Trad. Jaime Zulaika. Anagrama, Barcelona, 2010. 300 pp. 19 €
Ignacio Sanz
«No creo en Dios, pero le echo de menos». Con esta frase ilusoria y feliz arranca este libro de Barnes, escrito al filo de los 60 años. Tuve la suerte de leer El loro de Flaubert y, desde entonces, siento debilidad por este autor británico con tendencia a la escritura divagatoria. Tampoco aquí renuncia a la divagación, aunque el libro esté centrado en la memoria de la muerte o, mejor, con la memoria de los últimos años de sus seres queridos, también, por supuesto, con los testimonios que a propósito de la muerte y sus alrededores, nos han dejado algunos de los escritores que Barnes más admira: Flaubert, Jules Renard, Alphonse Daudet o Montaigne.
Por ello, lo primero que hay que advertir es que Nada que temer no es una novela, sino un libro de ensayo literario que trata de rastrear en ese espacio especulativo del más allá. Pese a que nadie ha venido para contarlo, ese espacio ha dado lugar a un género literario que podría resumirse en esta pregunta. ¿Hay vida más allá de la muerte? Muchos escritores con la imaginación calenturienta han explorado ese mundo que nos ha sido transmitido por las religiones. Por cierto, la presencia de las religiones es fundamental en este libro. Porque uno de los fundamentos de su existencia es precisamente la promesa del más allá para los feligreses.
Barnes se declara ateo, como su familia. Pero vive rodeado de amigos religiosos en una sociedad en la que la religión ocupa un espacio. También él, así nos lo confiesa, cuando piensa en Dios, no piensa en Buda o en Mahoma, sino en Jesucristo, porque aunque no sea cristiano, ése es el Dios que domina en su cultura e, inevitablemente, es el que lleva en su cabeza, aunque no crea. Sorprende el grado de tolerancia que muestra hacia la religión. Uno piensa en el ciudadano medio anticlerical que domina entre nosotros, en el incendiario comecuras, rebotado de los excesos y de las represiones y no puede por menos de admirar a Barnes. Y no es que él no se muestre crítico, que se muestra, y mucho, con las religiones, pero no hace sangre de las contradicciones religiosas porque sabe que las religiones son necesarias para el hombre. Ni el comunismo más furibundo ha podido estirparlas porque están en la médula del hombre. Además, a Barnes, le gustaría creer, entiende que en los momentos en los que uno ve la muerte de cerca, la religión es muy consoladora y ofrece un salvoconducto para que el hoyo donde nos meten no sea la morada definitiva. Pero, nos advierte también: «no me habría gustado nacer en los estado papales en fecha tan reciente como el decenio de 1840. La educación estaba tan descuidada que sólo el dos por ciento de la población sabía leer; los curas y la policía secreta lo manejaban todo; se consideraba peligrosos a los “pensadores” de cualquier género.»
Y nos dice también: «la religión tiende al autoritarismo como el capitalismo tiende al monopolio».
En definitiva, hay mucho ingenio, mucha memoria familiar, mucha vida social, muchas catas en este tema siempre candente del más allá. Y mucha ironía, cómo no podría ser de otra manera, tratándose de Julián Barnes. Por ejemplo, hablando de los escritores, que con tanto ahínco persiguen la inmortalidad, nos recuerda una adivinanza malvada de Artur Koestler: «Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden».
El tema de la muerte suele resultar recurrente a parir de una cierta edad, por eso la juventud vive como si fuera inmortal. Pero a los cuarenta años Barnes ya estaba preocupado pues hace una anotación en su diario que rescata para este libro:
«La gente dice de la muerte: “No hay nada que temer”.
Lo dice rápidamente, con indiferencia. Ahora digámoslo otra vez, despacio, recalcando: “No hay NADA que temer».
La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra “nada”.
Barnes también nos previene de aquellos que, como Flaubert, al verse despojados de una religión, adoptan al arte como tal y se vuelven intransigentes: «La religión del arte hace peor a la gente porque alienta el desprecio por quienes no son artistas».
He aquí un libro lúcido sobre la muerte y sobre la inmortalidad, un libro lleno de recuerdos personales y de erudición en torno a un tema tan peliagudo, apto, eso sí, para lectores inteligentes y críticos con la religiones. Pese a todo las hace un homenaje cuando repasa las catedrales, las grandes cantatas, la pintura, las tallas magníficas de los retablos. Como un funámbulo, una ves más Barnes atraviesa el abismo sobre un alambre.
Ignacio Sanz
«No creo en Dios, pero le echo de menos». Con esta frase ilusoria y feliz arranca este libro de Barnes, escrito al filo de los 60 años. Tuve la suerte de leer El loro de Flaubert y, desde entonces, siento debilidad por este autor británico con tendencia a la escritura divagatoria. Tampoco aquí renuncia a la divagación, aunque el libro esté centrado en la memoria de la muerte o, mejor, con la memoria de los últimos años de sus seres queridos, también, por supuesto, con los testimonios que a propósito de la muerte y sus alrededores, nos han dejado algunos de los escritores que Barnes más admira: Flaubert, Jules Renard, Alphonse Daudet o Montaigne.
Por ello, lo primero que hay que advertir es que Nada que temer no es una novela, sino un libro de ensayo literario que trata de rastrear en ese espacio especulativo del más allá. Pese a que nadie ha venido para contarlo, ese espacio ha dado lugar a un género literario que podría resumirse en esta pregunta. ¿Hay vida más allá de la muerte? Muchos escritores con la imaginación calenturienta han explorado ese mundo que nos ha sido transmitido por las religiones. Por cierto, la presencia de las religiones es fundamental en este libro. Porque uno de los fundamentos de su existencia es precisamente la promesa del más allá para los feligreses.
Barnes se declara ateo, como su familia. Pero vive rodeado de amigos religiosos en una sociedad en la que la religión ocupa un espacio. También él, así nos lo confiesa, cuando piensa en Dios, no piensa en Buda o en Mahoma, sino en Jesucristo, porque aunque no sea cristiano, ése es el Dios que domina en su cultura e, inevitablemente, es el que lleva en su cabeza, aunque no crea. Sorprende el grado de tolerancia que muestra hacia la religión. Uno piensa en el ciudadano medio anticlerical que domina entre nosotros, en el incendiario comecuras, rebotado de los excesos y de las represiones y no puede por menos de admirar a Barnes. Y no es que él no se muestre crítico, que se muestra, y mucho, con las religiones, pero no hace sangre de las contradicciones religiosas porque sabe que las religiones son necesarias para el hombre. Ni el comunismo más furibundo ha podido estirparlas porque están en la médula del hombre. Además, a Barnes, le gustaría creer, entiende que en los momentos en los que uno ve la muerte de cerca, la religión es muy consoladora y ofrece un salvoconducto para que el hoyo donde nos meten no sea la morada definitiva. Pero, nos advierte también: «no me habría gustado nacer en los estado papales en fecha tan reciente como el decenio de 1840. La educación estaba tan descuidada que sólo el dos por ciento de la población sabía leer; los curas y la policía secreta lo manejaban todo; se consideraba peligrosos a los “pensadores” de cualquier género.»
Y nos dice también: «la religión tiende al autoritarismo como el capitalismo tiende al monopolio».
En definitiva, hay mucho ingenio, mucha memoria familiar, mucha vida social, muchas catas en este tema siempre candente del más allá. Y mucha ironía, cómo no podría ser de otra manera, tratándose de Julián Barnes. Por ejemplo, hablando de los escritores, que con tanto ahínco persiguen la inmortalidad, nos recuerda una adivinanza malvada de Artur Koestler: «Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden».
El tema de la muerte suele resultar recurrente a parir de una cierta edad, por eso la juventud vive como si fuera inmortal. Pero a los cuarenta años Barnes ya estaba preocupado pues hace una anotación en su diario que rescata para este libro:
«La gente dice de la muerte: “No hay nada que temer”.
Lo dice rápidamente, con indiferencia. Ahora digámoslo otra vez, despacio, recalcando: “No hay NADA que temer».
La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra “nada”.
Barnes también nos previene de aquellos que, como Flaubert, al verse despojados de una religión, adoptan al arte como tal y se vuelven intransigentes: «La religión del arte hace peor a la gente porque alienta el desprecio por quienes no son artistas».
He aquí un libro lúcido sobre la muerte y sobre la inmortalidad, un libro lleno de recuerdos personales y de erudición en torno a un tema tan peliagudo, apto, eso sí, para lectores inteligentes y críticos con la religiones. Pese a todo las hace un homenaje cuando repasa las catedrales, las grandes cantatas, la pintura, las tallas magníficas de los retablos. Como un funámbulo, una ves más Barnes atraviesa el abismo sobre un alambre.
Coincido con tu aprecio por Barnes por lo que esta entrada me ha permitido conocer un libro no muy conocido de este autor.
ResponderEliminarTomo nota!
¿Nada que temer? El autor,en su título ironiza como en toda su... ¿ensayo? ¿memórias? ¿novela?. Nada que temer. Lo único a lo que temer. O lo único que no hemos de temer... Lo único inapelable. La edad, la madurez, la cultura y la inteligencia de Barnes ha hecho que pase los mejores viajes en metro que recuerdo en mucho tiempo.(Y por vergüenza me he reído mucho menos de lo que hubiera querido... también me he pasado de estación alguna vez). Pero creo que ahora temo más que antes de leer el libro. Su conciencia de lo inevitable ha removido la mia.
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