Care Santos
Bill Bryson (Des Moines, Iowa, 1951) debe de ser un tipo curioso, siempre formulándose preguntas inauditas, como quién inventó el salero de mesa o por qué las camas en esta parte del mundo se sostienen sobre cuatro patas y siempre dispuesto a todo con tal de averiguarlo. Conocido entre los lectores de nuestro país por su anterior trabajo, el monumental Una breve historia de casi todo (2003), ahora es un propósito en apariencia más humilde el que alienta sus pesquisas. Sólo en apariencia, hay que advertirlo, porque en manos de Bryson, hasta los acordes más sencillos acaban convertidos en compleja sinfonía.
En 1977, el autor norteamericano, su esposa y los cuatro hijos de ambos se instalaron en una nueva casa en North Yorkshire, Inglaterra, donde habría de residir dos décadas. La casa era una antigua y reformada rectoría dieciochesca con vistas a la campiña. Fue el descubrimiento casual de una diminuta apertura en el piso superior lo que proporcionó al autor la primera inspiración para este libro. Se trataba de una vieja ventana, disfuncional desde hacía mucho, desde la que pudo, por breves instantes contemplar "un mundo que conoces bien pero que nunca has visto desde ese ángulo". El día anterior había estado paseando con un viejo amigo arqueólogo que le había hecho notar la razón por la cual en el condado de Norfolk, escasamente poblado y no muy grande, hay 27.000 descubrimientos arqueológicos al año: "La gente", dijo el amigo, "lleva mucho tiempo tirando sus cosas por aquí... desde mucho antes de que Inglaterra fuera Inglaterra". Podría ser un buen resumen de este vasto e interesante trabajo que trata, resumiendo, más o menos de eso: de la gente, de lo que tira y del tiempo que hace de todo.
Las distintas habitaciones de la vieja rectoría sirven al autor para una división en capítulos que avanza por la casa así como por las distintas épocas que la conformaron. Aquí se cumple a la perfección aquella vieja máxima que asegura que en literatura lo muy universal puede alcanzarse desde lo muy local. Así, Bryson parte del vestíbulo para ir adentrándose en todas las estancias, incluidos el lavadero, la despensa, el vestidor y -por supuesto- el desván. Hace alguna parada curiosa: en la caja de los fusibles, por ejemplo, para continuar enseguida escaleras arriba y recorrer la planta superior. Ese paseo íntimo por su propio domicilio inglés nos invita a conocer la apasionante historia de lo muy cotidiano, eso que nunca habíamos contemplado desde esa óptica, por seguir el razonamiento del autor. Así, Bryson da cuenta de los grandes cambios que afectaron nuestro modo de vivir -de la invención de la chimenea a la implantación de la electricidad, por citar dos momentos de gran trascendencia-, analiza la evolusión del gusto a través de los siglos, las excentricidades de las clases más pudientes, la conquista lenta pero asegurada del confort por parte de la sociedad, la interminable lucha contra las enfermedades y la suciedad en las distintas épocas... Y esta microhistoria le lleva irremisiblemente a hablar de los grandes emprendedores de la humanidad, desde los inventores a los viajeros o los empresarios, sus peripecias más arriegadas y a veces más exitosas y también sus grandes meteduras de pata.
El libro está lleno de curiosidades que son imposibles de resumir aquí: leyendo a Bryson se puede una enterar de las cosas más pintorescas: cómo el sedentarismo afectó negativamente a nuestros hábitos alimenticios y, consecuencia de ello, a nuestras aptitudes; qué existencia lamentable era la de una lavandera del finales del XVIII; por qué Londres era una ciudad oscura y gris durante la primera industrialización o quién fue el inventor real de la bombilla y por qué fue Edison quien se apuntó el mérito. Bryson siente simpatía por los tipos excéntricos, y se entreteniene en hablarnos de ellos puntillosamente. Así, conocemos a una gran variedad de inventores cuya aportación a la historia es mucho más relevante de lo que parece o de lo que la posteridad ha querido reconocer. También nos presenta un buen catálogo de tipejos indeseables, tocados de una genialidad que apenas les alcanzó para fastidiar al prójimo.
Pero acaso lo más novedoso de este libro, como ya ocurría en el anterior de su autor, sea el tono. Bryson es todo lo contrario a un jactancioso especialista. Su estilo destila ironía y sentido del humor., su visión de la historia y de sus moradores es casi irreverente de puro alejada del tono académico. Es como si fuera un pariente simpático que invitamos a almorzar y que en la sobremesa se divierte haciendo gala de su catálogo de curiosidades históricas y sus inmensas facultades para sacar punta de todo. Igual tardamos en volver a invitarle, pero mientras disfrutamos de su compañía, nos lo pasamos en grande.
Tiene buena pinta y como no he leído absolutamente nada del autor (es más, no lo conocía hasta ahora), me lo voy a apuntar. Gracias por lar reseña ;)
ResponderEliminar¡Un abrazo!