Páginas de espuma, Madrid, 2010. 103 pp 13 €
Matías Candeira
Encuentro este libro. Lo leo. Me emociono. Pienso en Pierre Reverdy y en su famoso verso: “Ya no se puede volver a dormir cuando se han abierto los ojos”.
Inés Mendoza (Caracas, 1970), es la apuesta novel de Páginas de Espuma para el ecuador de este año. Conviene añadir que este crítico no puede glosar o ampliar sin resultar torpe lo dicho por Eloy Tizón en el hermoso prólogo, primera invitación y acierto de estas páginas; y apéndice vivo que dialoga de forma inteligente con las propuestas incendiadas de El otro fuego a través de razones más que justas. Entiendo que un libro se la juega con su prólogo. Ha de estar a la altura para aumentar exponencialmente su potencia de significado, o bien ha de salvarlo y excusarlo. Se llama a la autora “la perseguidora”, con razón.
Mi baremo, prejuicioso quizás, es lo que disculpa esa rémora que los autores recién germinados cargan a la espalda: “Un debut más que…”. “Un primer libro que anuncia…”. Lejos de maximalismos, este libro de Inés Mendoza no anuncia nada más que un fuego socavador del deseo en la mayoría de las doce historias del conjunto, en un libro pleno de razones extraliterarias (una extensión breve, a modo de triple destilación; además de un prólogo espectacular) y un contenido justamente salpimentado con densidad y trascendencia. Prefiero no entrar en las más que conocidas y estúpidas reservas de suplemento cultural (“un conjunto de cuentos desigual que…”); y sí hacerlo con los ejes del sentido.
El otro fuego es un debut que, en su conjunto, nos invita a despertar, a no reproducir mecánicamente los sonidos de la naturaleza como en aquella película de Fellini y sus reflexiones sobre los burgueses –una vez más, Tizón se me adelanta en el prólogo- y sí a abrir la puerta y emerger a una vida verdadera, eso que preconizaban los surrealistas, o que tan bien escribió Machen en Un fragmento de vida, uno de sus mejores y más desconocidos libros. He aquí el eje, la programática de los cuentos más importantes del conjunto: elevar una protesta, dibujar rebeldías.
En cuanto a su topografía referencial, y puestos a ubicarnos, las fuentes tienden a separarse en dos territorios combinados con equilibrio, desde una tradición seminalmente latinoamericana (ambos Fernández: Macedonio y Felisberto; a quienes podría sumarse Cortázar) y el angst elevado, a medio camino entre lo siniestro, lo surreal y lo romántico, de autoras más que notables como Ana Blandiana (Recuerdos del pasado fue uno de los bombazos más interesantes lanzados por Periférica el pasado año), May Sinclair y su fabulosa Vida y muerte de Harriet Frean, Leonora Carrington o el siempre interesante Villiers de L'isle Adam. Sin desmerecer la raigambre mal llamada realistamágica, este segundo territorio de exploración es el más interesante del libro, pues da medida de un difícil equilibrio entre la belleza formal, hechuras poéticas y trepidaciones de lo siniestro o lo extraño. No dejen de echar un vistazo a Rosas amarillas, La estrella nocturna (deliciosa serie B, que arrincona el mecanismo del género postnuclear para extraer poesía de la historia de un perro que ha sufrido radiación atómica); o Mutaciones, el que es el cuento más espectacular del conjunto y se entronca con artefactos mainstream como El sexto sentido, esto es: un infierno helado en la propia tierra, una miseria hecha vida de la que no nos apercibimos hasta que es demasiado tarde.
Cabe reprocharle a Mendoza el que, en ocasiones, algunos relatos gocen de cierta vena demasiado convencional –Motivos del sábado, otro cuento sobre parejas-, o, más especialmente, que algunos cierres puedan tender a un parecido excesivo. Esquema, repetido hasta en tres ocasiones, en el que se ha forjado una orfandad completamente nueva para los protagonistas, pero más importante aún, una búsqueda que arrastra consigo desarraigo, alegría festiva, temblor, miedo y movimiento hacia un estado de conciencia que repudie la doxa, lo dado o la narcosis de una vida acomodada. Se avanza, por ejemplo, en Origami, con un hombre que ha sido infectado por la capacidad de retar y desconcertar a los transeúntes, sospechar que ha tenido otra vida y que, en esa estela de iluminación, ha de echar de menos ese lado que no conoce de su existencia. Lectura bellísima, por cierto.
Si entendemos que la literatura es discurso, es el verbo interno de estos relatos otro de sus méritos más interesantes; pues antes que historias (sin embargo, el estilismo sombrío y exhuberante no se descuida en ningún momento) pueden entenderse también como catalizadores. Confieso que me ha gustado leerlos así, articulaciones de una protesta o el mecanismo perfectamente narrado de una rebeldía que impele a no volver la vista atrás. Pienso en Estación del destierro, un texto que no ha dejado de antojárseme como una versión alternativa de Casa tomada, pero, en este caso, con una invasión de doble dirección, ya que el cambio no se produce en los invadidos sino en uno de los invasores.
No sé si queda mucho más por decir. Me gusta esta literatura de Mendoza, que me arenga con elegancia, que puedo leer como si atravesara los diferentes cortinajes de una habitación desconocida, que me proporciona un fuego del que aprendo algo: siendo importante que queme, lo es más que no pueda ser apagado.
Felicidades a la autora y a la editorial.
Encuentro este libro. Lo leo. Me emociono. Pienso en Pierre Reverdy y en su famoso verso: “Ya no se puede volver a dormir cuando se han abierto los ojos”.
Inés Mendoza (Caracas, 1970), es la apuesta novel de Páginas de Espuma para el ecuador de este año. Conviene añadir que este crítico no puede glosar o ampliar sin resultar torpe lo dicho por Eloy Tizón en el hermoso prólogo, primera invitación y acierto de estas páginas; y apéndice vivo que dialoga de forma inteligente con las propuestas incendiadas de El otro fuego a través de razones más que justas. Entiendo que un libro se la juega con su prólogo. Ha de estar a la altura para aumentar exponencialmente su potencia de significado, o bien ha de salvarlo y excusarlo. Se llama a la autora “la perseguidora”, con razón.
Mi baremo, prejuicioso quizás, es lo que disculpa esa rémora que los autores recién germinados cargan a la espalda: “Un debut más que…”. “Un primer libro que anuncia…”. Lejos de maximalismos, este libro de Inés Mendoza no anuncia nada más que un fuego socavador del deseo en la mayoría de las doce historias del conjunto, en un libro pleno de razones extraliterarias (una extensión breve, a modo de triple destilación; además de un prólogo espectacular) y un contenido justamente salpimentado con densidad y trascendencia. Prefiero no entrar en las más que conocidas y estúpidas reservas de suplemento cultural (“un conjunto de cuentos desigual que…”); y sí hacerlo con los ejes del sentido.
El otro fuego es un debut que, en su conjunto, nos invita a despertar, a no reproducir mecánicamente los sonidos de la naturaleza como en aquella película de Fellini y sus reflexiones sobre los burgueses –una vez más, Tizón se me adelanta en el prólogo- y sí a abrir la puerta y emerger a una vida verdadera, eso que preconizaban los surrealistas, o que tan bien escribió Machen en Un fragmento de vida, uno de sus mejores y más desconocidos libros. He aquí el eje, la programática de los cuentos más importantes del conjunto: elevar una protesta, dibujar rebeldías.
En cuanto a su topografía referencial, y puestos a ubicarnos, las fuentes tienden a separarse en dos territorios combinados con equilibrio, desde una tradición seminalmente latinoamericana (ambos Fernández: Macedonio y Felisberto; a quienes podría sumarse Cortázar) y el angst elevado, a medio camino entre lo siniestro, lo surreal y lo romántico, de autoras más que notables como Ana Blandiana (Recuerdos del pasado fue uno de los bombazos más interesantes lanzados por Periférica el pasado año), May Sinclair y su fabulosa Vida y muerte de Harriet Frean, Leonora Carrington o el siempre interesante Villiers de L'isle Adam. Sin desmerecer la raigambre mal llamada realistamágica, este segundo territorio de exploración es el más interesante del libro, pues da medida de un difícil equilibrio entre la belleza formal, hechuras poéticas y trepidaciones de lo siniestro o lo extraño. No dejen de echar un vistazo a Rosas amarillas, La estrella nocturna (deliciosa serie B, que arrincona el mecanismo del género postnuclear para extraer poesía de la historia de un perro que ha sufrido radiación atómica); o Mutaciones, el que es el cuento más espectacular del conjunto y se entronca con artefactos mainstream como El sexto sentido, esto es: un infierno helado en la propia tierra, una miseria hecha vida de la que no nos apercibimos hasta que es demasiado tarde.
Cabe reprocharle a Mendoza el que, en ocasiones, algunos relatos gocen de cierta vena demasiado convencional –Motivos del sábado, otro cuento sobre parejas-, o, más especialmente, que algunos cierres puedan tender a un parecido excesivo. Esquema, repetido hasta en tres ocasiones, en el que se ha forjado una orfandad completamente nueva para los protagonistas, pero más importante aún, una búsqueda que arrastra consigo desarraigo, alegría festiva, temblor, miedo y movimiento hacia un estado de conciencia que repudie la doxa, lo dado o la narcosis de una vida acomodada. Se avanza, por ejemplo, en Origami, con un hombre que ha sido infectado por la capacidad de retar y desconcertar a los transeúntes, sospechar que ha tenido otra vida y que, en esa estela de iluminación, ha de echar de menos ese lado que no conoce de su existencia. Lectura bellísima, por cierto.
Si entendemos que la literatura es discurso, es el verbo interno de estos relatos otro de sus méritos más interesantes; pues antes que historias (sin embargo, el estilismo sombrío y exhuberante no se descuida en ningún momento) pueden entenderse también como catalizadores. Confieso que me ha gustado leerlos así, articulaciones de una protesta o el mecanismo perfectamente narrado de una rebeldía que impele a no volver la vista atrás. Pienso en Estación del destierro, un texto que no ha dejado de antojárseme como una versión alternativa de Casa tomada, pero, en este caso, con una invasión de doble dirección, ya que el cambio no se produce en los invadidos sino en uno de los invasores.
No sé si queda mucho más por decir. Me gusta esta literatura de Mendoza, que me arenga con elegancia, que puedo leer como si atravesara los diferentes cortinajes de una habitación desconocida, que me proporciona un fuego del que aprendo algo: siendo importante que queme, lo es más que no pueda ser apagado.
Felicidades a la autora y a la editorial.
Pues si la recomiendas tú, corro a comprarla.
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