Trad. Concha Cardeñoso. Libros del Asteroide, Barcelona, 2011. 344 pp. 20,95 €
Ángeles Prieto
Todas las generalizaciones dejan entrever los desconocimientos y carencias de quiénes las formulan, cuando no demuestran grave ignorancia. Y tras una larga historia de desencuentros, mala comunicación, problemas de frontera y guerras entre ambos países, Estados Unidos y Canadá establecieron también serias barreras culturales mediante la creación de tópicos mutuos, como todos los vecinos, buenos o malos, han establecido a lo largo de la Historia. Parte de esos tópicos son añejos y coloniales, como producto de las herencias de sus metrópolis fundadoras respectivas, sin embargo otros lugares comunes, muy desafortunados, no lo son, y podemos achacarlos directamente a la competición comercial entre ambos estados. Porque por esta causa, y ninguna otra, hay quiénes contrastan sin problemas la literatura norteamericana con la canadiense, adjudicando a la segunda todo el academicismo, reflexión, letargo, modorra y sopor que nunca reconocerían encontrar en el país de los cambios sociales fulgurantes, las apasionantes aventuras o la búsqueda de la Gran Novela Norteamericana.
Afortunadamente en los últimos años, y gracias a magníficas traducciones, estamos conociendo en España qué es y en qué consiste lo mejor de la literatura canadiense, con ese interesante y rico acervo cultural, del que tanto ignoramos, en contraste con todo lo que sabemos de la historia y la literatura norteamericanas. Cuatro nombres en concreto, por su calidad y magisterio, están ahora mismo despertando en la prensa española elogios unánimes: Alice Munro y Mavis Gallant como las grandes damas del relato corto; Saúl Bellow y Robertson Davies, como principales adalides de la amena, culta y apasionante gran novela canadiense.
A merced de la tempestad, la novela de Robertson Davies que ahora comentamos es un título primerizo, pero debemos recordar que El gatopardo de Lampedusa también lo fue, y con aquella guarda la similitud de tratarse también de una novela tardía que sin duda sabe transmitirnos el espíritu de un lugar y de una época. Pues, pese a recoger algunas características de los autores que empiezan, como expresarnos directamente sus opiniones sobre los escritores románticos o respecto a la maravillosa música de Purcell, nos encontramos también ante una novela magnífica gracias a sus muchos aciertos: la penetración psicológica inteligente demostrada en todos los personajes secundarios, y con especial acierto en Hector Mackilwraith, finalmente gran protagonista; el paralelismo divertido con la gran obra tardía de Shakespeare; la observadora descripción, no exenta de humor, de la vida social en la pintoresca Salterton, inventada ciudad mercantil, con su destacada Universidad, su Juzgado y sus dos grandes catedrales; el poderoso dominio demostrado en el estilo ágil, ameno y periodístico de la narración y en los no menos interesantes y humorísticos diálogos.
Así, el resultado de esta primera parte de la Trilogía de Salterton, no pudo ser más venturoso, a corto camino ya de El quinto en discordia o Mantícora, primera y segunda parte de la Trilogía de Deptford, auténticas obras maestras independientes que ningún lector entrenado debería pasar por alto. Porque tras una licenciatura en Oxford y una exitosa carrera tanto en dramaturgia como en periodismo, fue como Davies pudo luego deleitarnos y convertirse en el maestro mundialmente famoso que logró ser, gracias a su talento narrativo en esas once novelas tardías en las que derrochó su imaginación y lucidez. Y es sólo ahora cuando en lengua castellana, gracias a las preciosas ediciones, y mejores traducciones, de los Libros del Asteroide, nos hemos podido quedar boquiabiertos con siete, esperando que lleguen a nuestras manos todas ellas. Unas novelas divertidas cuyo estilo ágil iguala y aún sobrepasa, al mejor Mark Twain, el de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, para dar así una lección en toda regla a quiénes afirman, estúpidamente, que la literatura canadiense es aburrida.
Ángeles Prieto
Todas las generalizaciones dejan entrever los desconocimientos y carencias de quiénes las formulan, cuando no demuestran grave ignorancia. Y tras una larga historia de desencuentros, mala comunicación, problemas de frontera y guerras entre ambos países, Estados Unidos y Canadá establecieron también serias barreras culturales mediante la creación de tópicos mutuos, como todos los vecinos, buenos o malos, han establecido a lo largo de la Historia. Parte de esos tópicos son añejos y coloniales, como producto de las herencias de sus metrópolis fundadoras respectivas, sin embargo otros lugares comunes, muy desafortunados, no lo son, y podemos achacarlos directamente a la competición comercial entre ambos estados. Porque por esta causa, y ninguna otra, hay quiénes contrastan sin problemas la literatura norteamericana con la canadiense, adjudicando a la segunda todo el academicismo, reflexión, letargo, modorra y sopor que nunca reconocerían encontrar en el país de los cambios sociales fulgurantes, las apasionantes aventuras o la búsqueda de la Gran Novela Norteamericana.
Afortunadamente en los últimos años, y gracias a magníficas traducciones, estamos conociendo en España qué es y en qué consiste lo mejor de la literatura canadiense, con ese interesante y rico acervo cultural, del que tanto ignoramos, en contraste con todo lo que sabemos de la historia y la literatura norteamericanas. Cuatro nombres en concreto, por su calidad y magisterio, están ahora mismo despertando en la prensa española elogios unánimes: Alice Munro y Mavis Gallant como las grandes damas del relato corto; Saúl Bellow y Robertson Davies, como principales adalides de la amena, culta y apasionante gran novela canadiense.
A merced de la tempestad, la novela de Robertson Davies que ahora comentamos es un título primerizo, pero debemos recordar que El gatopardo de Lampedusa también lo fue, y con aquella guarda la similitud de tratarse también de una novela tardía que sin duda sabe transmitirnos el espíritu de un lugar y de una época. Pues, pese a recoger algunas características de los autores que empiezan, como expresarnos directamente sus opiniones sobre los escritores románticos o respecto a la maravillosa música de Purcell, nos encontramos también ante una novela magnífica gracias a sus muchos aciertos: la penetración psicológica inteligente demostrada en todos los personajes secundarios, y con especial acierto en Hector Mackilwraith, finalmente gran protagonista; el paralelismo divertido con la gran obra tardía de Shakespeare; la observadora descripción, no exenta de humor, de la vida social en la pintoresca Salterton, inventada ciudad mercantil, con su destacada Universidad, su Juzgado y sus dos grandes catedrales; el poderoso dominio demostrado en el estilo ágil, ameno y periodístico de la narración y en los no menos interesantes y humorísticos diálogos.
Así, el resultado de esta primera parte de la Trilogía de Salterton, no pudo ser más venturoso, a corto camino ya de El quinto en discordia o Mantícora, primera y segunda parte de la Trilogía de Deptford, auténticas obras maestras independientes que ningún lector entrenado debería pasar por alto. Porque tras una licenciatura en Oxford y una exitosa carrera tanto en dramaturgia como en periodismo, fue como Davies pudo luego deleitarnos y convertirse en el maestro mundialmente famoso que logró ser, gracias a su talento narrativo en esas once novelas tardías en las que derrochó su imaginación y lucidez. Y es sólo ahora cuando en lengua castellana, gracias a las preciosas ediciones, y mejores traducciones, de los Libros del Asteroide, nos hemos podido quedar boquiabiertos con siete, esperando que lleguen a nuestras manos todas ellas. Unas novelas divertidas cuyo estilo ágil iguala y aún sobrepasa, al mejor Mark Twain, el de Tom Sawyer y Huckleberry Finn, para dar así una lección en toda regla a quiénes afirman, estúpidamente, que la literatura canadiense es aburrida.
¡Qué buen análisis en tan pocas palabras, Olga! Enhorabuena. Con el mérito añadido de no haber olvidado que toda la literatura de otras lenguas que tenemos el placer de leer pasa forzosamente por las manos de otro artesano de la lengua: el traductor.
ResponderEliminarEnhorabuena, insisto, y gracias por la parte que me toca.
Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.
¡Qué buen análisis en tan pocas palabras, Olga! Enhorabuena. Con el mérito añadido de no haber olvidado que toda la literatura de otras lenguas que tenemos el placer de leer pasa forzosamente por las manos de otro artesano de la lengua: el traductor.
ResponderEliminarEnhorabuena, insistto, y gracias por la parte que me toca.
Concha Cardeñoso Sáenz de Miera.