jueves, diciembre 15, 2011

Delirio, David Grossman

Trad. Ana María Bejarano. Lumen. Barcelona, 2011. 230 pp. 17,90 €

Coradino Vega

A David Grossman (Jerusalén, 1954) se le conoce sobre todo por ser, junto a Amos Oz, el escritor más prestigioso de su país, por su compromiso con el entendimiento entre israelíes y palestinos, por perder a un hijo en ese interminable conflicto y por su voluminosa última novela, La vida entera, que recrea todo ese mundo con cierta ambición tolstoiana. Sin embargo Delirio (originariamente publicada en 2002 pero traducida ahora en España) es una novela de interiores, en el mejor sentido de la palabra modesta, y hasta podríamos decir que de algún modo intimista; lo cual no resta para que su resultado sea mayúsculo, si por mayúsculo podemos entender lo que no abarca mucho, se centra en lo pequeño, pero está tan logrado y bien hecho que despliega ante nosotros otra forma de conocimiento: la óptica de una realidad que hasta ese momento nos había permanecido oculta. Delirio es una novela sobre la obsesión y los celos. Shaul está convencido de que su mujer le es infiel, y con una pierna escayolada viaja en el asiento trasero de un coche conducido por su cuñada Esti al lugar donde supone que se encuentran los amantes. Durante el trayecto, Shaul irá confesando cada una de sus sospechas y reconstruirá el adulterio de Elisheva en un territorio mental salpicado por pasajes subconscientes y líricos ―en cursiva― que tienen algo como de la danza de La consagración de la primavera de Stravinsky.
Dos son a mi juicio los elementos que convierten esta novela en una obra admirable: la creación de una realidad autónoma y la forma como se nos presenta. Uno no sabe si lo que se le pasa por la cabeza a Shaul es real, pero ¿qué importa? Delirio es la prueba de que el poder de la imaginación, el ensimismamiento psicológico y el objeto en el que proyectamos la atención configuran la realidad, esa en la que por ser percibida de una manera tan subjetiva no es exagerado afirmar que dos personas viven en dos mundos completamente distintos. Todo en Delirio es una realidad paralela a la real y sin embargo más real que la realidad misma. El drama hondo y subjetivo que padece Shaul constituye por tanto una verdad autónoma, la que conforma su punitiva forma de pensar y la tortura de alimentar las obsesiones: cómo envidiamos y agrandamos a quienes sólo nosotros dotamos del estatus de adversario, cómo la vida de los otros nos parecen siempre más apasionantes que las nuestras, hasta qué extremo pueden ser “creativos” los celos. Pero esa compleja realidad fracasaría literariamente si el autor no hubiese hallado la forma adecuada para revelarla. Y Grossman la halla.
El narrador de Delirio cuenta desde una tercera persona invisible sin parecer, como ha dicho Elvira Navarro, decimonónico en ningún momento. Su punto de vista está tan pegado a la conciencia de los personajes ―de Shaul sobre todo, pero también de Esti― que se funde con ellas en una suerte de monólogo indirecto. Y ese haz de imperceptibles mudas es el que crea su propia verosimilitud, una verosimilitud que no deberíamos contrastar con sus referentes exteriores sino con su lógica literaria, interna. Esa mixtura se ve realzada a la vez que ocultada por medio de una ambigua y magistralmente dosificada información, y por un estilo penetrante, tan funcional como poético, demorado e intenso, que deleita y escuece y no deja de sorprender a cada enunciado. Por todo ello, Delirio es una novela que nos exige los cinco sentidos, que crea sentido a través de un lenguaje (no de palabras, como diría Tranströmer), quizás en mi opinión demasiado perfecta. A cambio, nos ofrece un viaje interior que es también una forma de conocer el mundo.

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