Isla del náufrago, Segovia, 2010. 193 pp. 12 €
José Manuel de la Huerga
La bonhomía de apariencia despistada de Ignacio Sanz le confiere el mejor salvoconducto para transitar desde el olvido de los anónimos de cualquier tierra a la memoria que enciende cada noche la candela de los que deben ser recordados.
Una tierra mansa son dieciséis historias de la Tierra de Pinares que tienen la virtud de mutar y adaptarse a la imaginación del lector de cualquier latitud del globo: los que no somos de esa tierra nos vemos en otra mansa parecida, la nuestra. Siempre hay una tierra mansa nuestra. Porque cualquier lector de las vastas extensiones desheredadas, mesetas peninsulares, dehesas o desiertos del mundo, encontrará a través de estos personajes el ángulo justo para ver a los suyos sufriendo en silencio, y con entereza.
Tampoco me quiero poner melodramático. Porque si además de saberse situar, por empatía, en la carne de sus criaturas, el autor proyecta sobre los relatos otra virtud consustancial a su forma de ser: una cierta indiferencia mezclada con unas gotas de socarronería, podríamos decir que hasta de displicencia, que les viene bien a esos personajes solitarios y realmente trágicos. Nada de contemplaciones, ecuanimidad y templanza ante las adversidades. Así se enfrentaron a sus días y a sus muchas noches solas tantos hombres y mujeres de los pueblos de la España de la Transición, y así consiguieron llegar hasta antes de ayer, aunque fuera a rastras.
¿Con qué voz me he quedado, de tantas tan subyugadoras y sinceras? El que desee aprender cómo conseguir una voz auténtica en primera persona (de esas que resuenan y permanecen con un eco de ondas concéntricas) que se asome a estos relatos de Ignacio Sanz. O como él, se patee los pueblos semidesérticos de la Castilla rural, se acode en la barra del único bar y escuche no los lamentos, porque esta gente no se lamenta, sino los comentarios breves y lacónicos de los cincuentones solteros, sin mujeres cuyo único horizonte es el domingo para beber, merendar en la bodega y de vez en cuando ir a recrearse con Berta, una prostituta de la capital. Que escuche también al pastor al que los lobos le comen las ovejas y cómo se enfrenta sin suerte a esos otros lobos de dos piernas que se sientan trajeados tras los rimeros de expedientes de la Administración regional. O que intente pegar la hebra con las mujeres mayores que pasaron tanta hambre en la posguerra, que vieron a un tal Esgüesado comer carne de oveja enferma y otras atrocidades. O que regresen a sus pueblos como señoritos de ciudad, y se asomen a esa ventana terrible del pasado y vean los pupitres de madera y la pizarra y los mapas mundis llenos de polvo, imposibles de redimir.
Sin duda es la voz en primera persona de estos personajes lo que les levanta del papel. Es un libro que bien podría ser escuchado. Muchos de sus relatos tienen su origen en lo que unos y otros y otros de más allá le contaron al narrador que recoge, mezcla, macera y sobre todo, espera con paciencia, aguarda a escuchar las voces de los ecos. Y, sin embargo, no son las palabras terruñeras que salen de las bocas de los habitantes de Valdepinos, como quien no quiere la cosa, lo que da personalidad y poder calorífico a esos personajes. Es su respiración contenida, son sus silencios que el narrador respeta. Son los huecos a los que nos asomamos, como quien ve el cuerpo accidentado dentro de un coche, entre las tierras, de un ser querido, y tiene que meditar unos segundos qué hacer, con quién hablar, qué decir. La tierra mansa produce el silencio contenido de los apaleados por la vida.
Si Mascarones de proa, la entrega anterior que leímos de este escritor infatigable, nos invitaba a la fiesta de la imaginación marinera en este secano nuestro, en Una tierra mansa nos acompaña a hundir raíces mansamente como el pino, sorber la poco agua que queda y aguantar lo que dé una respiración contenida a prueba de fuego.
Y que el lector no se engañe, éste no es un libro de relatos. De igual manera que el micelio se esconde y crea redes bajo la tamuja de los pinares, este libro nos muestra las caras de los hombres y mujeres de una tierra irrepetible y, desde luego, en vías de extinción. Pero que aún nos deja un consuelo: por su palabra justa, algunos de ellos no habrán vivido en balde, y quedarán en la memoria de los que los leemos, escuchamos y admiramos.
José Manuel de la Huerga
La bonhomía de apariencia despistada de Ignacio Sanz le confiere el mejor salvoconducto para transitar desde el olvido de los anónimos de cualquier tierra a la memoria que enciende cada noche la candela de los que deben ser recordados.
Una tierra mansa son dieciséis historias de la Tierra de Pinares que tienen la virtud de mutar y adaptarse a la imaginación del lector de cualquier latitud del globo: los que no somos de esa tierra nos vemos en otra mansa parecida, la nuestra. Siempre hay una tierra mansa nuestra. Porque cualquier lector de las vastas extensiones desheredadas, mesetas peninsulares, dehesas o desiertos del mundo, encontrará a través de estos personajes el ángulo justo para ver a los suyos sufriendo en silencio, y con entereza.
Tampoco me quiero poner melodramático. Porque si además de saberse situar, por empatía, en la carne de sus criaturas, el autor proyecta sobre los relatos otra virtud consustancial a su forma de ser: una cierta indiferencia mezclada con unas gotas de socarronería, podríamos decir que hasta de displicencia, que les viene bien a esos personajes solitarios y realmente trágicos. Nada de contemplaciones, ecuanimidad y templanza ante las adversidades. Así se enfrentaron a sus días y a sus muchas noches solas tantos hombres y mujeres de los pueblos de la España de la Transición, y así consiguieron llegar hasta antes de ayer, aunque fuera a rastras.
¿Con qué voz me he quedado, de tantas tan subyugadoras y sinceras? El que desee aprender cómo conseguir una voz auténtica en primera persona (de esas que resuenan y permanecen con un eco de ondas concéntricas) que se asome a estos relatos de Ignacio Sanz. O como él, se patee los pueblos semidesérticos de la Castilla rural, se acode en la barra del único bar y escuche no los lamentos, porque esta gente no se lamenta, sino los comentarios breves y lacónicos de los cincuentones solteros, sin mujeres cuyo único horizonte es el domingo para beber, merendar en la bodega y de vez en cuando ir a recrearse con Berta, una prostituta de la capital. Que escuche también al pastor al que los lobos le comen las ovejas y cómo se enfrenta sin suerte a esos otros lobos de dos piernas que se sientan trajeados tras los rimeros de expedientes de la Administración regional. O que intente pegar la hebra con las mujeres mayores que pasaron tanta hambre en la posguerra, que vieron a un tal Esgüesado comer carne de oveja enferma y otras atrocidades. O que regresen a sus pueblos como señoritos de ciudad, y se asomen a esa ventana terrible del pasado y vean los pupitres de madera y la pizarra y los mapas mundis llenos de polvo, imposibles de redimir.
Sin duda es la voz en primera persona de estos personajes lo que les levanta del papel. Es un libro que bien podría ser escuchado. Muchos de sus relatos tienen su origen en lo que unos y otros y otros de más allá le contaron al narrador que recoge, mezcla, macera y sobre todo, espera con paciencia, aguarda a escuchar las voces de los ecos. Y, sin embargo, no son las palabras terruñeras que salen de las bocas de los habitantes de Valdepinos, como quien no quiere la cosa, lo que da personalidad y poder calorífico a esos personajes. Es su respiración contenida, son sus silencios que el narrador respeta. Son los huecos a los que nos asomamos, como quien ve el cuerpo accidentado dentro de un coche, entre las tierras, de un ser querido, y tiene que meditar unos segundos qué hacer, con quién hablar, qué decir. La tierra mansa produce el silencio contenido de los apaleados por la vida.
Si Mascarones de proa, la entrega anterior que leímos de este escritor infatigable, nos invitaba a la fiesta de la imaginación marinera en este secano nuestro, en Una tierra mansa nos acompaña a hundir raíces mansamente como el pino, sorber la poco agua que queda y aguantar lo que dé una respiración contenida a prueba de fuego.
Y que el lector no se engañe, éste no es un libro de relatos. De igual manera que el micelio se esconde y crea redes bajo la tamuja de los pinares, este libro nos muestra las caras de los hombres y mujeres de una tierra irrepetible y, desde luego, en vías de extinción. Pero que aún nos deja un consuelo: por su palabra justa, algunos de ellos no habrán vivido en balde, y quedarán en la memoria de los que los leemos, escuchamos y admiramos.
Por tu comentario, he sentido deseo de leer este libro de Ignacio Sanz. La editorial es ¿Isla del Náufrago?
ResponderEliminarCómo puedo conseguirlo?
Gracias
Muy sencillo, vía internet, te pones en contacto con el editor (Isla del Náufrago) y sin gastos añadidos te lo pone en casa en poco tiempo. Buena calidad por dentro y por fuera. Disfruta.
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