Trad. Carlos Milla Soler. Tusquets, Barcelona, 2010. 657 pp. 26 €
Coradino Vega
En literaturas más consolidadas que la nuestra, el realismo goza de una salud de hierro. Mientras aquí original significa ser novedoso, ignorando la riqueza de Clarín o Galdós, u olvidando la aportación de la Generación de los 50 por ejemplo, John Irving se declara sin complejos seguidor de una tradición anglosajona, y más específicamente norteamericana, que tiene sus mitos fundadores en novelistas como Dickens o Melville, y que aún reconoce en la Generación Perdida un referente vivo. Como se dice del personaje Danny Angel en este libro: «Era un artesano, no un teórico; era un narrador, no un intelectual». Y parece un adecuado retrato de John Irving, a quien cuesta imaginar constreñido por el requerimiento de conciencia textual y expectativas culturales que impuso el posmodernismo a la literatura para que fuera «seria», sino trabajando con denuedo en la implementación de una compleja trama, afilando el detalle, y demorándose en la minuciosa descripción de eso que la mayoría de la gente hace para ganarse la vida: el trabajo.
No estamos pues, por más que Danny Angel sea escritor, ante una de esas novelas escritas por intelectuales sobre intelectuales para intelectuales. No. La última noche en Twisted River quiere llegar a todos, de ahí su lenguaje llano y su afán explicativo, contándonos una historia de padres e hijos engarzada en la Historia de un país desde 1954 hasta 2005. Es una novela que explora el miedo en «un mundo de accidentes»: el miedo del padre a lo que le pase al hijo; el miedo del hijo a lo que le pase al padre. La galería de secundarios, en especial la figura del leñador Ketchum, alcanza resonancias épicas. Sucede algo una noche en un pueblo maderero de New Hampshire que hará que Dominic Baciagalupo huya con Danny, su hijo de doce años, y ambos se pasen toda la vida como fugitivos. Boston, 1967; Vermont, 1983; Toronto, 2000; Coos County, 2001; y una isla en un lago de Ontario, en 2005, conforman los bloques espacio-temporales a través de los cuales se desarrolla la novela. Y junto a las peripecias de padre e hijo perseguidos por el viejo ayudante de sheriff Carl: Vietnam, el «pucherazo» de George W. Bush en las elecciones contra Al Gore, los atentados del 11-S y la segunda guerra de Irak operan de telón de fondo. Como sucede con la película En el valle de Elah, no hay crítica más dura a los desvaríos americanos que la que han hecho los propios americanos.
Por lo demás, La última noche en Twisted River es una novela clásica en el plano formal, con su narrador omnisciente y esa cualidad de duración en la que el lector se instala hasta sentir su pérdida cuando termina, con cierta preponderancia de la trama sobre el lenguaje y con una elaborada estructura temporal, en la que cada pieza tiene su encaje, eso sí, unos más afortunados que otros. Porque quizás sea el celo con el que Irving propone que lo más importante de todo sea la historia lo que, en ocasiones, lastre un poco el resultado: esa reiterativa forma de explicar hace que uno piense que estamos ante el perfecto ejercicio que poner en un taller literario para ilustrar cómo se construye una trama y qué puede resultar, supuesta la inteligencia del lector y sin concesiones oportunistas a la ambigüedad, prescindible. Y aun así, La última noche en Twisted River es una novela de una solidez narrativa y una dignidad moral que no debería minusvalorarse; un libro que no convencerá a los partidarios de la vanguardia, pero que al 99,9 % de la población que no es mundillo literario seguramente sí le gustará: porque habla de forma bien clara de la gente que trabaja, que ama o no sabe cómo amar, de la muerte, de la migración, de recetas de cocina, de la política desde la óptica ciudadana y, en definitiva, de la vida.
Coradino Vega
En literaturas más consolidadas que la nuestra, el realismo goza de una salud de hierro. Mientras aquí original significa ser novedoso, ignorando la riqueza de Clarín o Galdós, u olvidando la aportación de la Generación de los 50 por ejemplo, John Irving se declara sin complejos seguidor de una tradición anglosajona, y más específicamente norteamericana, que tiene sus mitos fundadores en novelistas como Dickens o Melville, y que aún reconoce en la Generación Perdida un referente vivo. Como se dice del personaje Danny Angel en este libro: «Era un artesano, no un teórico; era un narrador, no un intelectual». Y parece un adecuado retrato de John Irving, a quien cuesta imaginar constreñido por el requerimiento de conciencia textual y expectativas culturales que impuso el posmodernismo a la literatura para que fuera «seria», sino trabajando con denuedo en la implementación de una compleja trama, afilando el detalle, y demorándose en la minuciosa descripción de eso que la mayoría de la gente hace para ganarse la vida: el trabajo.
No estamos pues, por más que Danny Angel sea escritor, ante una de esas novelas escritas por intelectuales sobre intelectuales para intelectuales. No. La última noche en Twisted River quiere llegar a todos, de ahí su lenguaje llano y su afán explicativo, contándonos una historia de padres e hijos engarzada en la Historia de un país desde 1954 hasta 2005. Es una novela que explora el miedo en «un mundo de accidentes»: el miedo del padre a lo que le pase al hijo; el miedo del hijo a lo que le pase al padre. La galería de secundarios, en especial la figura del leñador Ketchum, alcanza resonancias épicas. Sucede algo una noche en un pueblo maderero de New Hampshire que hará que Dominic Baciagalupo huya con Danny, su hijo de doce años, y ambos se pasen toda la vida como fugitivos. Boston, 1967; Vermont, 1983; Toronto, 2000; Coos County, 2001; y una isla en un lago de Ontario, en 2005, conforman los bloques espacio-temporales a través de los cuales se desarrolla la novela. Y junto a las peripecias de padre e hijo perseguidos por el viejo ayudante de sheriff Carl: Vietnam, el «pucherazo» de George W. Bush en las elecciones contra Al Gore, los atentados del 11-S y la segunda guerra de Irak operan de telón de fondo. Como sucede con la película En el valle de Elah, no hay crítica más dura a los desvaríos americanos que la que han hecho los propios americanos.
Por lo demás, La última noche en Twisted River es una novela clásica en el plano formal, con su narrador omnisciente y esa cualidad de duración en la que el lector se instala hasta sentir su pérdida cuando termina, con cierta preponderancia de la trama sobre el lenguaje y con una elaborada estructura temporal, en la que cada pieza tiene su encaje, eso sí, unos más afortunados que otros. Porque quizás sea el celo con el que Irving propone que lo más importante de todo sea la historia lo que, en ocasiones, lastre un poco el resultado: esa reiterativa forma de explicar hace que uno piense que estamos ante el perfecto ejercicio que poner en un taller literario para ilustrar cómo se construye una trama y qué puede resultar, supuesta la inteligencia del lector y sin concesiones oportunistas a la ambigüedad, prescindible. Y aun así, La última noche en Twisted River es una novela de una solidez narrativa y una dignidad moral que no debería minusvalorarse; un libro que no convencerá a los partidarios de la vanguardia, pero que al 99,9 % de la población que no es mundillo literario seguramente sí le gustará: porque habla de forma bien clara de la gente que trabaja, que ama o no sabe cómo amar, de la muerte, de la migración, de recetas de cocina, de la política desde la óptica ciudadana y, en definitiva, de la vida.
Es un libro recomendable a los que les gustan las historias reales y creíbles. A mí me gustó mucho.
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