martes, enero 31, 2012

El diablo de la botella, Robert Louis Stevenson

Trad. Federico Villalobos. Ilust. Pablo Ruiz. Traspiés, Granada, 2011. 61 pp. 13,80 €

Pedro M. Domene

Robert Louis Stevenson vivió una infancia feliz, aunque de naturaleza enfermiza, heredada de su madre, debió soportar largos períodos de convalecencias que le llevaron a viajar y pasar largas temporadas en diversos países, buscando una mejoría para su salud. Su hijastro, Lloyd Osbourne, manifestaba que, pasear junto a él, podría convertirse en uno de sus grandes placeres porque, de repente, se creía un pirata, un piel roja o, incluso, un joven oficial de marina con informes secretos para un espía. Stevenson es el escritor que ofreció en sus literatura el fascinante estudio de los hombres que llegan a mantenerse vivos por una especie de fuerza sobrenatural, que no llegan a morir porque rechazan, una y otra vez, la muerte. Abandonó Inglaterra, de una forma definitiva, en 1887, para establecerse en las regiones invernales de los montes Adirondacks, en el límite de las fronteras canadiense y norteamericana. Un año más tarde, emprendería un largo viaje por el Pacífico Meridional, uno de sus grandes sueños, atraído por el clima, la vida exótica y lo primitivo de las islas polinesias: Waikiki, una de sus primeras estancias, distaba cuatro millas de Honolulu. «Este clima, estos viajes, estas recaladas al amanecer; nuevos puertos boscosos, nuevos sobresaltos de temor al chubasco o la marejada; nuevas muestras de simpatía de los gentiles indígenas: la historia de vida es mejor para mí que ningún poema», escribiría el autor en alguna de sus Cartas, paisajes que llevarían a instalarse, definitivamente, en Samoa, en la isla de Upolu, donde construyó «Vailima, su casa grande», en 1891, frente al mar, rodeada de primitivos bosques y, donde el escritor, pasaría los tres últimos años y medio de su vida. Durante todo ese tiempo, Robert Louis Stevenson, encontró una extraña serenidad que quienes convivieron con él pudieron describir, difícilmente; en semejante estado pudo argumentar que, «un escritor que aspira a algo está constantemente muriendo y resucitando». Su trabajo de creación fue tan abundante y significativo como siempre había sido y deambular por los Mares del Sur le llevaría a escribir en numerosas ocasiones sobre el tema, Diversiones de las noches isleñas (1892), Una nota a pie de página de la Historia (1892) o En los mares del Sur (1893). Clasificado por Henry James de escritor exquisito y de ensayista de prosa calculadamente rítmica, el novelista neoyorquino escribiría de él en semejantes términos: «Es un lujo en esta época inmoral, encontrar a alguien que sí escribe, que conoce realmente ese dicho arte».

El diablo de la botella

El diablo de la botella fue publicado por entregas en el Sunday New York Herald desde el 8 de febrero hasta el 1 de marzo de 1891, y en Black and White, un periódico literario inglés, entre el 28 de marzo y el 4 de abril; dos años después, lo incluyó junto a los relatos La isla de las voces y La playa de Fulesá en su libro citado, Cuentos de los Mares del sur (1893). En realidad, Stevenson según llegó a comentarse en la época reelaboraría una leyenda indígena que había oído en los primeros días de su estancia en la isla, aunque parece ser que el propio autor desmintió semejante afirmación en una nota que debería publicarse con su relato, aunque el Sunday omitió la aclaración de Stevenson y provocó un aluvión de malas interpretaciones al respecto, incluso la acusación de plagio. El escritor nunca desmintió la deuda que tenía con un melodrama que había sido representado con éxito en Inglaterra, una obra teatral titulada, The Bottle Imp, basada al mismo tiempo en un relato popular del norte de Europa, impreso en 1810 bajo el título de Das Galgenmännlein, una fábula posteriormente recopilada por los hermanos Grimm y otros autores alemanes a lo largo del XIX. Lo cierto es que, como señalaba Graham Balfour, el mejor biógrafo del escritor, la casa de Vailima se parece a la casa de Keawe, protagonista de su relato, dos ídolos birmanos montaban guardia a ambos lados de la escalera que llevaba al piso superior, en una de las esquinas del gran salón, había una caja de caudales que apenas contenía nada pero que, a los nativos, hacía creer que en aquel lugar estaba encerrado el diablo y que era este quien le había proporcionado al escrito el dinero para construir aquella gran casa.
Keawe es un joven marino hawaiano cuyo barco recala un día en la hermosa ciudad de San Francisco y cautivado por su belleza visita una colina cubierta de palacios, así que en ese mismo instante decide gastar su dinero en hacerse una casa, suntuosa y elegante, como las que allí estaba contemplando. En aquel mismo lugar, un anciano pretende venderle una curiosa botella con un demonio dentro que cumple todos los deseos, aunque cuando haya conseguido cuanto quisiera debería vender la misma por una cantidad menor, de lo contrario su alma iría al infierno. Keawe compra la botella y convierte en realidad a sus sueños, incluso consigue deshacerse de ella sin dificultad alguna. Muy pronto conoce a una joven y consigue la felicidad plena aunque enferma inesperadamente y decide comprar, de nuevo, la botella sin que su joven esposa sospeche nada. Cuando Kokua descubre los poderes de la botella y la dificultad para deshacerse de ella, en su desesperación ambos están dispuestos a sacrificar sus almas por el amor. Hasta aquí, sin desvelar más, el argumento de la obra cuyo tema central es inicialmente la ambición, después el sacrificio y por encima de ambas, la mágica visión isleña y el misterio que rodea a la botella. Stevenson, según Bacil F. Kirtley, consigue darle la trama a su texto ensayado por los clásicos precedentes, una forma definitiva y convertirlo en una obra literaria y al igual que Keawe cumplir sus sueños, permanecer con su amada Fanny en Vailima, como afirma Federico Villalobos, autor de la presente edición ilustrada de Traspiés, un texto que, además, se complementa con la magníficas ilustraciones de Pablo Ruiz.
El 3 de diciembre de 1894, al atardecer, cuando estaba dictando unos fragmentos de su nueva obra, Weir, a su hijastra, gritó de repente: «Mi cabeza, oh, mi cabeza» y quedó inconsciente. Un grueso y rechoncho, pequeño doctor alemán, cuyos servicios fueron solicitados apresuradamente, dictaminó que el escritor estaba agonizando. Hacia las 20:10, tan solo media hora después de sus últimas palabras, Robert Louis Stvenson, fallecía recién cumplidos los cuarenta y cuatro años. Su deseo de reposar en el Monte Vaea, a cuatro mil metros de altura, se convertiría en el reto más inmediato para su hijastro Lloyd, quien desde el amanecer del día siguiente y con un pequeño ejército de hombres iniciaba la apertura de un sendero que conduciría desde Vailima hasta la cima de la montaña, cumpliéndose el deseo de Tusitala, el «narrador de cuentos», como le llamaban los nativos. Sobre su tumba aun pueden leerse los siguientes versos: «Aquí yace donde quiso yacer/ de vuelta del mar está el marinero,/ de vuelta del monte está el cazador», un epitafio del propio Stevenson, recogido en su libro Underwoods (1887), y contiene el poema titulado, «Requiem», cuyos tres últimos versos se reproducen.

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