Calambur, Madrid, 2010. 80 pp. 9,62 €
Ariadna G. García
Javier Lostalé (Madrid, 1942) es un poeta, escribía Roberto Loya en 1998, “secreto” y “exquisito”, cuya obra se encuadra dentro del movimiento novísimo; si bien este rótulo, aunque pedagógico, encorseta demasiado una obra original, honda y delicada como pocas lo han sido en los últimos 35 años. Hagamos un poco de historia.
En 1970 José María Castellet (que veinte años antes había defendido los postulados de la poesía realista en el libro Veinte años de poesía española) publicó la polémica antología Nueve novísimos poetas españoles, que incluyó a Manuel Vázquez Montalbán (1939), Antonio Martínez Sarrión (1939), José María Álvarez (1942), Félix de Azúa (1944), Pere Gimferrer (1945), Vicente Molina Foix (1946), Guillermo Carnero (1947), Ana Moix (1947) y Leopoldo María Panero (1948). La obra nació con los claros propósitos de desafiar las propuestas estéticas vigentes (el realismo y la poesía social) y probar la existencia de un grupo de poetas capaces de liderar una auténtica revolución en el género. Este carácter subversivo se aprecia en dos de los criterios del grupo: uno, temático, intenta liberar a la poesía del compromiso político de la promoción previa; el otro, estético, centra la labor del poeta en el lenguaje. Sus reivindicaciones literarias fueron: decadentismo, esteticismo, malditismo, simbolismo, lujoso léxico modernista, introducción de elementos exóticos (ciudades extranjeras, mitos clásicos), exhibicionismo cultural, reflexiones en torno a la propia actividad creadora, imágenes surrealistas y experimentales deudoras de las vanguardias de los años 20, barroquismo expresivo e influencia de los mass media. Los novísimos hicieron frente común a toda la poesía de posguerra en un intento por lograr que el poema se convirtiese en un objeto de arte caracterizado por su autonomía y belleza, y no en un instrumento de difusión al servicio de una determinada ideología.
La fortuna editorial de la antología de Castellet (que él mismo presentaba como un inventario provisional) redujo la nómina a unos pocos nombres (fue acusada en su momento de parcial y de mero producto de marketing), que se fue ampliando en otras antologías posteriores editadas a lo largo de los 70 con autores coetáneos a los novísimos que, como éstos (aunque no aparecieran en la selección de Castellet), también se emplearon en renovar la estética vigente. Estas otras antologías son: Nueva poesía española (1970, preparada por Martín Pardo), que seleccionó –entre otros– a Antonio Colinas, Jaime Siles y Antonio Carvajal; y Espejo del amor y de la muerte (1971, compilada por Antonio Prieto y precedida de un prólogo de Vicente Aleixandre), que incluyó a Jenaro Talens, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca y al intenso y emocionante Javier Lostalé.
La andadura poética de Lostalé –en solitario– comenzó un años más tarde con la publicación del libro Jimmy, Jimmy (1976. Reeditado en el 2000), al que siguieron Figura en el paseo marítimo (1981), La rosa inclinada (1995), Hondo es el resplandor (1998), La estación azul (2004) y Tormenta transparente (2010). El conjunto de su creación, a excepción de este último título, aparece recogido en el volumen La rosa inclinada. (Poesía 1976-2001) (2002).
Sin embargo, pese a la inteligente decisión de Prieto de incluir a Javier Lostalé en su antología, y pese a la belleza, sensibilidad y elegancia de sus seis poemarios, su obra no ha recibido el reconocimiento que por méritos propios se merece para estar entre las grandes composiciones españolas de los últimos tiempos. Las claves de esta falta de “justicia poética” pueden ser algunas de las siguientes: Javier Lostalé tenía 29 años en 1971 y era un autor inédito, su “ópera prima” vio la luz en el 76, fecha en que cumplió los 34 años; por aquel entonces, sus compañeros de promoción ya tenían en los escaparates de las librerías algún que otro trabajo sorprendente (Víspera de la destrucción, Ritual para un artificio, J. Talens; Preludios a una noche total, Truenos y flautas en un templo, A. Colinas). Por otro lado, en la década de los 80 se puso de moda la llamada “poesía de la experiencia”, a la que muchos acabaron por rendir tributo, pero no Lostalé. Su obra caminó por senderos al margen, en la periferia, sin hacer ruido. Esta fidelidad a sus principios lo convirtió en un autor rebelde, en una rosa al viento, aunque nada más lejos de su ánimo que defender la plaza de la insurrección, porque Javier Lostalé es un autor discreto y un periodista generoso volcado en cuerpo y alma a un solo fin: la difusión de la buena poesía. Y es este terreno, precisamente, de donde le han venido la admiración y el halago; recibiendo en 1995 el Premio Nacional de Fomento de la Lectura a través de los medios de comunicación, y en 2002 –junto a Ignacio Elguero, por La estación azul– los premios Ondas e Internacional Audiovisual Antonio Machado.
Su último libro de poemas, Tormenta transparente, aborda, como el resto de sus poemarios, el tema del amor. No obstante, su tono es más sombrío, y el ritmo es más espeso, como si las palabras caminasen por encima de la nieve. Un poema de la quinta y última sección del libro, titulado “Cicatriz”, recoge todas las pistas que Javier Lostalé va dejando a sus lectores para que lleguen al fondo de la obra. Allí la voz que enuncia nos confiesa un crimen: alguien, por debilidad, por falta de energía para amar en contra de las expectativas ajenas, ahoga la esperanza de un mundo compartido con su amante. «Y así –leemos– tiempo y espacio /apenas sí son ondas/ de un mismo pozo,/ soledad en círculos/ donde lo que respira/ emite fría luz de piedra». Muerta la esperanza, el espacio-tiempo carece de significado, se vuelve monótono y vacío, hasta el punto de que los sentidos de narrador dejan de percibir la realidad, aislándolo. Esta reclusión adquiere distintas formas según avanza el libro (“cielo sellado”, “estancia/que se va quedando sin aire”, “isla transparente”, “pozo”), pero sus efectos son invariables: la ceguera, la sordera, la parálisis. Quien nos habla y se habla vive encerrado en sí, alejado de todo, menos de la resignación y de la pérdida. No existe el tú ni el yo. La pareja no tiene biografía, carece de historia y de perspectiva de futuro. Así, leemos: «El mismo horizonte tendrá mañana sin ti,/ soledad tan distinta para el mismo ayer» (de No llega). Por esta razón, no vemos a las personas que habitan estas páginas, aunque sí tenemos una idea de lo que simbolizan. Lostalé no colorea a sus personajes, tampoco los dibuja; se limita a nombrar el rol que representan. Esta desmaterialización de las figuras viene reforzada por el uso de sustantivos abstractos. El sujeto que enuncia es “voz de espejismo desierto”, “pausa triste en tu olvido” y quien recibe el dolor esposado a las palabras de éste es “pura ausencia”, “fe sin Dios”. La irrealidad de la existencia de ambos llena el libro de alusiones a imágenes, fantasmas, sueños cuya piel se ha podido acariciar, pero no retener, porque no es perdurable. Y pese todo, el amor es perenne en quien nos habla: «Estoy, pasados los años,/ en el mismo día de tu anuncio» (de Destino).
Javier Lostalé confirma en su bella y dolorida Tormenta transparente lo que muchos sabemos: que es un poeta imprescindible. Su horas de escritura se parecen a las de un artesano: modela lentamente, hundiendo sus manos en el corazón del barro. Trabaja hasta mancharse con la vida. Pero son sus poemas sutiles, refinados y profundos lo mismo que vasijas de cerámica.
Su obra, estoy segura, pervivirá en el tiempo. “No hay olvido posible” para tan alta poesía.
Ariadna G. García
Javier Lostalé (Madrid, 1942) es un poeta, escribía Roberto Loya en 1998, “secreto” y “exquisito”, cuya obra se encuadra dentro del movimiento novísimo; si bien este rótulo, aunque pedagógico, encorseta demasiado una obra original, honda y delicada como pocas lo han sido en los últimos 35 años. Hagamos un poco de historia.
En 1970 José María Castellet (que veinte años antes había defendido los postulados de la poesía realista en el libro Veinte años de poesía española) publicó la polémica antología Nueve novísimos poetas españoles, que incluyó a Manuel Vázquez Montalbán (1939), Antonio Martínez Sarrión (1939), José María Álvarez (1942), Félix de Azúa (1944), Pere Gimferrer (1945), Vicente Molina Foix (1946), Guillermo Carnero (1947), Ana Moix (1947) y Leopoldo María Panero (1948). La obra nació con los claros propósitos de desafiar las propuestas estéticas vigentes (el realismo y la poesía social) y probar la existencia de un grupo de poetas capaces de liderar una auténtica revolución en el género. Este carácter subversivo se aprecia en dos de los criterios del grupo: uno, temático, intenta liberar a la poesía del compromiso político de la promoción previa; el otro, estético, centra la labor del poeta en el lenguaje. Sus reivindicaciones literarias fueron: decadentismo, esteticismo, malditismo, simbolismo, lujoso léxico modernista, introducción de elementos exóticos (ciudades extranjeras, mitos clásicos), exhibicionismo cultural, reflexiones en torno a la propia actividad creadora, imágenes surrealistas y experimentales deudoras de las vanguardias de los años 20, barroquismo expresivo e influencia de los mass media. Los novísimos hicieron frente común a toda la poesía de posguerra en un intento por lograr que el poema se convirtiese en un objeto de arte caracterizado por su autonomía y belleza, y no en un instrumento de difusión al servicio de una determinada ideología.
La fortuna editorial de la antología de Castellet (que él mismo presentaba como un inventario provisional) redujo la nómina a unos pocos nombres (fue acusada en su momento de parcial y de mero producto de marketing), que se fue ampliando en otras antologías posteriores editadas a lo largo de los 70 con autores coetáneos a los novísimos que, como éstos (aunque no aparecieran en la selección de Castellet), también se emplearon en renovar la estética vigente. Estas otras antologías son: Nueva poesía española (1970, preparada por Martín Pardo), que seleccionó –entre otros– a Antonio Colinas, Jaime Siles y Antonio Carvajal; y Espejo del amor y de la muerte (1971, compilada por Antonio Prieto y precedida de un prólogo de Vicente Aleixandre), que incluyó a Jenaro Talens, Luis Antonio de Villena, Luis Alberto de Cuenca y al intenso y emocionante Javier Lostalé.
La andadura poética de Lostalé –en solitario– comenzó un años más tarde con la publicación del libro Jimmy, Jimmy (1976. Reeditado en el 2000), al que siguieron Figura en el paseo marítimo (1981), La rosa inclinada (1995), Hondo es el resplandor (1998), La estación azul (2004) y Tormenta transparente (2010). El conjunto de su creación, a excepción de este último título, aparece recogido en el volumen La rosa inclinada. (Poesía 1976-2001) (2002).
Sin embargo, pese a la inteligente decisión de Prieto de incluir a Javier Lostalé en su antología, y pese a la belleza, sensibilidad y elegancia de sus seis poemarios, su obra no ha recibido el reconocimiento que por méritos propios se merece para estar entre las grandes composiciones españolas de los últimos tiempos. Las claves de esta falta de “justicia poética” pueden ser algunas de las siguientes: Javier Lostalé tenía 29 años en 1971 y era un autor inédito, su “ópera prima” vio la luz en el 76, fecha en que cumplió los 34 años; por aquel entonces, sus compañeros de promoción ya tenían en los escaparates de las librerías algún que otro trabajo sorprendente (Víspera de la destrucción, Ritual para un artificio, J. Talens; Preludios a una noche total, Truenos y flautas en un templo, A. Colinas). Por otro lado, en la década de los 80 se puso de moda la llamada “poesía de la experiencia”, a la que muchos acabaron por rendir tributo, pero no Lostalé. Su obra caminó por senderos al margen, en la periferia, sin hacer ruido. Esta fidelidad a sus principios lo convirtió en un autor rebelde, en una rosa al viento, aunque nada más lejos de su ánimo que defender la plaza de la insurrección, porque Javier Lostalé es un autor discreto y un periodista generoso volcado en cuerpo y alma a un solo fin: la difusión de la buena poesía. Y es este terreno, precisamente, de donde le han venido la admiración y el halago; recibiendo en 1995 el Premio Nacional de Fomento de la Lectura a través de los medios de comunicación, y en 2002 –junto a Ignacio Elguero, por La estación azul– los premios Ondas e Internacional Audiovisual Antonio Machado.
Su último libro de poemas, Tormenta transparente, aborda, como el resto de sus poemarios, el tema del amor. No obstante, su tono es más sombrío, y el ritmo es más espeso, como si las palabras caminasen por encima de la nieve. Un poema de la quinta y última sección del libro, titulado “Cicatriz”, recoge todas las pistas que Javier Lostalé va dejando a sus lectores para que lleguen al fondo de la obra. Allí la voz que enuncia nos confiesa un crimen: alguien, por debilidad, por falta de energía para amar en contra de las expectativas ajenas, ahoga la esperanza de un mundo compartido con su amante. «Y así –leemos– tiempo y espacio /apenas sí son ondas/ de un mismo pozo,/ soledad en círculos/ donde lo que respira/ emite fría luz de piedra». Muerta la esperanza, el espacio-tiempo carece de significado, se vuelve monótono y vacío, hasta el punto de que los sentidos de narrador dejan de percibir la realidad, aislándolo. Esta reclusión adquiere distintas formas según avanza el libro (“cielo sellado”, “estancia/que se va quedando sin aire”, “isla transparente”, “pozo”), pero sus efectos son invariables: la ceguera, la sordera, la parálisis. Quien nos habla y se habla vive encerrado en sí, alejado de todo, menos de la resignación y de la pérdida. No existe el tú ni el yo. La pareja no tiene biografía, carece de historia y de perspectiva de futuro. Así, leemos: «El mismo horizonte tendrá mañana sin ti,/ soledad tan distinta para el mismo ayer» (de No llega). Por esta razón, no vemos a las personas que habitan estas páginas, aunque sí tenemos una idea de lo que simbolizan. Lostalé no colorea a sus personajes, tampoco los dibuja; se limita a nombrar el rol que representan. Esta desmaterialización de las figuras viene reforzada por el uso de sustantivos abstractos. El sujeto que enuncia es “voz de espejismo desierto”, “pausa triste en tu olvido” y quien recibe el dolor esposado a las palabras de éste es “pura ausencia”, “fe sin Dios”. La irrealidad de la existencia de ambos llena el libro de alusiones a imágenes, fantasmas, sueños cuya piel se ha podido acariciar, pero no retener, porque no es perdurable. Y pese todo, el amor es perenne en quien nos habla: «Estoy, pasados los años,/ en el mismo día de tu anuncio» (de Destino).
Javier Lostalé confirma en su bella y dolorida Tormenta transparente lo que muchos sabemos: que es un poeta imprescindible. Su horas de escritura se parecen a las de un artesano: modela lentamente, hundiendo sus manos en el corazón del barro. Trabaja hasta mancharse con la vida. Pero son sus poemas sutiles, refinados y profundos lo mismo que vasijas de cerámica.
Su obra, estoy segura, pervivirá en el tiempo. “No hay olvido posible” para tan alta poesía.
Estupenda exégesis, Ariadna, pero una corrección: Jenaro Talens no aparece en la Antología del profesor Prieto.
ResponderEliminarLos poetas seleccionados fueron Ramón Mayrata, Eduardo Calvo, Lostalé, Villena y de Cuenca.
Cinco solamente. Un juego de amigos que merendaban en Velintonia con el poeta de Diálogos del Conocimiento.
Me ha encantado la crítica. Felicidades a Ariadna
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