Care Santos
«¿Nunca se ha parado a pensar por qué apenas se han escrito novelas de campus en español? Yo se lo voy a decir: porque es imposible escribir una novela sobtre la universidad española que sea elegante y además verosímil.» Son palabras que Antonio Orejudo pone en boca de uno de los personajes de su última novela, tan inteligente y original como ya lo fueron sus tres deslumbrantes libros anteriores –Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren y Reconstrucción– y que no cuesta imaginar que habrán servido de inspiración a toda la trama.
Adoptando el disfraz de la autoficción, el autor madrileño arranca la trama con el encuentro con un viejo colega profesor mientras firma en la Feria del Libro de Madrid,. El amigo le plantea desenmascarar al maestro de ambos., de quien ha conocido su cercanía con la dictadura de Franco pero hacia quien siente también una personal inquina. Así, la excusa da pie a una novela de campus –rara avis en nuestras letras, mucho más extendida en el mundo anglosajón–, a ratos tan desternillante que evoca a la memorable Pnin de Vladimir Nabokov y su colección de profesores sonados. Entre los que pululan por estas páginas, destacan, por ejemplo, una autoridad mundial en José María Pemán, una profesora de contemporánea convencida de que la verdadera obra de los novelistas son las dedicatorias autógrafas que estampan en sus libros o un traumatizado docente que estudia la influencia de Juan Benet en la narrativa del siglo XX y tiene que dejarlo al no encontrar ninguna referencia. Mala baba, cinismo y mucho conocimiento del medio conviven en esta primera parte, que deslumbra por la profundidad del planteamiento, el humor omnipresente y la caricatura de los personajes y que termina con la denuncia hacia la mediocridad en la que el franquismo sumió la Universidad española.
La segunda parte sirve a Orejudo para explicar, con unas tintas que en ocasiones rozan la literatura del absurdo, sus orígenes como escritor. Es memorable el episodio, pretendidamente autoparódico, en que cuenta cómo contribuyó a borrar dos líneas del incunable del Cantar de Mío Cid conservado en la Bibioteca Nacional (páginas 112 a 115). Le sobran tal vez las fotografías, que despistan al lector y no aportan nada a un texto que no precisa ilustración alguna para ser redondo. La tercera y última parte, irónicamente detectivesca, sirve para cerrar la cuestión sembrando la duda acerca de las certezas del pasado y la justicia de la memoria. Como en el resto de libros del autor, queda la sensación de que un asunto dramático ha sido tratado de un modo muy poco serio. Aunque eso no hace más que confirmar lo que ya sospechábamos: este tipo, Orejudo, es uno de los grandes.
Adoptando el disfraz de la autoficción, el autor madrileño arranca la trama con el encuentro con un viejo colega profesor mientras firma en la Feria del Libro de Madrid,. El amigo le plantea desenmascarar al maestro de ambos., de quien ha conocido su cercanía con la dictadura de Franco pero hacia quien siente también una personal inquina. Así, la excusa da pie a una novela de campus –rara avis en nuestras letras, mucho más extendida en el mundo anglosajón–, a ratos tan desternillante que evoca a la memorable Pnin de Vladimir Nabokov y su colección de profesores sonados. Entre los que pululan por estas páginas, destacan, por ejemplo, una autoridad mundial en José María Pemán, una profesora de contemporánea convencida de que la verdadera obra de los novelistas son las dedicatorias autógrafas que estampan en sus libros o un traumatizado docente que estudia la influencia de Juan Benet en la narrativa del siglo XX y tiene que dejarlo al no encontrar ninguna referencia. Mala baba, cinismo y mucho conocimiento del medio conviven en esta primera parte, que deslumbra por la profundidad del planteamiento, el humor omnipresente y la caricatura de los personajes y que termina con la denuncia hacia la mediocridad en la que el franquismo sumió la Universidad española.
La segunda parte sirve a Orejudo para explicar, con unas tintas que en ocasiones rozan la literatura del absurdo, sus orígenes como escritor. Es memorable el episodio, pretendidamente autoparódico, en que cuenta cómo contribuyó a borrar dos líneas del incunable del Cantar de Mío Cid conservado en la Bibioteca Nacional (páginas 112 a 115). Le sobran tal vez las fotografías, que despistan al lector y no aportan nada a un texto que no precisa ilustración alguna para ser redondo. La tercera y última parte, irónicamente detectivesca, sirve para cerrar la cuestión sembrando la duda acerca de las certezas del pasado y la justicia de la memoria. Como en el resto de libros del autor, queda la sensación de que un asunto dramático ha sido tratado de un modo muy poco serio. Aunque eso no hace más que confirmar lo que ya sospechábamos: este tipo, Orejudo, es uno de los grandes.
Qué ganas. Orejudo me gusta. No imagino cómo se re-inventará para esta nueva novela.
ResponderEliminarHacía tiempo que una novela no me gustaba tanto como esta. La leí de un tirón, en una tarde. La recomiendo encarecidamente.
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