El Aleph, Barcelona, 2010. 144 pp. 18 €
David Vicente
En el año 93 cursaba primero de Historia. Licenciatura que no me interesaba lo más mínimo y a la que llegué después de no obtener la nota suficiente para realizar Periodismo. Acabé, un año después, en Ciencias Políticas para tampoco concluirla.
Estas referencias, aunque innecesarias, me retrotraen a una época en la que el tiempo y la responsabilidad transcurrían ajenos a mí, apenas rozándome como una suave brisa. A una época más impresionable, donde todo era nuevo, donde era habitual tener la piel de gallina (perdón la cursilería), donde la depresión y la euforia podían ser segundos dentro de un mismo minuto.
Todo era diferente, mejor y, sobre todo, era mío. Supongo que tan mío, como antes otros autores, cantantes, actores o directores, lo fueron de otros. Vivir es ver volver, ya lo dijo Unamuno.
En aquel año Ray Loriga, uno de esos autores “míos”, publicó Héroes. Un año antes había debutado con Lo peor de todo, una novela que pasó completamente desapercibida y que posteriormente muchos descubrieron.
En la portada la imagen de un Loriga de veintisiete años con una larga melena tapándole medio rostro, bigote, barba de una semana, cazadora vaquera a la moda y tercio de cerveza que sujetaba una mano con dos anillos (un gran pedrusco y una calavera), recordaba más a una estrella de rock alternativo que a un escritor.
Aquello quizá le perjudicó. (Creo haberle escuchado en alguna entrevista reconocer que nunca lo volvería a repetir, lo que no significa exactamente lo mismo que arrepentirse.) Se convirtió en la cabeza de una nueva generación (otra más) de nuevos narradores, en un producto mediático, en una moda destinada a evaporarse.
Muy pocos críticos, aunque ahora sean muchos los que no lo reconozcan, se molestaron en ir más allá de esa portada, en leer lo que había dentro. Si lo hubieran hecho, se hubiesen dado cuenta, sin lugar a dudas, de que no tenía mucho que ver con Mañas y su Historias del Kronen o con Lucía Etxebarría y su Amor, curiosidad, prozac y dudas, por poner algunos ejemplos de escritores a los que se les metió en el mismo saco. ¡Alucinante!
Él sí parecía tenerlo claro y continuó a lo suyo, ajeno al fuego de artificio, sin desmentir, ni confirmar, simplemente escribiendo, que no deja de ser la mejor manera de hacer literatura, aunque no siempre sea la más habitual. Tokio ya no nos quiere y El hombre que inventó Manhattan, terminaron por darle una razón que él nunca reclamó y quitársela a unos críticos que reseñan de oído.
Mi propia historia, que antes bosquejaba, y mi crecimiento como lector no han estado muy separados de la trayectoria literaria de Ray. En mi modesta opinión, aunque con alguna tacha (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra), Loriga ha confirmado con el paso de los años lo que algunos ya intuimos hace tiempo, que es uno de los escritores (tanto por pasado, presente y más que seguro futuro) más interesantes del panorama literario internacional. Atrás quedó la vanguardia de postín, la referencia a su indumentaria y los sempiternos comentarios sobre sus tatuajes… Hoy de Loriga sólo puede, o más bien debe, hablarse a través de su literatura.
Pero dejemos de lado las, quizá mal trazadas, referencias históricas y vayamos al último Ray Loriga.
Hace dos años fichó por Alfaguara donde publicó, a mi juicio, la decepcionante Ya sólo habla de amor, e incorporó al catálogo de la editorial parte de su obra anterior. Sin embargo, quién sabe si por alguna deuda contractual, nos ofrece periódicamente lo que algunos llamarían obras menores en la que hasta hace poco fue su editorial, El Aleph. El verano pasado Los oficiales y El destino de Cordelia, y más recientemente, en mayo de este año, Sombrero y Mississippi.
Quien piense que Sombrero y Mississippi es un libro al que no se debe prestar más atención que la que prestaría un aficionado al fútbol a un torneo de verano o a un partido amistoso, se equivoca por completo.
Sombrero y Mississippi nos acerca a las motivaciones y al oficio del escritor, el suyo, el de cualquier escritor, a través de todos sus mitos, en eso Ray Loriga, ya quedó patente en Héroes, no ha cambiado demasiado, tampoco nunca renegó de ellos. (El mitómano que no termina asesinando a Lenon puede ser el mejor de los críticos, y en este caso él ejerce como tal ante su profesión.)
En lo que sí ha cambiado, o quizá sólo sea la evolución lógica de su literatura, es en la economía de pensamiento, que se traduce en ocasiones en una prosa difícil para un lector medio. En todo caso, nadie dijo que tuviese por qué haber concesiones en la literatura. El de lector, que pretenda serlo con mayúsculas, al igual que el de escritor, no está muy lejos de ser un trabajo reconocido.
Ray Loriga ya no se molesta en explicar sus metáforas, tampoco nadie dijo que las metáforas tuviesen la necesidad de ser explicadas, sino que ellas mismas tratan de ser la explicación a algo que de otro modo resultaría difícil de entender.
Pero, por momentos, tampoco trata de explicarse a sí mismo, más allá de la belleza de sus imágenes o la intuición presupuesta en la agudeza de su razonamiento. Él se entiende y con eso parece que le sobra, ningún problema si de otra cosa se tratase. Pero resulta que Sombrero y Mississippi no deja de ser una reflexión (una explicación) sobre el proceso que lleva a un autor a escribir de una determinada manera o simplemente a escribir. Y una explicación que, por momentos, más que clarificar complica las cosas, nos debe dar la pista de que hemos tropezado con alguna piedra por el camino que separa, por ejemplo, el sombrero del Mississippi.
Aún así, como decía, no es una obra menor y nos regala momentos de ensayista notable, género con el que hasta ahora no se había atrevido, aunque en casi todas sus obras anteriores (y en muchos de sus artículos), de un modo o de otro, lo había sobrevolado.
Sigamos atentos y concedámosle, cuanto menos, el beneficio de la duda a un escritor que ha demostrado que sabe crecer y sobreponerse a todos los clichés que le caen encima. Y eso, desde luego, es mucho más de lo que pueden decir la mayoría.
David Vicente
En el año 93 cursaba primero de Historia. Licenciatura que no me interesaba lo más mínimo y a la que llegué después de no obtener la nota suficiente para realizar Periodismo. Acabé, un año después, en Ciencias Políticas para tampoco concluirla.
Estas referencias, aunque innecesarias, me retrotraen a una época en la que el tiempo y la responsabilidad transcurrían ajenos a mí, apenas rozándome como una suave brisa. A una época más impresionable, donde todo era nuevo, donde era habitual tener la piel de gallina (perdón la cursilería), donde la depresión y la euforia podían ser segundos dentro de un mismo minuto.
Todo era diferente, mejor y, sobre todo, era mío. Supongo que tan mío, como antes otros autores, cantantes, actores o directores, lo fueron de otros. Vivir es ver volver, ya lo dijo Unamuno.
En aquel año Ray Loriga, uno de esos autores “míos”, publicó Héroes. Un año antes había debutado con Lo peor de todo, una novela que pasó completamente desapercibida y que posteriormente muchos descubrieron.
En la portada la imagen de un Loriga de veintisiete años con una larga melena tapándole medio rostro, bigote, barba de una semana, cazadora vaquera a la moda y tercio de cerveza que sujetaba una mano con dos anillos (un gran pedrusco y una calavera), recordaba más a una estrella de rock alternativo que a un escritor.
Aquello quizá le perjudicó. (Creo haberle escuchado en alguna entrevista reconocer que nunca lo volvería a repetir, lo que no significa exactamente lo mismo que arrepentirse.) Se convirtió en la cabeza de una nueva generación (otra más) de nuevos narradores, en un producto mediático, en una moda destinada a evaporarse.
Muy pocos críticos, aunque ahora sean muchos los que no lo reconozcan, se molestaron en ir más allá de esa portada, en leer lo que había dentro. Si lo hubieran hecho, se hubiesen dado cuenta, sin lugar a dudas, de que no tenía mucho que ver con Mañas y su Historias del Kronen o con Lucía Etxebarría y su Amor, curiosidad, prozac y dudas, por poner algunos ejemplos de escritores a los que se les metió en el mismo saco. ¡Alucinante!
Él sí parecía tenerlo claro y continuó a lo suyo, ajeno al fuego de artificio, sin desmentir, ni confirmar, simplemente escribiendo, que no deja de ser la mejor manera de hacer literatura, aunque no siempre sea la más habitual. Tokio ya no nos quiere y El hombre que inventó Manhattan, terminaron por darle una razón que él nunca reclamó y quitársela a unos críticos que reseñan de oído.
Mi propia historia, que antes bosquejaba, y mi crecimiento como lector no han estado muy separados de la trayectoria literaria de Ray. En mi modesta opinión, aunque con alguna tacha (quien esté libre de pecado que tire la primera piedra), Loriga ha confirmado con el paso de los años lo que algunos ya intuimos hace tiempo, que es uno de los escritores (tanto por pasado, presente y más que seguro futuro) más interesantes del panorama literario internacional. Atrás quedó la vanguardia de postín, la referencia a su indumentaria y los sempiternos comentarios sobre sus tatuajes… Hoy de Loriga sólo puede, o más bien debe, hablarse a través de su literatura.
Pero dejemos de lado las, quizá mal trazadas, referencias históricas y vayamos al último Ray Loriga.
Hace dos años fichó por Alfaguara donde publicó, a mi juicio, la decepcionante Ya sólo habla de amor, e incorporó al catálogo de la editorial parte de su obra anterior. Sin embargo, quién sabe si por alguna deuda contractual, nos ofrece periódicamente lo que algunos llamarían obras menores en la que hasta hace poco fue su editorial, El Aleph. El verano pasado Los oficiales y El destino de Cordelia, y más recientemente, en mayo de este año, Sombrero y Mississippi.
Quien piense que Sombrero y Mississippi es un libro al que no se debe prestar más atención que la que prestaría un aficionado al fútbol a un torneo de verano o a un partido amistoso, se equivoca por completo.
Sombrero y Mississippi nos acerca a las motivaciones y al oficio del escritor, el suyo, el de cualquier escritor, a través de todos sus mitos, en eso Ray Loriga, ya quedó patente en Héroes, no ha cambiado demasiado, tampoco nunca renegó de ellos. (El mitómano que no termina asesinando a Lenon puede ser el mejor de los críticos, y en este caso él ejerce como tal ante su profesión.)
En lo que sí ha cambiado, o quizá sólo sea la evolución lógica de su literatura, es en la economía de pensamiento, que se traduce en ocasiones en una prosa difícil para un lector medio. En todo caso, nadie dijo que tuviese por qué haber concesiones en la literatura. El de lector, que pretenda serlo con mayúsculas, al igual que el de escritor, no está muy lejos de ser un trabajo reconocido.
Ray Loriga ya no se molesta en explicar sus metáforas, tampoco nadie dijo que las metáforas tuviesen la necesidad de ser explicadas, sino que ellas mismas tratan de ser la explicación a algo que de otro modo resultaría difícil de entender.
Pero, por momentos, tampoco trata de explicarse a sí mismo, más allá de la belleza de sus imágenes o la intuición presupuesta en la agudeza de su razonamiento. Él se entiende y con eso parece que le sobra, ningún problema si de otra cosa se tratase. Pero resulta que Sombrero y Mississippi no deja de ser una reflexión (una explicación) sobre el proceso que lleva a un autor a escribir de una determinada manera o simplemente a escribir. Y una explicación que, por momentos, más que clarificar complica las cosas, nos debe dar la pista de que hemos tropezado con alguna piedra por el camino que separa, por ejemplo, el sombrero del Mississippi.
Aún así, como decía, no es una obra menor y nos regala momentos de ensayista notable, género con el que hasta ahora no se había atrevido, aunque en casi todas sus obras anteriores (y en muchos de sus artículos), de un modo o de otro, lo había sobrevolado.
Sigamos atentos y concedámosle, cuanto menos, el beneficio de la duda a un escritor que ha demostrado que sabe crecer y sobreponerse a todos los clichés que le caen encima. Y eso, desde luego, es mucho más de lo que pueden decir la mayoría.
Hola!
ResponderEliminarYo la verdad es que Tokio ya no nos quiero y el hombre que inventó Manhattan. A partir de ahi, para mi flojea, Ya solo habla de amor y los que comentas creo que marcan una tendencia descendente, tanto en cantidad como en calidad.
Y te hablo habiendome leido unas 6 veces Tokio ya no nos quiere.
A mi me encantó, como todo lo de este hombre, lo último que he leido suyo tras ZaZa (Bastante bueno también) y a la espera de conseguir Dias aun más extraños para completar la colección.
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