Trad. María Luisa Rodríguez Tapia. Alfaguara, Madrid, 2011. 480 pp. 24,50 €
Ángeles Prieto
¿Para qué escribir esta reseña, una más?, ¿no es acaso absurdo sugerir, a estas alturas, la lectura de cualquier obra de Joyce Carol Oates, la mejor novelista del mundo en activo? Sin embargo, la necesidad de coger el teclado y recomendar este libro me ha resultado imperiosa y necesaria, toda vez que sufro de las mismas, exactas penalidades que describe Joyce en esta obra y su comprensión me ha servido de bálsamo lúcido, ese que pueden necesitar muchas otras personas que se han visto, se ven y se verán en idéntico trance.
Porque la pena ante la muerte irreversible de un ser querido implica angustia, insomnio, desesperación y atracción hacia la idea de un suicidio liberador, todo lo que ella nos cuenta ante el fallecimiento repentino de su marido, Raymond Smith, y con la mayor sinceridad posible: si quedas viuda estás sola, sin protección en un mundo hostil y frívolo, hueco y sin sustancia. Atrapada en el convencimiento cierto de que tú deberías haber muerto con él, ya seas una simple ama de casa, o la mejor novelista del mundo.
Aunque también es cierto que no todas las personas conocen el grado de complicidad, compañía y empatía que te puede proporcionar un matrimonio feliz de cuarenta y siete años de duración, como el que disfrutó ella con Raymond, un hombre tranquilo, inteligente y laborioso, ajeno al mundo agitado de una novelista exitosa. Primer y último hombre de su vida, según proclama con orgullo, y el único capaz, como nos confiesa Joyce, de tomarle el pelo.
Pues uno de los rasgos característicos de esta obra es el humor lúcido y negro que la Oates, esa gran autora de la que esta dolida Joyce se distancia, se gasta para explicarnos las desconcertantes vivencias que empieza a experimentar como viuda: desde los insultos que recibe a través de una sucia cartulina en su coche (“aprende a aparcar, zorra estúpida”), hasta los comentarios insensibles “(“Ooh, Joyce, vas vestida de rosa. Qué bonito”), pasando por las interminables condolencias que en Norteamérica llegan en forma de presentes: cestas repletas de comida exquisita y frondosos ramos de flores que acaban, cómo no, en los cubos de basura reciclables.
Las viudas desean apartarse del mundo, no responder al teléfono y refugiarse en su nido, la cama matrimonial donde lograr dormir, pero tampoco pueden permitírselo. Se deben al papeleo burocrático, al cuidado de una casa ahora fantasmal, a su propio trabajo y deberes, a la atención de sus amigos. Y si el primer paso, que Joyce superará sin demasiados problemas, será la aceptación dura de que tu marido no volverá nunca, el segundo será vencer al insomnio, porque el tiempo se detiene y superar las noches interminables se asemeja al esfuerzo de un atleta olímpico. Aunque el tercero es el peor, no exento de culpabilidad, cuando empiezas a descubrir que puedes y debes hacer cosas que a tu marido nunca le interesaron, así como conocer a gente fascinante que nunca hubieras conocido de haber seguido vivo. Y es aquí donde empieza la superación, en aprender a vivir con la pena de llevar a tu marido dentro, sin cerrar las puertas a lo que nuestra estéril, estúpida, cruel pero también sorprendente existencia pueda llegar a ofrecernos.
Estamos ante una obra interesante, conmovedora, perspicaz y penetrante que nos habla de nosotros mismos ante el dolor, del sentido de vivir cuando ya nada tiene sentido. Leerla ayuda a prepararte y fortalecerte ante los desgarros inesperados, y a calmar las heridas cuando, como en mi caso, permanecen bien abiertas: Este libro es necesario y yo me he visto obligada a escribir esta reseña.
Ángeles Prieto
¿Para qué escribir esta reseña, una más?, ¿no es acaso absurdo sugerir, a estas alturas, la lectura de cualquier obra de Joyce Carol Oates, la mejor novelista del mundo en activo? Sin embargo, la necesidad de coger el teclado y recomendar este libro me ha resultado imperiosa y necesaria, toda vez que sufro de las mismas, exactas penalidades que describe Joyce en esta obra y su comprensión me ha servido de bálsamo lúcido, ese que pueden necesitar muchas otras personas que se han visto, se ven y se verán en idéntico trance.
Porque la pena ante la muerte irreversible de un ser querido implica angustia, insomnio, desesperación y atracción hacia la idea de un suicidio liberador, todo lo que ella nos cuenta ante el fallecimiento repentino de su marido, Raymond Smith, y con la mayor sinceridad posible: si quedas viuda estás sola, sin protección en un mundo hostil y frívolo, hueco y sin sustancia. Atrapada en el convencimiento cierto de que tú deberías haber muerto con él, ya seas una simple ama de casa, o la mejor novelista del mundo.
Aunque también es cierto que no todas las personas conocen el grado de complicidad, compañía y empatía que te puede proporcionar un matrimonio feliz de cuarenta y siete años de duración, como el que disfrutó ella con Raymond, un hombre tranquilo, inteligente y laborioso, ajeno al mundo agitado de una novelista exitosa. Primer y último hombre de su vida, según proclama con orgullo, y el único capaz, como nos confiesa Joyce, de tomarle el pelo.
Pues uno de los rasgos característicos de esta obra es el humor lúcido y negro que la Oates, esa gran autora de la que esta dolida Joyce se distancia, se gasta para explicarnos las desconcertantes vivencias que empieza a experimentar como viuda: desde los insultos que recibe a través de una sucia cartulina en su coche (“aprende a aparcar, zorra estúpida”), hasta los comentarios insensibles “(“Ooh, Joyce, vas vestida de rosa. Qué bonito”), pasando por las interminables condolencias que en Norteamérica llegan en forma de presentes: cestas repletas de comida exquisita y frondosos ramos de flores que acaban, cómo no, en los cubos de basura reciclables.
Las viudas desean apartarse del mundo, no responder al teléfono y refugiarse en su nido, la cama matrimonial donde lograr dormir, pero tampoco pueden permitírselo. Se deben al papeleo burocrático, al cuidado de una casa ahora fantasmal, a su propio trabajo y deberes, a la atención de sus amigos. Y si el primer paso, que Joyce superará sin demasiados problemas, será la aceptación dura de que tu marido no volverá nunca, el segundo será vencer al insomnio, porque el tiempo se detiene y superar las noches interminables se asemeja al esfuerzo de un atleta olímpico. Aunque el tercero es el peor, no exento de culpabilidad, cuando empiezas a descubrir que puedes y debes hacer cosas que a tu marido nunca le interesaron, así como conocer a gente fascinante que nunca hubieras conocido de haber seguido vivo. Y es aquí donde empieza la superación, en aprender a vivir con la pena de llevar a tu marido dentro, sin cerrar las puertas a lo que nuestra estéril, estúpida, cruel pero también sorprendente existencia pueda llegar a ofrecernos.
Estamos ante una obra interesante, conmovedora, perspicaz y penetrante que nos habla de nosotros mismos ante el dolor, del sentido de vivir cuando ya nada tiene sentido. Leerla ayuda a prepararte y fortalecerte ante los desgarros inesperados, y a calmar las heridas cuando, como en mi caso, permanecen bien abiertas: Este libro es necesario y yo me he visto obligada a escribir esta reseña.
Magnífica, lúcida y sentida reseña. Besos,
ResponderEliminarNorb