Ediciones Baladí, Alcalá de Henares, 2010. 148 pp. 14 €
Rubén Castillo Gallego
Cuando alguien se conecta a la red social Facebook lo primero que se encuentra en la parte superior de la pantalla es una pregunta de confesonario, diván freudiano o novia inquieta: «¿Qué estás pensando?». Y a continuación se invita a reflejar esos pensamientos en un recuadrito que, mediante la tecla Compartir, los hará universales. Care Santos (Mataró, 1970), la febril, moderna, juguetona, innovadora y curiosa Care Santos, eligió el 8 de abril de 2009 como fecha de inicio de un experimento: puesto que ese día festejaba su trigésimo noveno cumpleaños, ¿qué mejor celebración que inaugurar una secuencia de 365 entradas en Facebook, a ritmo de una por día?
Dicho y hecho, considerando irónicamente que «los 40 años son la edad a la que el escritor debe comenzar a tomarse en serio su carrera» y que, por eso mismo, «dispongo de 364 días que ocupar en idioteces» (página 7), la espléndida escritora catalana inicia una navegación de lo más singular: un diario en marcha internáutico que ahora recoge en formato de libro Ediciones Baladí, con simpática y colorista cubierta. ¿Y cuál es el contenido de la obra? Pues ni más ni menos que el contenido de la vida. Durante el año todos reflexionamos, leemos libros, escuchamos anécdotas, llevamos a los hijos al dentista, dejamos que la televisión nos inyecte películas, viajamos, reencontramos a gente que creíamos perdida, nos entristecemos, brindamos con los amigos, nos conectamos a Internet, frecuentamos periódicos y revistas... Care Santos, con la difícil prosa de la normalidad, nos va trasladando la misma secuencia de actividades, que se empapa así de cercanía. En las páginas amenísimas de este volumen conoceremos a su hija Elia, protagonista de anotaciones tan cortazarianas como la del 26 de abril, que no me resisto a dejar aquí: «Y entonces Elia, con el rostro desencajado por el espanto, salió de su habitación y asomándose a la escalera gritó, aterrada: ¡Se ha bombido la fundilla! Lo cual puede también significar que Laie, con el rostro desespantado por el encajo, habitó de su salión y escalándose a la asomada aterró, gritada: ¡Se ha fundido la bombilla!» (página 14); conoceremos también a su hijo Adrián, inventor de pocodrilos y propietario de una broma de borrar; o a su hijo Álex, fundador de tiempos alternativos («Son las dos menos punto») y aprendiz de Linneo («Mamá, ¿el marciano es un animal?»); sabremos de los amigos admirados de Care, como Montero Glez («Maldito genio», lo llama en la página 53), Óscar Esquivias, Andrés Neuman o Elena Medel; y seremos informados de anécdotas graciosas, chocantes o reveladoras. Entre estas últimas yo destacaría tres: la primera, aquella ocasión en que Care se vio urgida a comprar uno de sus libros y entabló un diálogo exasperante con el librero, tan desidioso como analfabeto; la segunda, el modo rocambolesco en que rescató una moleskine perdida en un avión; la tercera, el gesto fundacional de su madre, que despejó una estantería de su casa y colocó en ella el primer libro (delgadísimo) de su hija, sabiendo que publicaría los suficientes como para repletar la balda.
Escrita con agilidad, con humor, con seriedad y con desenfado, esta bitácora nos muestra el vivir cotidiano de una Care Santos que, aparte de documentarse para sus novelas y embarcarse en su escritura, se dedica también a otros menesteres no menos placenteros: cocinar para los suyos, dejarse invadir por programas de televisión, beber vodka con naranja, escuchar a Bach, abrir los paquetes de libros que le llegan a diario o robar tarritos de mermelada en los hoteles («Las escojo de sabores variados, siempre procurando no repetirme mucho. Las de fresa para Deni. Las de melocotón, para los niños. Yo no como mermelada. La detesto», página 71). Si a todo este conjunto de detalles le unimos algunas sentencias que juguetean con lo filosófico y con el juego de palabras («Un segundo antes de mi muerte me moriré de curiosidad», página 56) y otras donde anida una inteligente reflexión emocional («Mi memoria sumada a tu memoria no es igual a nuestro pasado», página 117), obtendremos una obra que se lee con enorme placer y que ustedes harían bien en procurarse para cobijarla en la biblioteca de casa. Care Santos siempre es una garantía.
Rubén Castillo Gallego
Cuando alguien se conecta a la red social Facebook lo primero que se encuentra en la parte superior de la pantalla es una pregunta de confesonario, diván freudiano o novia inquieta: «¿Qué estás pensando?». Y a continuación se invita a reflejar esos pensamientos en un recuadrito que, mediante la tecla Compartir, los hará universales. Care Santos (Mataró, 1970), la febril, moderna, juguetona, innovadora y curiosa Care Santos, eligió el 8 de abril de 2009 como fecha de inicio de un experimento: puesto que ese día festejaba su trigésimo noveno cumpleaños, ¿qué mejor celebración que inaugurar una secuencia de 365 entradas en Facebook, a ritmo de una por día?
Dicho y hecho, considerando irónicamente que «los 40 años son la edad a la que el escritor debe comenzar a tomarse en serio su carrera» y que, por eso mismo, «dispongo de 364 días que ocupar en idioteces» (página 7), la espléndida escritora catalana inicia una navegación de lo más singular: un diario en marcha internáutico que ahora recoge en formato de libro Ediciones Baladí, con simpática y colorista cubierta. ¿Y cuál es el contenido de la obra? Pues ni más ni menos que el contenido de la vida. Durante el año todos reflexionamos, leemos libros, escuchamos anécdotas, llevamos a los hijos al dentista, dejamos que la televisión nos inyecte películas, viajamos, reencontramos a gente que creíamos perdida, nos entristecemos, brindamos con los amigos, nos conectamos a Internet, frecuentamos periódicos y revistas... Care Santos, con la difícil prosa de la normalidad, nos va trasladando la misma secuencia de actividades, que se empapa así de cercanía. En las páginas amenísimas de este volumen conoceremos a su hija Elia, protagonista de anotaciones tan cortazarianas como la del 26 de abril, que no me resisto a dejar aquí: «Y entonces Elia, con el rostro desencajado por el espanto, salió de su habitación y asomándose a la escalera gritó, aterrada: ¡Se ha bombido la fundilla! Lo cual puede también significar que Laie, con el rostro desespantado por el encajo, habitó de su salión y escalándose a la asomada aterró, gritada: ¡Se ha fundido la bombilla!» (página 14); conoceremos también a su hijo Adrián, inventor de pocodrilos y propietario de una broma de borrar; o a su hijo Álex, fundador de tiempos alternativos («Son las dos menos punto») y aprendiz de Linneo («Mamá, ¿el marciano es un animal?»); sabremos de los amigos admirados de Care, como Montero Glez («Maldito genio», lo llama en la página 53), Óscar Esquivias, Andrés Neuman o Elena Medel; y seremos informados de anécdotas graciosas, chocantes o reveladoras. Entre estas últimas yo destacaría tres: la primera, aquella ocasión en que Care se vio urgida a comprar uno de sus libros y entabló un diálogo exasperante con el librero, tan desidioso como analfabeto; la segunda, el modo rocambolesco en que rescató una moleskine perdida en un avión; la tercera, el gesto fundacional de su madre, que despejó una estantería de su casa y colocó en ella el primer libro (delgadísimo) de su hija, sabiendo que publicaría los suficientes como para repletar la balda.
Escrita con agilidad, con humor, con seriedad y con desenfado, esta bitácora nos muestra el vivir cotidiano de una Care Santos que, aparte de documentarse para sus novelas y embarcarse en su escritura, se dedica también a otros menesteres no menos placenteros: cocinar para los suyos, dejarse invadir por programas de televisión, beber vodka con naranja, escuchar a Bach, abrir los paquetes de libros que le llegan a diario o robar tarritos de mermelada en los hoteles («Las escojo de sabores variados, siempre procurando no repetirme mucho. Las de fresa para Deni. Las de melocotón, para los niños. Yo no como mermelada. La detesto», página 71). Si a todo este conjunto de detalles le unimos algunas sentencias que juguetean con lo filosófico y con el juego de palabras («Un segundo antes de mi muerte me moriré de curiosidad», página 56) y otras donde anida una inteligente reflexión emocional («Mi memoria sumada a tu memoria no es igual a nuestro pasado», página 117), obtendremos una obra que se lee con enorme placer y que ustedes harían bien en procurarse para cobijarla en la biblioteca de casa. Care Santos siempre es una garantía.
parece ese tipo de literatura baja en calorías muy útil para pasar el rato sin saber que lo estas pasando ;)
ResponderEliminarYo ya lo he leído y me ha parecido genial!!! Muy sutil, grandes reflexiones sobre lo cotidiano aderezadas con una ironía que te consigue sacar la sonrisilla. ¡Enhorabuena a la autora!
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