lunes, octubre 18, 2010

Alfabeto de cicatrices, Ana Pérez Cañamares

Baile del Sol, Tenerife, 2010. 114 pp.10 €

Sofía Castañón

Leer a Ana Pérez Cañamares es caminar. Y no porque el ritmo de la poeta sea andante, porque el verso resulte natural, como una conversación con alguien que casi te fuerza a recoger sus frases, a apuntarlas en un cuaderno invisible pero permanente. Es caminar por el avance.
En este segundo poemario, Pérez Cañamares arma un libro cerrado, de tránsito pero con pies seguros. No por nada se estructura en tres partes, fraccionando un dicho popular: “Tropezón que das… y no te caes… camino que adelantas”. De eso habla, de los baches y de la continuación, de lo que se aprende durante el recorrido.
Con las formas y el universo que ya mostraba en La alambrada de mi boca, Pérez Cañamares habla de aquello que oscila entre la normalidad y el desorden interior. Habla de lo cotidiano para decirnos que entendemos mal esa palabra. Habla de quienes no hablan apenas. Con una voz poética personalísima —cercana sí, pero cuidada con mimo y con oficio— se fragmenta a sí misma en las mujeres que es, en las que ha sido, las que vivieron en un barrio pobre en Londres, las que aman con intensidad, las que saben que están cansadas y que han de concederse el estarlo, las que ven que el mundo está roto y no sólo quieren arreglarlo, sino decir que está roto. En el poema “Antídoto” recoge una cita de Antonio Orihuela, que es casi una poética presente en todo el libro: «escribir poemas como comprar el pan/ esperando que nutran y alimenten».
Es una voz descreída que tiene fe. Porque en ese pulso se mueve, ahí su conflicto. Una renovación de mirada, a la que el desengaño ha endurecido y esperanzado, como una terrible pero provechosa contradicción: «… llegar a casa/ y observar con alegría/ que no me falta de nada/ que me defiende la fe/ eficiente como un arma.»
Como el mundo, la poeta también se rompe, pero lo hace en esquirlas: «El problema es que voy/ quedándome afilada/ y ya no soy más/ aquella mujer/ habitable/ mullida/ blanda/ yo.” Desde ese filo, entiende el mundo del trabajo, que es el único mundo que nos dicen que existe. Y sabe que no. Así “Bueyes”, uno de los poemas más redondos del libro: “Si supieras del dolor en mi cuello/ no dudarías de que los yugos invisibles/ también pesan, y que cada día/ del trabajo a casa voy trazando surcos/ en los que no habrá de crecer cosecha.»
Visibilidad. Eso logra esta poeta en Alfabeto de cicatrices.

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