Victoria R. Gil
A los nueve años me enamoré apasionadamente de Maite Blasco y Juan Diego, y de la pareja a la que daban vida en nuestra única televisión en blanco y negro: Anne Elliot y el capitán Wenworth. En esto de los amores literarios, lo de menos es el sexo. Conozco a pocas personas que, tras haber leído Orgullo y Prejucio, no sientan igual pasión por Lizzy Bennet que por el señor Darcy. Y ésa es una de las causas por las que las novelas de Jane Austen resisten tan bien el paso del tiempo. La viveza que esta solterona (adjetivo aplicable en la época a toda mujer no casada que superase los veinticinco años) dedicada a sus labores confiere a sus protagonistas los vuelve creíbles y, sobre todo, inolvidables. No importa si lo son por su grandeza, por sus miserias o por todo ello, siempre perduran en la memoria.
Esa fuerza que traspasa el tiempo y el papel hace posible que sus novelas sean redescubiertas por lectores que poco tienen que ver con la burguesía rural en la que viven, unos mejor que otros, sus personajes. Porque lejos de esa literatura frívola y romántica que muchos aún ven en sus libros, cegados por los bailes de salón y el final feliz, Austen no pierde ocasión de dirigir más de una andanada contra las desigualdades de clase, la injusticia social o la subordinación femenina.
Empecé hablando de Persuasión, no me lo tengan en cuenta, porque fue la obra que me llevó a Jane Austen, para que luego digan que la televisión no fomenta la lectura. Pero ambas novelas, Persuasión y La abadía de Northanger, están relacionadas no sólo por haber sido publicadas en un único volumen tras la muerte de su autora, sino porque comparten paisaje, esa ciudad de Bath donde los ingleses iban más a ser vistos que a disfrutar de sus aguas termales.
Bath es el escenario perfecto para que Austen convierta en farsa la impostada coreografía social a la que se someten todos sus visitantes. «Cada mañana traía ahora consigo sus obligaciones. Había que recorrer las tiendas, había que conocer alguna parte nueva de la ciudad y había que frecuentar los salones del balneario, para desfilar de un lado a otro durante una hora mirando a todo el mundo y sin dirigir la palabra a nadie». Aquí llega la joven Catherine Morland, una de las protagonistas más peculiares de la escritora, ya que si bien comparte con el resto de mujeres austenianas su resistencia a encajar en el molde que tienen predestinado, carece de todas las características que deberían convertirla en la clásica heroína de novela. Sobre todo, de los relatos góticos tan populares, contra los que Jane Austen carga sin reservas.
Tras una infancia en la que Catherine prefiere practicar «el críquet, el beisbol, la equitación y triscar por el campo antes que leer un libro», la joven decide a los quince años prepararse a conciencia para «convertirse en heroína». Y lo hace leyendo «cuantas obras deben leerse para abastecer la memoria de esas citas que tan prácticas y tranquilizadoras resultan en las vicisitudes de una vida agitada». Entre las perlas que la afanosa muchacha recolecta están los versos de Thomas Gray: «Más de una flor brota y florece sin ser vista», y de James Thomson: «Deliciosa es la tarea de enseñar a caminar a la joven idea», y, por supuesto, alguna cita de Shakespeare, que siempre es apropiada como réplica.
Austen ridiculiza la enseñanza superficial que reciben las mujeres de su tiempo, encorsetadas no solo físicamente sino también por un aprendizaje que se reduce a leer, escribir, dibujar, tocar el piano y quizás, con suerte, algún idioma. Y lo hace con un humor y una ironía que lo mismo vale para reclamar más autonomía femenina que para desmontar los convencionalismos sociales o los matrimonios de conveniencia.
Empeñada en descubrir hombres misteriosos y esqueletos ocultos, Catherine afronta con indestructible candor las mentiras y las argucias de quienes la rodean, inmune a la realidad hasta que el mundo termina por mostrarse como es: interesado y manipulador.
En esta reedición en tapa dura de Alba, la editorial que con más mimo ha tratado a la autora en nuestro país, repite como traductor Guillermo Lorenzo, responsable de la versión publicada por Bruguera en 1983. Quizás por eso ha optado por basar su trabajo en la edición de Anne Henry Ehrenpreis (publicada en Penguin Classics) y no en la de John Davie (publicada en la Oxford University Press) como hizo en aquella ocasión, para renovar una obra que sigue siendo deliciosamente divertida dos siglos después de haber sido escrita.
G. K. Chesterton lo dijo mucho mejor que yo: «Jane Austen es el reverso mismo de una solterona almidonada o famélica. (…) Tras la fachada desapasionada de esta artista también está la pasión; pero su pasión, tan original, era una especie de alegre burla y de espíritu combativo contra todo lo que ella consideraba mórbido, laxo y venenosamente estúpido».
No he leído este libro (todavía), pero de Austen me encanta precisamente esa mirada crítica de la que hablas y su forma de reivindicar una educación en condiciones para la mujer. Tenemos mucha suerte de poder seguir disfrutando de sus libros.
ResponderEliminarSaludos.
Mi primera novela de Jane Austen fue Emma, que me leí en una noche y sigue siendo a día de hoy mi favorita, aunque tampoco hago ascos a Northanger Abbey ni a P&P.
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