Anagrama, Barcelona, 2010. 152 pp. 15 €
Ariadna G. García
Para escribir novelas son necesarios estos tres ingredientes: concentración, constancia y talento. Andrés Barba (Madrid, 1975) ha venido dando cuenta de los tres a lo largo de su interesante carrera literaria. A su determinación por dedicarse de lleno a la literatura añade un sorprendente caudal creativo. Desde que publicara su primera novela en 1998 ha demostrado que sabe repartir ordenadamente el tiempo para escribir sus obras y que sabe dosificar su energía a largo plazo para volcarse en todo tipo de géneros: la novela (El hueso que más duele; La hermana de Katia; Ahora tocad música de baile; Versiones de Teresa; Las manos pequeñas; Septiembre, Octubre), el ensayo (La ceremonia del porno) y el libro de relatos (La recta intención).
Explica Haruki Murakami en un reciente ensayo sobre las conexiones entre el deporte y la literatura (De qué hablamos cuando hablamos de correr, 2010) que toda experiencia creadora supone la liberación de una toxina. El Arte, según él, contiene agentes insanos y antisociales que asombran y sacuden tanto al lector desprevenido como al espectador ingenuo. Un repaso de los asuntos que Andrés Barba analiza en sus libros (la prostitución, la enfermedad, el acoso infantil…) basta para demostrar que es un artista nato: de los que gustan de romper las normas, de incomodar escarbando en la naturaleza humana.
Agosto, Octubre (Anagrama, 2010) es una novela breve y de argumento sencillo que colmará las expectativas de sus lectores. La fuerza del libro descansa en el complejo retrato psicológico que Barba construye de Tomás, el adolescente de catorce años que protagoniza esta violenta historia. La acción transcurre en una ría gallega durante las vacaciones estivales. El joven, aprovechando la vulnerabilidad de su familia (la hermana del padre padece una enfermedad degenerativa), va estirando la cinta elástica de su libertad para tocar los límites entre la vida y la muerte, la frontera que opone las buenas acciones a las deleznables.
La omnisciencia selectiva permite a Andrés Barba descubrirnos la realidad a través de las coordenadas sensitivas de su personaje. Es en esos fragmentos cuando la sobriedad narrativa cede paso a un segundo tejido estético, corrosivo y degradador: «comprobó… que los rostros de sus padres se hinchaban durante el sueño, que sus cuerpos eran perceptiblemente más gruesos y pesados que durante el día, más secos también, como si algo los deshidratara durante la noche» (p. 27), «Cuando le quitó la camiseta vio la blancura de aquellos dos pechitos miserables, como dos limones cortados en diagonal y atravesados por un pezón negro y puntiagudo del que sobresalían tres pelos» (p. 54).
Barba, lejos de demostrar una tesis, nos plantea terroríficos interrogantes. La sensación de extrañamiento, de otredad del protagonista del libro –quien no puede o no sabe controlar sus actos–, apunta hacia un futuro incierto. Tomás, un chico como tantos, de familia acomodada, imbuido de un sentido estable de los valores morales, contra todo pronóstico, corre el riesgo de perderse y perdernos. El rencor y la ira no sólo lo llevan a comportamientos violentos, sino autodestructivos. Su despego e indiferencia emocionales lo pueden convertir en una amenaza o puede que se escape felizmente de ese destino aciago.
Reciente ganador del Premio Juan March de Novela Breve, Andrés Barba prosigue liberando toxinas. Habrá que inmunizarse con potentes vacunas: las perturbadoras lecturas de sus obras.
Ariadna G. García
Para escribir novelas son necesarios estos tres ingredientes: concentración, constancia y talento. Andrés Barba (Madrid, 1975) ha venido dando cuenta de los tres a lo largo de su interesante carrera literaria. A su determinación por dedicarse de lleno a la literatura añade un sorprendente caudal creativo. Desde que publicara su primera novela en 1998 ha demostrado que sabe repartir ordenadamente el tiempo para escribir sus obras y que sabe dosificar su energía a largo plazo para volcarse en todo tipo de géneros: la novela (El hueso que más duele; La hermana de Katia; Ahora tocad música de baile; Versiones de Teresa; Las manos pequeñas; Septiembre, Octubre), el ensayo (La ceremonia del porno) y el libro de relatos (La recta intención).
Explica Haruki Murakami en un reciente ensayo sobre las conexiones entre el deporte y la literatura (De qué hablamos cuando hablamos de correr, 2010) que toda experiencia creadora supone la liberación de una toxina. El Arte, según él, contiene agentes insanos y antisociales que asombran y sacuden tanto al lector desprevenido como al espectador ingenuo. Un repaso de los asuntos que Andrés Barba analiza en sus libros (la prostitución, la enfermedad, el acoso infantil…) basta para demostrar que es un artista nato: de los que gustan de romper las normas, de incomodar escarbando en la naturaleza humana.
Agosto, Octubre (Anagrama, 2010) es una novela breve y de argumento sencillo que colmará las expectativas de sus lectores. La fuerza del libro descansa en el complejo retrato psicológico que Barba construye de Tomás, el adolescente de catorce años que protagoniza esta violenta historia. La acción transcurre en una ría gallega durante las vacaciones estivales. El joven, aprovechando la vulnerabilidad de su familia (la hermana del padre padece una enfermedad degenerativa), va estirando la cinta elástica de su libertad para tocar los límites entre la vida y la muerte, la frontera que opone las buenas acciones a las deleznables.
La omnisciencia selectiva permite a Andrés Barba descubrirnos la realidad a través de las coordenadas sensitivas de su personaje. Es en esos fragmentos cuando la sobriedad narrativa cede paso a un segundo tejido estético, corrosivo y degradador: «comprobó… que los rostros de sus padres se hinchaban durante el sueño, que sus cuerpos eran perceptiblemente más gruesos y pesados que durante el día, más secos también, como si algo los deshidratara durante la noche» (p. 27), «Cuando le quitó la camiseta vio la blancura de aquellos dos pechitos miserables, como dos limones cortados en diagonal y atravesados por un pezón negro y puntiagudo del que sobresalían tres pelos» (p. 54).
Barba, lejos de demostrar una tesis, nos plantea terroríficos interrogantes. La sensación de extrañamiento, de otredad del protagonista del libro –quien no puede o no sabe controlar sus actos–, apunta hacia un futuro incierto. Tomás, un chico como tantos, de familia acomodada, imbuido de un sentido estable de los valores morales, contra todo pronóstico, corre el riesgo de perderse y perdernos. El rencor y la ira no sólo lo llevan a comportamientos violentos, sino autodestructivos. Su despego e indiferencia emocionales lo pueden convertir en una amenaza o puede que se escape felizmente de ese destino aciago.
Reciente ganador del Premio Juan March de Novela Breve, Andrés Barba prosigue liberando toxinas. Habrá que inmunizarse con potentes vacunas: las perturbadoras lecturas de sus obras.
¿cuándo fue la última vez que visviste una situción excitante y triste a la vez?
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