Ignacio Sanz
Bolaño, aquel monje borracho de literatura, dio un listado con siete u ocho nombres de los escritores más relevantes de la América Latina emergente y ahí estaba Daniel Sada. Cuando dejamos de creer en los dioses que nos dieron nuestros padres necesitamos dioses nuevos o, al menos, pequeños ídolos que los sustituyan. Bolaño lo fue. Tantas mortificaciones. Así fue como yo me acerqué a Daniel Sada.
La literatura es un entramado de vasos comunicantes, una urdimbre unida por afectos y estéticas que tratan de ser únicas pero que necesariamente beben en fuentes parecidas. Porque la tradición que el escritor pretende violentar acaba emergiendo siempre por muy original que se pretenda.
Por lo demás, Sada, tampoco es un recién llegado, que anda, como yo, caramba, somos quintos, así se consigna en la solapa, acariciando los sesenta, una edad muy respetable que antiguamente era, virgen santa, el preludio de la ancianidad. Claro que aquel listado de Bolaño seguro que tiene ya sus diez o doce años y entonces Sada andaría colgado de los cuarenta, una edad tan prometedora.
Pero ya está bien de divagaciones. Digo yo que habrá que entrar a matar.
El desierto es el escenario de esta novela que cuenta con varios protagonistas, todos desvalidos, colgados de una existencia precaria, pobres guiñapos, especialmente los dos protagonistas de la historia, es decir, los dos traileros, conductores de trailers, que deciden matar al patrón allá, en una autopista o semidesierta para lanzar luego al trailer por una barranca y que se pudra el jefe que lleva tantos años humillándolos con esos sueldos de miseria que ni sé. Pero el desierto sigue abrazando sus vidas, lo ocupa todo y ellos desguarecidos, cada cual en su casa espartana, casi desértica dentro de una población carente de gollerías, tampoco se encuentran y se desasosiegan y se buscan en ese paisaje irreal y alucinado donde aparecen otros personajes extremos y alucinados también, y la tensión crece, pero no es una tensión policíaca, a ver si los pillan y los enchironan, es una tensión interior, almas vagantes llevadas al límite de la rutina, sin horizontes ni grandes esperanzas como no sea la de la lotería, tan incierta, almas de carne y hueso, pero semejantes a las que aparecen en Pedro Páramo, supongo que ustedes se acuerdan de Pedro Páramo, esa sensación de irrealidad. Claro que Sada goza con el lenguaje, no es tan contenido, tan austero como Rulfo, todo lo contrario, entraría en la estela florida y desparramada de Faulkner y pone el oído al pueblo facundioso que habla y al hablar retuerce el idioma, juega con las palabras, “chillen, putas”, y nos hace disfrutar con esos guiños que sabemos que vienen del lenguaje coloquial mexicano, un río que se desborda en frecuentes anacolutos. Qué exhuberancia.
Y esta es, a la postre, me parece, la gran contribución de Sada a la literatura en castellano, ese homenaje a una manera de contar tan ligada a la manera de hablar del pueblo. Pero también, claro, la atmósfera que crea. Hay que leer esta novela con un vaso de agua al lado porque se pasa mucha sed. Y con gafas de sol porque deslumbra la luz de ese desierto por el que se mueven y de esas ciudades, que no acaban de serlo, más bien poblachones sin orillas, ya se llamen Sombrerete o se llamen Toreeón.
Pero qué digo agua. Si están un poco hartos de refrescos edulcorados y quieren probar el sabor del tequila seco, aquí tienen ocasión de echarse al coleto un destilado puro del desierto.
Una entrada muy interesante en tu blog, toda me gusto o casi, y es que en la parte en que dices que Juan Rulfo es parco no te creo, creo que es todo, todo lo que quieras menos eso, despues tú mismo lo dudaste y dices que Sada intuye a Faulkner y si intuye a Faulkner entonces Juan Faulkner y William Rulfo dan por resultado a Daniel Sada y si Daniel Sada es quien es y Roberto Bolaño cargo la artilleria entonces tú y yo somos Daniel Bolaño o Roberto Sada, tu escoges. Fuera de eso tu entrada me parece admirable y sin el contagio melomano que canceriza los Blogs, en hora buena.
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