Nórdica, Madrid, 2010. 72 pp. 8 €
Fernando Sánchez Calvo
Fernando Sánchez Calvo
Nórdica Libros es una editorial interesada, o mejor dicho: obcecada (o mejor aún: empecinada) no en demostrar (verbo demasiado pretencioso), sino en sugerir que la historia de la literatura que otros canonizaron en su día fue un buen intento de estructurar y seleccionar a los mejores orfebres de la palabra para los lectores del futuro, pero no el único. Dicho esto, no estamos hablando de una editorial cuyo objetivo sea recuperar a toda costa a los grandes marginados y estrambóticos de este arte (nombres como Tolstói, Balzac, Pirandello, Dumas o el propio Verne hacen imposible pensar en ello). Sin embargo, sí que estamos hablando de una editorial que parece haber soñado o intuido el posible o alternativo devenir de nuestros clásicos si, por ejemplo, la suerte o las circunstancias hubieran colocado a la altura de Proust, Kafka y Joyce a Flann O’Brien, a quien el último de la gran tríada leyó y analizó siempre con gran devoción y cuya verdadera identidad (Brian O’ Nolan) se desveló muy tarde por la obligatoriedad de los funcionarios británicos a mantener su nombre oculto de cara a la sociedad. Lo mismo pasó en España con Alejandro Sawa, inmortalizado por Valle-Inclán en Luces de Bohemia y Pío Baroja en El árbol de la ciencia, cabeza en los cafés y demás ambientes errantes del Madrid a caballo entre el siglo XIX y XX, propagador del modernismo, y de quien no obstante la otra historia de la literatura jamás o esporádicamente se ocupó. Son sólo dos ejemplos no de marginados (por definición segundones que arropan, acompañan, a los grandes líderes de los diversos movimientos literarios, incluso a veces sin tener obra publicada o escrita) sino de “marginables” (segundos que con la misma obra e influencia que los “clásicos” no entraron tanto en la historia porque simplemente ya no cabían). De rescatar a los “marginables” se encarga Nórdica.
De todos modos, no siempre es posible mantener este proyecto, es decir, para ser rentable hay que publicar a algún grande. Eso sí: siguiendo una coherencia, de éstos se pueden publicar aquellos títulos que la gente ha olvidado o ignorado porque de pequeños nos obligaron a recordar tres o cuatro obras de cada uno de los clásicos, pero no más. Es el caso de la minilectura que nos atañe, Autopista del sur, del maestro del cuento Julio Cortázar. Una vez más un suceso cotidiano, anodino: un atasco en la carretera. Una vez más, una realidad paralela (la verdadera para el argentino) subyace en esta ocasión a la caravana: la gran, infeliz pero satisfecha familia que un grupo de conductores y domingueros han formado bajo un mismo cielo, sobre el mismo asfalto. Los personajes (la guapa chica a la que gusta gustar, el egoísta, la pareja de ancianos, el matrimonio con niños adosados), perfilados a la perfección con apenas tres o cuatro trazos, trazos que valen para describir incluso a aquéllos que no se ven diez coches más allá pero que existen y los cuales, sabe el lector, van a repetir los tipos ya aparecidos en el relato. El protagonista, otro clásico: observador, distante, un líder que no quiere ser líder y que, aun así, finalmente acabará implicado en un juego del que le costará mucho salir. Y, por último, esa sensación de eternidad en un instante, de trascendencia hallada en el momento y espacio más sórdidos, uno de los ingredientes que han hecho de Cortázar el más singular de los cuentistas. Desde Final de juego a Las armas secretas pasando por los Cronopios o los últimos Papeles inesperados, a sus seres siempre se les enciende un fuego en el cerebro, un chispazo de inteligencia que les hace, de repente, ver más allá en acciones que habían repetido hasta la saciedad. Una nueva verdad, inefable por supuesto, entra en la mente de los protagonistas (a veces, felizmente, también en la del lector) para segundos después abandonar o no a la lucidez. Si se queda o no esta verdad en Autopista del sur, es algo que tendrá que descubrir el lector, recuerden siempre, obligado, activo para Cortázar y cuestionable como cualquier historia de la literatura.
De todos modos, no siempre es posible mantener este proyecto, es decir, para ser rentable hay que publicar a algún grande. Eso sí: siguiendo una coherencia, de éstos se pueden publicar aquellos títulos que la gente ha olvidado o ignorado porque de pequeños nos obligaron a recordar tres o cuatro obras de cada uno de los clásicos, pero no más. Es el caso de la minilectura que nos atañe, Autopista del sur, del maestro del cuento Julio Cortázar. Una vez más un suceso cotidiano, anodino: un atasco en la carretera. Una vez más, una realidad paralela (la verdadera para el argentino) subyace en esta ocasión a la caravana: la gran, infeliz pero satisfecha familia que un grupo de conductores y domingueros han formado bajo un mismo cielo, sobre el mismo asfalto. Los personajes (la guapa chica a la que gusta gustar, el egoísta, la pareja de ancianos, el matrimonio con niños adosados), perfilados a la perfección con apenas tres o cuatro trazos, trazos que valen para describir incluso a aquéllos que no se ven diez coches más allá pero que existen y los cuales, sabe el lector, van a repetir los tipos ya aparecidos en el relato. El protagonista, otro clásico: observador, distante, un líder que no quiere ser líder y que, aun así, finalmente acabará implicado en un juego del que le costará mucho salir. Y, por último, esa sensación de eternidad en un instante, de trascendencia hallada en el momento y espacio más sórdidos, uno de los ingredientes que han hecho de Cortázar el más singular de los cuentistas. Desde Final de juego a Las armas secretas pasando por los Cronopios o los últimos Papeles inesperados, a sus seres siempre se les enciende un fuego en el cerebro, un chispazo de inteligencia que les hace, de repente, ver más allá en acciones que habían repetido hasta la saciedad. Una nueva verdad, inefable por supuesto, entra en la mente de los protagonistas (a veces, felizmente, también en la del lector) para segundos después abandonar o no a la lucidez. Si se queda o no esta verdad en Autopista del sur, es algo que tendrá que descubrir el lector, recuerden siempre, obligado, activo para Cortázar y cuestionable como cualquier historia de la literatura.
perfecto comentario, enhorabuena. Da gusto encontrarse con gente que sabe leer al julísimo Julio.
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