un estado deplorable, le ofrece comida fuera del horario de desayuno: "si aceptaba su amabilidad, si tan solo cruzaba una mirada con ella, temía romper a llorar". Se queda, pues, sin gozar de esa amabilidad. Conforme camina van llegando a su memoria "todas las cosas a las que había renunciado a lo largo de su vida. Las breves sonrisas. Las invitaciones a tomar una cerveza." A medida que Fry rememora esas ocasiones, ocurre que: 1) suelta pesados fardos emocionales y empieza a relacionarse con la gente de un modo distinto e insospechado; 2) Joyce hace avanzar la acción y revela secretos de la trama con cada pequeña epifanía de Fry, de modo que el lector se vaya enterando de lo que de verdad se cuece ahí adentro. De qué les ha pasado a Fry, a su mujer Maureen y al hijo de ambos; 3) el lector también vuelve la vista atrás para repasar su vida y puede ser que entre, tal vez, digo yo, en algún que otro interesante problema.
En el terreno corto, Joyce también me gusta. Harold sale de su casa sin sospechar que va a pasarse 87 días caminando, y lo hace así: «Cerró la puerta de la calle entre ambos (él y su mujer), tomando la precaución de no dar un portazo.» Así de simple. Así es como se da un portazo en una novela sin tener que darlo. El lector oye el golpe sin oírlo y saca ipso facto su lengua perruna de salivar: qué pasa entre esas dos personas, sobre qué historia generadora de portazos son incapaces de hablar. En dos líneas de texto. Es lo que en fútbol se llama regatear en un palmo de terreno.
Las decisiones que Fry va tomando durante el viaje, o al menos las correctas, las toma siempre desde un lugar no racional. Las decisiones le toman a él. Hay una especie de orden de la vida que él recoge como una señal elécrica, como un telegrama del universo que su cuerpo manda a su sesera en forma de orden irrecusable. Crece en él una confianza en su intuición que le hace aprender infinidad de cosas desde la no-mente, o dicho de un modo más coloquial, sin comerse el coco. Sin darle tantas vueltas a las cosas como antes, vueltas que, al fin y al cabo, son muy a menudo excusas que nos ponemos para no encarar lo que nos pasa. Aprende la paz de no tener nada, de despojarse de lo superfluo. Nada satisface y eso está bien. La alegría lo arrasa de repente, lo deja roto y nuevo a la vez. Joven. Aprende que dar y a recibir, dos cosas que son literalmente lo mismo y no se pueden aprender por separado. Aprende, como Thoreau en el lago Walden, «a comer margaritas, manzanilla, linarias, y los dulces brotes del lúpulo». También aprende a no juzgar a los otros ni a sí mismo. A no forzar la realidad. A no reaccionar desde el dolor. No nos extraña que a su mujer se le aflojen las rodillas y no pueda casi hablar al comprobar su transformación, la intensidad de su presencia y su alegría, su mirada nueva que ya no se aparta de ninguna cosa. ¿Dónde quedó aquel inglés estereotípico, de esos que confunden cortesía y frialdad? ¿Dónde está ese hombre que no respiraba por no molestar, ese neurótico a base de ser normal hasta el extremo? Fry ha soltado amarras. Cuando siente hambre o sed, ya no son el hambre y la sed de antes. Son bíblicas. Se come un sándwich que estalla en sus papilas gustativas "como si fuera la primera vez en la vida que comía". Empieza a vivir de verdad.
Pero este despertar no debe confundirse para nada con un fin del sufrimiento. Es un fin de la capacidad de autoengaño, que es algo muy distinto. Harold sólo está empezando. Aún tiene que llegar al otro lado del país. Tiene que ver a su amiga Queenie Hennessy, que se está muriendo. No sospecha hasta qué profundidades de sí mismo tendrá que descender aún en el camino. Yo no recuerdo una combinación más intensa de angustia, honestidad y hermosura que la que se da en las últimas páginas de esta historia. No estamos en absoluto ante la típica novela de aprendizaje. Lo que se nos presenta es un raro e inverso exorcismo, brutal, conmovedor, que me parece que dejará a más de un lector boquiabierto y alucinado, como me ha dejado a mí.

2 comentarios:

  1. Maravilloso trabajo el que nos compartes, un excelente blog.

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  2. He leído reciéntemente este libro, primero de Rachel Joyce, animada por la gran cantidad de críticas positivas que había recibido desde su edición en inglés, y debo decir que me ha encantado. Una historia entrañable cuya lectura te va sorprendiendo a medida que avanza el libro. A pesar de su sencillez no te aburre en ningún momento y sin haber estado allí, puedes imaginarte sin esfuerzo los lugares que Harold visita, las personas que se cruzan en su camino y las situaciones que vive. Mi consejo es que no tengas prisa por acabar de leerlo, pues invita a la reflexión. Al final, mi pregunta es ¿cuántos muros construimos a nuestro alrededor a lo largo de la vida? ¿cuántos de ellos estamos dispuestos a derribar antes de que sea demasiado tarde? Gracias por leerme.

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