jueves, octubre 06, 2011

Nada hay donde la palabra quiebra, Stefan George

Ed. y Trad. Carmen Gómez García. Trotta, Madrid, 2011. 240 pp. 16 €

José Luis Gómez Toré

A pesar de la casi absoluta falta de traducciones en español, el poeta alemán Stefan George (1868-1933) es uno de los nombres fundamentales de la lírica centroeuropea, cuya influencia se dejó sentir en escritores de la talla de Hugo von Hoffmansthal y Rainer María Rilke. Su huella llega incluso hasta el joven Paul Celan, por más que a la postre la deriva de este último supone un cuestionamiento profundo del esteticismo fin-de-siècle, en cuya estela se mueve George. Se trata de una influencia que, en muchos casos, no solo fue la de una obra sino también la de un personaje, que creó en torno a sí un famoso Círculo de admiradores y discípulos, que veían en las enseñanzas del maestro algo más que una estética. Alentaba en ellos la convicción de que en torno al poeta estaba resurgiendo esa “Alemania secreta” heredada del Romanticismo y del Idealismo que prometía una resurrección espiritual de la nación germana. El propio George alentó estas ideas, convencido de la necesidad de que el arte sustituyera a la religión y creador él mismo de una suerte de culto estético en torno a su adorado Maximin, muerto a temprana edad. Recogiendo la influencia de Hölderlin (de hecho, Hellingrath, figura clave en la recuperación del gran poeta, pertenecía al Círculo) y de Nietzsche, de quien hace una interpretación harto personal, George revela hasta qué punto el esteticismo fue, en sus figuras más relevantes, bastante más que pura ornamentación formal. George se mueve en esa extraña tensión, consubstancial a buena parte del arte moderno, entre la autonomía de la obra y su voluntad de convertirse en agente transformador de lo real. Si bien la ideología estética del poeta y buena parte de sus motivos e imágenes se enmarcan en la órbita del Simbolismo, hay que reconocer su capacidad para crear un lenguaje propio, con una decidida voluntad de extrañamiento frente a la lengua común (es de destacar la labor de la traductora, que se enfrenta a una obra tan difícil de verter en una lengua ajena, y a la que quizá quepa reprochar tan solo su empeño, comprensible por otra parte dada la importancia del procedimiento en George, en mantener la rima, que en ocasiones resulta forzada).
Uno de los méritos de esta antología es el haber optado por incluir no sólo composiciones poéticas, sino también textos en prosa (incluso algunos documentos de interés que ayudan a situar al autor en el contexto cultural, social e incluso político de su época). En sus declaraciones estéticas, George nos revela la aparente paradoja de un arte que no desdeña la etiqueta de formalista y que al mismo tiempo quiere ser un camino ascético de superación personal “pues arte no es dolor y no es voluptuosidad sino triunfo sobre el primero y transfiguración de la segunda”. Es muy posible que nos puedan parecer ingenuas algunas declaraciones y que acabemos por deplorar la deriva nacionalista y conservadora de un programa supuestamente apolítico, que no evitó la ambigüedad frente a la barbarie nazi (por más que dos de los hermanos Stauffenberg, pertenecientes al Círculo, participaran en uno de los más sonoros intentos de matar a Hitler). Con todo, lo cierto es que obras como la de George nos obligan a repensar cuánto de auténticamente humano se juega en aventuras tachadas apresuradamente de esteticismo decadente y cuánto de ese fecundo fin de siglo, puente entre dos épocas, sigue vivo en las preguntas de la lírica de nuestra época.

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