Espasa, Madrid, 2011. 317 pp. 19,90 €
Juan Pablo Heras
Poco a poco, un rumor al principio apenas perceptible crece sin pausa hasta hacernos volver la mirada. Y de repente una novela que carece de firma –es decir, de marca– lo suficientemente popular y asentada como para generar ese alboroto empieza a estar en boca de todos y en las manos de muchos. Y enseguida aparece la segunda edición. ¿Todavía no han oído hablar de La edad de la ira? Si es así, es posible que lo primero que les llegue es la sospecha de que sus méritos son “extra-literarios”. Que si es una valiente e implacable denuncia de las mil grietas que amenazan nuestro maltrecho sistema educativo; que si es un reflejo fidelísimo de los efectos de la ultimísima revolución tecnológica en los más jóvenes; que si se atreve como pocos han hecho antes a hablar sin miedo pero sin morbo de lo que nadie dice acerca de la homosexualidad adolescente… Muy bien, muy bien, un libro necesario, oportuno, reflejo exacto de la realidad de las aulas, etc., pero, ¿dónde está la literatura? Pues ahí mismo, en su impagable valor como vehículo de denuncia y de llamada a la reflexión. Los medios de comunicación están saturados de proclamas por causas justas que se disuelven en el aire por su pobreza de panfleto. Lo que dice La edad de la ira no es, por lo tanto, nuevo, pero está escrito con tal desparpajo, brillantez y eficacia narrativa que uno tiene la sensación de haber encontrado al fin, puesto en negro sobre blanco, lo que tantas veces había rumiado acerca de la educación sin atreverse a pronunciarlo. Y ahora dicho en voz alta, clara y con voluntad de permanecer, y por eso, de generar debates, respuestas y propuestas con efecto a largo plazo.
Fernando J. López se vale de un esqueleto de novela policíaca sin policías, motor de una intriga magnética que mantiene al lector atrapado en un secuestro feliz del que no desea liberarse. Marcos, un adolescente aparentemente pacífico, es detenido por haber asesinado a su padre y a su hermano, lo que mueve a un inquieto periodista a investigar en su instituto para tratar de descubrir los motivos de lo inexplicable. Se trata de una trama no especialmente sofisticada que evita giros abracadabrantes al uso, y que quizá decepcionará a los que busquen la última pirueta narrativa o ese curioso placer de que te tomen el pelo. Más bien, la investigación que el protagonista plantea es una excusa para desplegar una cuidada polifonía que nos recuerda a la estupenda In(h)armónicos, la novela con la que Fernando J. López inauguró su carrera hace por lo menos diez años. López crea una serie de voces perfectamente individualizadas —se percibe su oficio de dramaturgo—, las de varios profesores, trabajadores y alumnos del instituto que giran alrededor de la oscuridad que rodea a Marcos. Son personajes vivos, reconocibles, ejemplares genuinos de la era de las redes sociales, tan impúdicos y exhibicionistas respecto a sus emociones como reacios a contar lo que de verdad pueda comprometerles. Y poco a poco los adultos dejan entrever el adolescente que han ido escondiendo en su interior —no es otra cosa madurar que abrigarse un poco— y los jóvenes muestran la sensatez y la coherencia que con tanta frivolidad se les niega. Con los retales de sus testimonios, López teje un vibrante patchwork en el que nada sobra y en el que la información se dosifica cuidadosamente para evitar que nos atiborremos y se nos pase la sed de seguir leyendo.
La edad de la ira es apasionante y dará que hablar más allá del pequeño círculo de los expertos en literatura. Precisamente porque es pura literatura.
Juan Pablo Heras
Poco a poco, un rumor al principio apenas perceptible crece sin pausa hasta hacernos volver la mirada. Y de repente una novela que carece de firma –es decir, de marca– lo suficientemente popular y asentada como para generar ese alboroto empieza a estar en boca de todos y en las manos de muchos. Y enseguida aparece la segunda edición. ¿Todavía no han oído hablar de La edad de la ira? Si es así, es posible que lo primero que les llegue es la sospecha de que sus méritos son “extra-literarios”. Que si es una valiente e implacable denuncia de las mil grietas que amenazan nuestro maltrecho sistema educativo; que si es un reflejo fidelísimo de los efectos de la ultimísima revolución tecnológica en los más jóvenes; que si se atreve como pocos han hecho antes a hablar sin miedo pero sin morbo de lo que nadie dice acerca de la homosexualidad adolescente… Muy bien, muy bien, un libro necesario, oportuno, reflejo exacto de la realidad de las aulas, etc., pero, ¿dónde está la literatura? Pues ahí mismo, en su impagable valor como vehículo de denuncia y de llamada a la reflexión. Los medios de comunicación están saturados de proclamas por causas justas que se disuelven en el aire por su pobreza de panfleto. Lo que dice La edad de la ira no es, por lo tanto, nuevo, pero está escrito con tal desparpajo, brillantez y eficacia narrativa que uno tiene la sensación de haber encontrado al fin, puesto en negro sobre blanco, lo que tantas veces había rumiado acerca de la educación sin atreverse a pronunciarlo. Y ahora dicho en voz alta, clara y con voluntad de permanecer, y por eso, de generar debates, respuestas y propuestas con efecto a largo plazo.
Fernando J. López se vale de un esqueleto de novela policíaca sin policías, motor de una intriga magnética que mantiene al lector atrapado en un secuestro feliz del que no desea liberarse. Marcos, un adolescente aparentemente pacífico, es detenido por haber asesinado a su padre y a su hermano, lo que mueve a un inquieto periodista a investigar en su instituto para tratar de descubrir los motivos de lo inexplicable. Se trata de una trama no especialmente sofisticada que evita giros abracadabrantes al uso, y que quizá decepcionará a los que busquen la última pirueta narrativa o ese curioso placer de que te tomen el pelo. Más bien, la investigación que el protagonista plantea es una excusa para desplegar una cuidada polifonía que nos recuerda a la estupenda In(h)armónicos, la novela con la que Fernando J. López inauguró su carrera hace por lo menos diez años. López crea una serie de voces perfectamente individualizadas —se percibe su oficio de dramaturgo—, las de varios profesores, trabajadores y alumnos del instituto que giran alrededor de la oscuridad que rodea a Marcos. Son personajes vivos, reconocibles, ejemplares genuinos de la era de las redes sociales, tan impúdicos y exhibicionistas respecto a sus emociones como reacios a contar lo que de verdad pueda comprometerles. Y poco a poco los adultos dejan entrever el adolescente que han ido escondiendo en su interior —no es otra cosa madurar que abrigarse un poco— y los jóvenes muestran la sensatez y la coherencia que con tanta frivolidad se les niega. Con los retales de sus testimonios, López teje un vibrante patchwork en el que nada sobra y en el que la información se dosifica cuidadosamente para evitar que nos atiborremos y se nos pase la sed de seguir leyendo.
La edad de la ira es apasionante y dará que hablar más allá del pequeño círculo de los expertos en literatura. Precisamente porque es pura literatura.
Me gusta tu blog!!!!!!!!!!!!
ResponderEliminarTE FELICITO!!
Un blog muy bueno y la crítica a La edad de la ira... SIMPLEMENTE MARAVILLOSA!!!!!! Una novela increíble que mejora, si eso es posible, en su versión teatral, hecha por el mismo Fernando J. López. El proyecto de La Joven Compañía para llevarla a las tablas en Conde Duque (irá también a los Teatros del Canal) es ESPECTACULAR!!!!! No dejéis de ir!!!!!
ResponderEliminar