Caballo de Troya, Madrid, 2010. 117 pp. 12,90 €
Marta Sanz
Abro el libro de Roberto Enríquez que es el bolso que a Mateo le roban en la sauna una noche en la que no encuentra un taxi para volver a casa y dormir la mona. Abro el libro-bolso naranja de Hermés y, como en el interior fondo cuarto oscuro de un local o de un bolso femenino, preveo frivolidad y encuentro miseria. El deleite de una mano aceitada en el rincón del cuarto oscuro se transforma en uña con tira de luto y piel que huele a genitales. La intimidad, el glamuroso secreto escondido de un bolso de mujer —un pintalabios y un espejito en cuyo reflejo la cara más linda o la mejor reconstruida se retoca el maquillaje— deviene pomada hemorroidal, húmedo kleenex, mala letra en un papelajo, un móvil que no suena nunca, la lista de la compra reducida a una extensa relación de yogures laxantes y placebos contra la osteoporosis, una bolsa de plástico para taparse el pelo por si lloviera, peine con pelos... Al abrir la primera página de esta novela de Roberto Enríquez, se aplican prejuicios que inducen a creer que lo que se leerá a continuación será divertido. La periferia del texto, el contexto, opera sobre lo textual y una homofobia-ambiente, encubierta de tolerancia o de condescendencia mediática, invita al lector a esperar páginas y capítulos empapados de sense of humor viperino, eau de cologne en vaporizador con pompón de tela o, si acaso, cierta promiscua y abandonada sordidez sexual. El lector, en Mansos, se ve obligado a reformular sus expectativas sobre el texto e incluso a corregir sus propios prejuicios, porque éste, entre otras cosas, es un libro triste sobre el apocamiento del exhibicionista, sobre la búsqueda de amor del epatante, sobre la frágil delgadez —enclenque— oculta bajo la grasa de un hombre gordo, sobre la vulnerabilidad ética del que ejerce una forma de violencia estética, sobre la obligada timidez del subversivo: No es mío, es de mi novia..., le explica Mateo al chapero con el que acaba de follar cuando éste le pregunta si de verdad traía un bolso.
Mateo pierde un bolso —no, no pierde, se lo roban— en una sauna. La sauna es como una absurda ventanilla burocrática donde la ley impone que no se puede abrir la taquilla de un vestuario. La sauna es también un infierno, húmedo y claustrofóbico —un espacio literariamente muy bien construido en el que se tiene la impresión de que los personajes se quedan encajados en un espacio menguante—; un infierno a través del que Mateo transita y repasa una vida de humillaciones: la del propio cuerpo; la del follar pagando; la de la mansedumbre del sexo; la de mezclar el dinero con la penetración; la de darse cuenta de que quizá esas mezclas son inevitables: la penetración, el trabajo, la mansedumbre, la humillación, la insatisfacción, la morbilidad, la hinchazón, las monedas, los lubricantes, la caca, la marca de un bolso que encubre la inseguridad con la ostentación, con lo estridente, con lo inapropiado... Alguien que no se quiere, porque no le dejan quererse, toma la palabra y escribe sobre cómo uno se hace manso y sobre cómo la humillación y la cobardía son conceptos que expresan una cualidad, pero también una cantidad: cuánto podemos llegar a digerir, a tolerar, a cargar sobre la espalda. La mansedumbre forma parte de una metáfora sexual (“¡Qué mansos os volvéis cuando os follamos!” me susurra al oído con su lengua áspera rozándome la oreja...) que se vuelve sobre otros aspectos de la existencia y nos obliga a subvertir los tópicos, a mirar desde otro sitio, porque los mansos no son sólo los que reciben billetes azules por follar o por trabajar, no son sólo los que asumen que alguien manda; sino que mansos son también los que creen que no tienen más remedio que pagar por todo y encierran la necesidad de cariño en el cubículo de la mercancía y pagan, compran, subrayando al mismo tiempo la sed y la diferencia de clase. La conciencia de Mateo habla: No es lo que soy, no es lo que no tengo. Es lo que tengo. Tengo sueño. Y miedo. Y frío. Soy lo que tengo: mis objetos, mi bolso —el que me han robado—, mis insatisfechas necesidades. Más allá del esencialismo de un sistema que publicita eslóganes mentirosos para vender relojes (“No es lo que tengo es lo que soy”, te lo dicen Shakira y Antonio Banderas...), Roberto Enríquez sabe que sí es lo que tiene: tengo sexo que, como un cronómetro, una alfombra o un taco de mantequilla, tienen un precio; sin embargo, lo que tengo no me hace exactamente libre (¿Cuándo empecé a ser un cliente de la mentira?) porque el que paga, el que quizá podría esgrimir su derecho a encabritarse y ensoberbecerse, toma la medida de su pequeñez y de su soledad en las transacciones. Aquí el que paga no da un puñetazo encima de la mesa —es un borracho, una víctima y un muerto—, todos los mercados son tristes y el amor es una cuestión de oferta y demanda: estamos condenados a la insatisfacción. Estamos condenados a la deficiencia. Todos ahí, pero unos más que otros. Roberto Enríquez escribe, sin recriminaciones moralistas, a través de las cifras y de la constancia del precio de las cosas (40 euros, 150 euros, lo que cuesta un café...), una novela que interesará mucho a todos aquellos lectores que, como el propio autor, se han cansado de ser clientes.
Marta Sanz
Abro el libro de Roberto Enríquez que es el bolso que a Mateo le roban en la sauna una noche en la que no encuentra un taxi para volver a casa y dormir la mona. Abro el libro-bolso naranja de Hermés y, como en el interior fondo cuarto oscuro de un local o de un bolso femenino, preveo frivolidad y encuentro miseria. El deleite de una mano aceitada en el rincón del cuarto oscuro se transforma en uña con tira de luto y piel que huele a genitales. La intimidad, el glamuroso secreto escondido de un bolso de mujer —un pintalabios y un espejito en cuyo reflejo la cara más linda o la mejor reconstruida se retoca el maquillaje— deviene pomada hemorroidal, húmedo kleenex, mala letra en un papelajo, un móvil que no suena nunca, la lista de la compra reducida a una extensa relación de yogures laxantes y placebos contra la osteoporosis, una bolsa de plástico para taparse el pelo por si lloviera, peine con pelos... Al abrir la primera página de esta novela de Roberto Enríquez, se aplican prejuicios que inducen a creer que lo que se leerá a continuación será divertido. La periferia del texto, el contexto, opera sobre lo textual y una homofobia-ambiente, encubierta de tolerancia o de condescendencia mediática, invita al lector a esperar páginas y capítulos empapados de sense of humor viperino, eau de cologne en vaporizador con pompón de tela o, si acaso, cierta promiscua y abandonada sordidez sexual. El lector, en Mansos, se ve obligado a reformular sus expectativas sobre el texto e incluso a corregir sus propios prejuicios, porque éste, entre otras cosas, es un libro triste sobre el apocamiento del exhibicionista, sobre la búsqueda de amor del epatante, sobre la frágil delgadez —enclenque— oculta bajo la grasa de un hombre gordo, sobre la vulnerabilidad ética del que ejerce una forma de violencia estética, sobre la obligada timidez del subversivo: No es mío, es de mi novia..., le explica Mateo al chapero con el que acaba de follar cuando éste le pregunta si de verdad traía un bolso.
Mateo pierde un bolso —no, no pierde, se lo roban— en una sauna. La sauna es como una absurda ventanilla burocrática donde la ley impone que no se puede abrir la taquilla de un vestuario. La sauna es también un infierno, húmedo y claustrofóbico —un espacio literariamente muy bien construido en el que se tiene la impresión de que los personajes se quedan encajados en un espacio menguante—; un infierno a través del que Mateo transita y repasa una vida de humillaciones: la del propio cuerpo; la del follar pagando; la de la mansedumbre del sexo; la de mezclar el dinero con la penetración; la de darse cuenta de que quizá esas mezclas son inevitables: la penetración, el trabajo, la mansedumbre, la humillación, la insatisfacción, la morbilidad, la hinchazón, las monedas, los lubricantes, la caca, la marca de un bolso que encubre la inseguridad con la ostentación, con lo estridente, con lo inapropiado... Alguien que no se quiere, porque no le dejan quererse, toma la palabra y escribe sobre cómo uno se hace manso y sobre cómo la humillación y la cobardía son conceptos que expresan una cualidad, pero también una cantidad: cuánto podemos llegar a digerir, a tolerar, a cargar sobre la espalda. La mansedumbre forma parte de una metáfora sexual (“¡Qué mansos os volvéis cuando os follamos!” me susurra al oído con su lengua áspera rozándome la oreja...) que se vuelve sobre otros aspectos de la existencia y nos obliga a subvertir los tópicos, a mirar desde otro sitio, porque los mansos no son sólo los que reciben billetes azules por follar o por trabajar, no son sólo los que asumen que alguien manda; sino que mansos son también los que creen que no tienen más remedio que pagar por todo y encierran la necesidad de cariño en el cubículo de la mercancía y pagan, compran, subrayando al mismo tiempo la sed y la diferencia de clase. La conciencia de Mateo habla: No es lo que soy, no es lo que no tengo. Es lo que tengo. Tengo sueño. Y miedo. Y frío. Soy lo que tengo: mis objetos, mi bolso —el que me han robado—, mis insatisfechas necesidades. Más allá del esencialismo de un sistema que publicita eslóganes mentirosos para vender relojes (“No es lo que tengo es lo que soy”, te lo dicen Shakira y Antonio Banderas...), Roberto Enríquez sabe que sí es lo que tiene: tengo sexo que, como un cronómetro, una alfombra o un taco de mantequilla, tienen un precio; sin embargo, lo que tengo no me hace exactamente libre (¿Cuándo empecé a ser un cliente de la mentira?) porque el que paga, el que quizá podría esgrimir su derecho a encabritarse y ensoberbecerse, toma la medida de su pequeñez y de su soledad en las transacciones. Aquí el que paga no da un puñetazo encima de la mesa —es un borracho, una víctima y un muerto—, todos los mercados son tristes y el amor es una cuestión de oferta y demanda: estamos condenados a la insatisfacción. Estamos condenados a la deficiencia. Todos ahí, pero unos más que otros. Roberto Enríquez escribe, sin recriminaciones moralistas, a través de las cifras y de la constancia del precio de las cosas (40 euros, 150 euros, lo que cuesta un café...), una novela que interesará mucho a todos aquellos lectores que, como el propio autor, se han cansado de ser clientes.
Muchísimas gracias, Marta
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