miércoles, abril 20, 2011

El prisionero de la Avenida Lexington, Gonzalo Calcedo

Menoscuarto, Palencia, 2010. 204 pp. 15,50 €

Ignacio Sanz

Parece innegable, a estas alturas, que Calcedo, escritor periférico, se ha convertido en uno de los más sólidos cultivadores del relato en España. Su nombre destaca junto al de otros grandes escritores como el de Hipólito G. Navarro o el Carlos Castán, dedicados en exclusiva al género. Con constancia. Una sola novela en su vasta producción literaria que abarca catorce libros de relatos. Y la novela, se lo tengo leído, se trataba en realidad de un amaño sobre un conjunto de relatos. El amaño realizado por presión del editor de turno que no acaba de aceptar que el género es soberano.
Cuenta Calcedo con una facilidad extraordinaria para interiorizar paisajes ajenos. Los relatos de este libro acontecen en Estados Unidos y más concretamente en Nueva York, donde el escritor pasó una temporada. En algunos casos parece que los relatos fueran trasunto de una adaptación temporal a un nuevo espacio, apartamentos de alquiler, traslados, rupturas, o la obsesión por el devenir de un árbol plantado en el jardín de una casa en la que el protagonista pasó un breve periodo. La vida inestable como telón de fondo. Con estos ingredientes Calcedo crea un universo absolutamente personal. Cheever o Carver planean sobre el espíritu de estos relatos, con su visión esquinada, tirando a veces de un hecho menor, apenas una anécdota, hasta convertirlo en parte central del relato.
Me asombra el desparpajo narrativo, su aparente naturalidad, y esos giros de noventa o de ciento ochenta grados que da sobre la marcha, trasladando el interés del hilo narrativo a un punto inesperado. De modo que la sorpresa nos espera detrás de cada página. Así se avivan los relatos. Y la facilidad para retratar a través de los personajes las costumbres de nuestro tiempo, la vida precaria de esas adolescentes norteamericanas de lengua desatada que presumen de sus follinas ditirámbicas ante las compañeras de instituto; o ese caradura profesional que se cuela en la fiesta a la que no ha sido invitado y que cuando está a punto de recibir su merecido es salvado por la hija excéntrica del anfitrión que acaba resultando el contrapunto perfecto para redondear la historia; o esa madre que con la disculpa de regar unas plantas y dar de comer al gato de los vecinos, saca a relucir, para asombro del hijo pequeño que la acompaña, ciertas filias sexuales para las que el lector convencional no se había preparado. O la mujer del narrador que se marcha del apartamento recién alquilado, huyendo de la sordidez dominante y cuando llega por sorpresa un tiempo después, se encuentra al marido que ansiaba su regreso, en una situación equívoca que determina el desenlace... Gentes que, pese a su aparente normalidad, caminan al borde de un precipicio y nos hacen partícipes del vértigo de la vida.
Calcedo es un maestro en retratar personajes que, escudados tras el convencionalismo, esconden un mundo esquinado, un pasado turbio o unas inclinaciones esperpénticas.
Lo singular de este libro es que los diez relatos no se desarrollan en un entorno más o menos cercano, sino que traslada al lector a los Estados Unidos, a los mismos paisajes, rurales o urbanos, por el que sus maestros han movido a sus personajes. Lo demás, es decir, la calidad, el ritmo, la capacidad de sugestión, la sorpresa, en la línea a la que Calcedo ya nos tiene acostumbrados.

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