Cristina Consuegra
Hay autores que firman extrañas alianzas con los lugares que habitan. Esa especie de conjura literaria ha dado grandes alegrías a la historia de la palabra escrita; nombres como Henry James, Charles Dickens, Katherine Mansfield y Nikolai Gogol, por citar algunos, han ayudado a entender cómo esos lugares edifican nuestra identidad a partir de la relación que se establece entre entorno e individuo, simbiosis que en ocasiones sólo puede explicarse a través de la ficción. En el caso del título objeto de esta crítica, Historias de Nueva York (Nórdica, 2012), de O. Henry, seudónimo de William Sydney Porter, este libro puede ser considerado una suerte de cartografía neoyorquina de la época, mapas trazados a partir de relatos cuyo motor narrativo depende exclusivamente de los personajes que las llevan a cabo, personajes que son reflejo de un tiempo y un lugar, edificados desde el siempre interesante lecho de la cotidianeidad.
William Sydney Porter es considerado uno de los padres del relato corto estadounidense, un autor conocido por los giros inesperados en el desenlace de la trama de cada relato y por argumentos de factura popular con los que pretendía llegar al mayor número posible de lectores. Para entender la breve trayectoria literaria de este escritor nacido en Carolina del Norte, debemos viajar hasta el instante en el que decide cambiar su nombre por el de O. Henry, cambio de identidad con el que inicia una nueva vida en Nueva York, adonde llega tras cumplir tres años de condena por robar una pequeña cantidad de dinero; ciudad que no sólo le otorga la libertad de firmar sus relatos con otro nombre sino que le sirve de fuente de inspiración para crear buena parte de las obras que conforman su corpus, ciudad con la que establece una relación basada en el ejercicio de la ficción y que le permite observarla con una mirada única y brillante.
Historias de Nueva York es posiblemente el título más importante en la trayectoria literaria de su autor porque reúne algunos de los relatos por los que O. Henry se hizo popular y porque en esta obra encontramos todas las características que lo han convertido en uno de los autores imprescindibles para entender el entramado literario de los EE.UU., desde los mencionados giros a la hora de resolver la historia, hasta la construcción de personajes de todo tipo de pelaje, protagonistas poco frecuentes en la literatura de la época, siempre responsables de una realidad cercana, certera. No hay que olvidar el empleo del lenguaje, uso que imprime un ritmo en ocasiones demasiado acelerado para el relato, cuestión que se deriva del desarrollo de una trama cinemática, trama de mayor extensión si la comparamos con el planteamiento o desenlace de la historia; estructura, al fin y al cabo, que su autor fue perfeccionando con cada relato hasta convertirla en fórmula literaria. Características que sorprenderán al lector que se acerque a este conjunto de piezas breves por el rigor ficcional de un tiempo y por dibujar la ciudad que nunca duerme como pocos han sabido interpretarla. Sin duda, uno de los títulos más celebrados del otoño literario que se aproxima.
Entre que soy una enamorada de Nueva York, lo que contáis, y la magnífica foto del Flatiron Building de la portada, queda más que apuntado.
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